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– «Una campaña para preservar el derecho del Partido Comunista a gobernar» -repitió Hong-. Estoy de acuerdo contigo. Aunque, al mismo tiempo, tú y yo sabemos que el peligro está dentro. Hubo un tiempo en que la mujer de Mao fue el nuevo topo de la clase alta, pese a que se contaba entre las que con más entusiasmo enarbolaban la bandera roja. En la actualidad, son otros los que se cobijan en el seno del Partido, aunque lo único que pretenden es oponer resistencia y sustituir la estabilidad del país por una libertad capitalista que nadie podrá controlar.

– La estabilidad no existe -sentenció Ma Li-. Soy analista y sé cuál es el curso que el flujo de dinero sigue en nuestro país, de modo que también sé mucho más que tú o que otras personas sobre ese particular. Aunque, claro está, no puedo decir nada.

– Estamos solas. El león no nos escucha.

Ma Li la miró, como estudiándola. Hong sabía exactamente lo que estaba pensando: ¿podré confiar en ella o no?

– No digas nada si tienes la menor duda -le advirtió Hong-. Si elegimos mal a la persona en la que confiar, nos vemos indefensos y desarmados. Como ya nos adelantó Confucio.

– Yo confío en ti -aseguró Ma Li-. Aun así, es inevitable, el instinto de supervivencia nos pone alerta.

Hong señaló la orilla del río.

– Ya se ha ido el león. Y ni nos hemos dado cuenta.

Ma Li asintió.

– Este año, el Gobierno aprobará un incremento de cerca del quince por ciento en defensa -prosiguió Hong-. Teniendo en cuenta que a China no la amenazan enemigos cercanos reales, el Pentágono y el Kremlin se preguntan, claro está, el porqué de dicho incremento. Sus analistas comprenden sin mayor esfuerzo que el Estado y el Ejército están preparándose para poder hacer frente a una amenaza interna. Además, invertimos casi diez billones de yuanes en vigilar Internet. Son cifras imposibles de ocultar. Sin embargo, existe otra estadística que muy pocos conocen. ¿Cuántas revueltas y protestas masivas crees que se produjeron en nuestro país el año pasado?

Ma Li reflexionó un instante antes de responder.

– ¿Cinco mil, quizá?

Hong negó con un gesto.

– Cerca de noventa mil. Calcula cuántas resultan al día. Es una cifra que empaña con su sombra toda acción emprendida por el Politburó. Lo que Deng hizo hace quince años, liberalizar la economía, pudo calmar entonces la inquietud que embargaba el país. Hoy, esa medida no es suficiente, sobre todo teniendo en cuenta que las ciudades ya no ofrecen ni espacio ni trabajo a los cientos de millones de campesinos pobres que esperan impacientes que les llegue el turno de disfrutar de la buena vida con la que todos sueñan.

– ¿Y qué crees que ocurrirá?

– No lo sé. Nadie lo sabe. Quienes se preocupan y no dejan de pensar en ello son personas sensatas. En el seno del Partido está librándose una batalla de proporciones jamás vistas, ni siquiera en tiempos de Mao. Nadie puede prever cuál será su resultado. El ejército teme no ser capaz de controlar el posible caos. Tú y yo sabemos que lo único que podemos y debemos hacer es retomar los principios de antaño.

– Baoxian yundong.

– El único camino. Nuestro único camino. Ningún atajo conduce al futuro.

Una manada de elefantes se aproximaba despacio al río para beber. Un grupo de turistas occidentales bajaron hasta la barandilla del mirador y las dos mujeres aprovecharon para volver al vestíbulo del hotel. Hong pensaba proponerle que cenasen juntas, pero Ma Li se le adelantó al decirle que tenía la noche ocupada.

– Vamos a pasar aquí dos semanas -le dijo-. Ya tendremos tiempo de hablar de todo lo ocurrido.

– Y de lo que ocurre y ocurrirá -añadió Hong-. Y de todo aquello para lo que aún no tenemos respuesta.

Vio cómo se marchaba Ma Li, que desapareció al otro lado de la piscina. «Hablaré con ella mañana», decidió Hong. «Justo cuando más necesitaba a alguien, se presenta una de mis mejores y más viejas amigas.»

Hong cenó sola aquella noche. Un nutrido grupo de miembros de la delegación china compartía mesa en el restaurante, pero ella prefirió la soledad.

En torno a la lamparilla que ardía sobre su mesa danzaban las polillas.

Cuando terminó de cenar, se sentó un rato en el bar, junto a la piscina, a tomarse una taza de té. Varios delegados chinos bebieron más de la cuenta y se les insinuaron a las jóvenes y hermosas camareras que iban y venían entre las mesas. Hong se indignó y se marchó de allí. «En otra China, jamás se habría permitido tal actitud», se dijo iracunda. «Los guardias de seguridad habrían intervenido de inmediato impidiendo que personas que actúan bajo los efectos del alcohol volviesen a representar a China. Tal vez incluso les habría caído una pena de prisión. Ahora no es así. Ahora nadie hace nada.»

Se sentó en el porche de su bungalow mientras reflexionaba sobre la arrogancia que emanaba de la creencia de que un sistema de mercado capitalista más libre favorecería el desarrollo. Deng pretendía que la rueda china girara más rápido. En la actualidad, la situación era diferente. «Vivimos bajo la amenaza del sobrecalentamiento, no sólo en el mundo industrial, sino también en nuestros propios cerebros. No somos conscientes del precio que hemos de pagar en forma de ríos envenenados, de un aire que nos asfixia y de millones de personas que huyen desesperadas de las zonas rurales.

»Hubo un tiempo en que acudimos a un país a la sazón llamado Rodesia, con el objeto de apoyar su lucha por la liberación. Ahora, casi treinta años después de dicha liberación, volvemos como colonizadores mal disfrazados. Mi hermano es uno de los que traicionan nuestros viejos ideales. No queda en él el menor residuo de la honorable fe en la fuerza del pueblo y en su bienestar, la misma fe que un día liberó a nuestro propio país.»

Cerró los ojos y prestó atención a los sonidos de la noche. Muy despacio, las reflexiones sobre la conversación mantenida con Ma Li abandonaron su mente fatigada.

Estaba a punto de vencerla el sueño cuando oyó un ruido que truncó el canto de las cigarras. El crujido de una rama al quebrarse.

Abrió los ojos y se irguió en la silla. Las cigarras callaron. De pronto, tuvo la certeza de que había alguien merodeando por allí.

Entró a toda prisa en el bungalow y cerró la cristalera. Apagó una lámpara que tenía encendida.

El corazón le latía acelerado: estaba muerta de miedo.

Alguien había estado rondando su bungalow y había quebrado una rama sin querer.

Se dejó caer en la cama, a oscuras, temiendo que apareciese alguien.

Pero no fue así. Después de casi una hora, echó las cortinas y se sentó a la mesa con la intención de escribir la carta que, a lo largo del día, había ido formulando en su cabeza.

31

Varias horas le llevó a Hong redactar una suerte de informe sobre los acontecimientos de los últimos meses, cuyo punto de partida eran tanto su hermano como los datos que la jueza sueca Birgitta Roslin le había proporcionado. Y puso por escrito aquella memoria para protegerse, al tiempo que, de una vez por todas, dejaba constancia de que su hermano era un hombre corrupto, así como uno de los elementos que estaban haciéndose con el control de toda China. Por otro lado, él y su guardaespaldas Liu podían muy bien estar involucrados en varios asesinatos brutales, cometidos lejos de las fronteras chinas. Mientras escribía, tenía apagado el aire acondicionado a fin de percibir mejor los ruidos del exterior. En el calor sofocante de la habitación, los insectos nocturnos revoloteaban alrededor de la lámpara mientras las gotas de sudor se estrellaban contra el tablero de la mesa. Pensó que tenía razones de sobra para sentirse inquieta. Los años vividos eran más que suficientes para distinguir entre los peligros reales y los ficticios.

Ya Ru era su hermano, pero, ante todo, un hombre que no dudaba en utilizar cualquier medio para alcanzar sus fines. Ella, por su parte, no se oponía a un desarrollo que siguiese el plan de nuevas trayectorias. Al igual que cambiaba el entorno, también los líderes chinos debían buscar nuevas estrategias para resolver los problemas presentes y futuros. No obstante, lo que Hong y otras personas como ella cuestionaban era que no se combinasen los fundamentos socialistas con una economía en la que se había concedido un gran espacio al mercado libre. ¿Acaso era imposible otra opción? Ella no lo consideraba así. Un país poderoso como China no tenía por qué vender su alma a cambio de petróleo y materias primas y nuevos mercados en los que su producción industrial podía hallar terreno abonado. ¿Acaso no era ésa su noble misión, demostrarle al mundo que el imperialismo y el colonialismo no eran consecuencias necesarias del desarrollo de un país?

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