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Vivi Sundberg se imaginó que estaba contemplando el epitafio de los fallecidos en una gran catástrofe. Si se hubiese estrellado un avión o se hubiese hundido un barco, habrían descubierto una placa conmemorativa con los nombres de los fallecidos grabados encima. Sin embargo, ¿quién iba a descubrir una placa en memoria de los asesinados en Hesjövallen una noche de enero de 2006?

Dejó el papel con la lista de nombres y se miró las manos. No conseguía que se quedasen quietas. Le temblaban sin parar. Si hubiese habido alguna persona a la que pasarle el caso, lo habría hecho sin dudar. Deseaba hacer un buen trabajo y quizás, incluso, que la felicitasen por ello, pero no aspiraba en modo alguno a que la ascendiesen a jefe de policía. Siempre se había considerado una mujer ambiciosa, pero en absoluto hambrienta de poder. Como quiera que fuese, en aquellos momentos no había ninguna otra persona que pudiese asumir la responsabilidad de la investigación mejor que ella. Le resultaba fácil trabajar con el fiscal Robertsson. Quien no podía asumir la responsabilidad de una investigación de asesinato era Tobias Ludwig, que pronto se dejaría caer del cielo, probablemente de un helicóptero. Era un burócrata que contaba dinero, negaba horas extraordinarias a sus subordinados y los enviaba a seminarios absurdos sobre cómo podía uno evitar sentirse molesto cuando la gente se burlaba de ellos por la calle.

Se estremeció y volvió a la lista.

Erik August Andersson

Vendela Andersson

Hans-Evert Andersson

Elsa Andersson

Gertrud Andersson

Viktoria Andersson

Hans Andrén

Lars Andrén

Klara Andrén

Sara Andrén

Elna Andrén

Brita Andrén

August Andrén

Herman Andrén

Hilda Andrén

Johannes Andrén

Tora Magnusson

Regina Magnusson

Dieciocho nombres, tres familias. Se levantó y entró en la habitación donde los Hansson aguardaban en el sofá hablando entre susurros. Al verla entrar, callaron enseguida.

– Dijisteis que no había niños en el pueblo. ¿Es eso cierto?

Ambos asintieron.

– ¿Y tampoco habéis visto a ningún niño por aquí estos días?

– A veces, los hijos que vienen a visitar a sus padres traen a los nietos, pero no es frecuente.

Vivi Sundberg vaciló un instante antes de continuar.

– Por desgracia, hay un niño entre los asesinados -reveló por fin.

Señaló una de las casas del pueblo mientras la mujer la contemplaba con los ojos muy abiertos.

– ¿Y también está muerto?

– Sí, está muerto. Si no me equivoco, por la lista que me habéis dado, deduzco que estaba en la casa de Hans-Evert y Elsa Andersson. ¿Estáis seguros de que no sabéis quién es?

De nuevo se miraron atónitos, antes de negar con la cabeza. Vivi Sundberg se levantó y volvió a la cocina. La décima novena persona no tenía nombre. «Él es distinto», se dijo. «Él, las dos personas que viven en esta casa y Julia, la demente, que es la única que se libra de enfrentarse a esta catástrofe. Las otras dieciocho personas que anoche se fueron a dormir están ahora muertas. Y el niño también. Sin embargo, en cierto sentido, a él no le tocaba.»

Dobló el papel, se lo guardó en el bolsillo y salió. Escasos copos de nieve caían sobre la tierra. A su alrededor, todo era silencio. Tan sólo una voz aquí o allá, una puerta que se cerraba, el resonar de una herramienta. Erik Huddén se le acercó, muy pálido, como todos.

– ¿Dónde está el médico? -le preguntó Vivi.

– Donde la pierna.

– ¿Qué tal lo lleva?

– Está conmocionada. Primero echó a correr en busca de un baño y luego rompió a llorar. Pero ya hay más médicos en camino. ¿Qué hacemos con los periodistas?

– Hablaré con ellos.

Sacó la lista del bolsillo.

– El niño no tiene nombre. Debemos averiguar quién es. Haz copias de la lista, pero no las distribuyas.

– Esto no hay quien lo entienda -se lamentó Erik Huddén-. Dieciocho personas.

– Diecinueve. El niño no está en la lista.

Sacó un bolígrafo del bolsillo y, al final de la relación de víctimas, añadió «niño desconocido».

Después reunió a los periodistas, helados y expectantes, en un semicírculo en la carretera.

– Os haré un breve resumen -comenzó-. Podéis hacer preguntas, pero por el momento no obtendréis ninguna respuesta. Sin embargo, se celebrará una conferencia de prensa esta misma tarde, en la ciudad. En principio, será a las seis. Lo único que puedo deciros es que en esta localidad se han cometido unos crímenes horribles. Y, por ahora, ésa es toda la información de que podéis disponer.

Una joven pecosa alzó la mano.

– Algo más podrás decirnos, ¿no? Eso ya lo hemos comprendido cuando habéis acordonado todo el pueblo.

Vivi Sundberg no la reconocía, pero llevaba en la cazadora el nombre de un importante periódico nacional.

– Por más que insistáis, debido a la investigación técnica no puedo decir nada más por ahora.

Uno de los periodistas de una cadena de televisión le plantó un micrófono en la cara. A él sí lo había visto antes en infinidad de ocasiones.

– ¿Podrías repetir lo que acabas de decir?

Ella hizo lo que le pedía pero, cuando el periodista se disponía a formular la siguiente pregunta, Vivi se dio media vuelta y se marchó. No se detuvo hasta que llegó a la última tienda que habían montado. Sintió unas náuseas terribles. Se retiró unos metros, respiró hondo varias veces y, cuando se le pasaron, volvió.

En una ocasión, durante uno de los primeros años como policía, se desmayó cuando ella y un colega llegaron a una casa en la que encontraron a un hombre que se había ahorcado. Preferiría que no volviese a ocurrir.

La mujer que estaba acuclillada junto a los restos de la pierna alzó la vista cuando ella entró en la tienda. Allí dentro hacía mucho calor a causa del gran foco con que se iluminaban. Vivi Sundberg asintió a modo de saludo y se presentó. Valentina Miir hablaba sueco con un fuerte acento y tendría unos cuarenta años.

– ¿Qué puedes adelantar?

– Que no he visto nunca algo parecido -repuso Valentina-. Uno puede encontrarse con miembros seccionados o incluso arrancados, pero esto…

– Dime, ¿ha roído alguien ese hueso?

– Lo más verosímil es, por supuesto, que haya sido un animal. Sin embargo, aquí hay unas marcas que me inquietan un poco.

– ¿Por qué?

– Porque los animales roen los huesos de un modo muy especial. Casi puedes ver de qué animal se trata. Yo sospecho que en este caso ha sido un lobo. Además, hay otro detalle que deberías ver.

Estiró el brazo para alcanzar una bolsa de plástico transparente que contenía una bota de piel.

– Podemos suponer que la llevaba en el pie -explicó la forense-. Claro que un animal pudo habérsela arrancado para acceder al pie, pero lo que me preocupa es que los cordones no estaban anudados.

Vivi Sundberg recordó que en la otra bota que llevaba el hombre los cordones sí estaban atados.

Y repasó mentalmente la lista de nombres y dónde vivía cada uno. Si era correcta, aquélla podía ser la pierna arrancada o seccionada de Lars Andrén.

– ¿Puedes adelantarme algo más?

– Es demasiado pronto.

– Quiero que vengas conmigo. Ni que decir tiene que no pienso inmiscuirme en cómo organizas tu trabajo, pero necesito tu ayuda.

Salieron de la tienda y se encaminaron a la casa donde yacía el cadáver del niño desconocido, junto con las otras dos personas que, probablemente, eran Hans-Evert y Elsa Andersson. Un penetrante silencio reinaba allí dentro.

El niño estaba tendido boca abajo en su cama. Era una habitación pequeña con el techo abuhardillado. Vivi Sundberg se mordió los labios para no echarse a llorar. La vida de aquel niño, que apenas había comenzado, terminó entre dos suspiros.

Ambas guardaban silencio.

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