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En algún acceso de ira, ella misma había denunciado la existencia de esos funcionarios cuya misión era evitar los abusos cometidos tanto contra las personas como contra la naturaleza, pero que se dejaban sobornar para no cumplir con su obligación.

«Ya Ru forma parte de ese entramado», se lamentó en silencio. «Es algo que no puedo olvidar.»

Aquella noche tuvo un sueño ligero y se despertó varias veces. Los sonidos de la oscuridad le resultaban extraños y se filtraban en sus sueños haciéndola emerger al estado consciente. Cuando el sol se alzó sobre el horizonte, ella ya estaba en pie y se había vestido.

De pronto, descubrió a Ya Ru sonriendo ante su puerta.

– Vaya, los dos somos madrugadores -comentó su hermano-. Ninguno de los dos tiene paciencia para dormir más de lo estrictamente necesario.

– Siento haberte golpeado.

Ya Ru se encogió de hombros y señaló un jeep de color verde estacionado en la carretera que discurría próxima al lugar donde estaban montadas las tiendas.

– Es para ti -le explicó-. Un chófer te llevará a un lugar situado a unos diez kilómetros de aquí. Allí podrás contemplar el extraordinario espectáculo que tiene lugar al alba en cualquier poza de agua. Por un instante, las fieras y sus presas firman una paz provisional, sólo mientras están bebiendo.

Junto al coche aguardaba un hombre de color.

– Se llama Arturo. Es un chófer de confianza que, además, habla inglés.

– Te agradezco el detalle -respondió Hong-. Pero creo que deberíamos hablar.

Ya Ru hizo un aspaviento, como señalando su desacuerdo.

– Ya lo haremos después. El amanecer africano es breve. Hay una cesta con café y algo para desayunar.

Hong comprendió que su hermano buscaba una vía de reconciliación. Lo sucedido el día anterior no podía interponerse entre ellos. Hong se encaminó al coche, saludó al chófer, un hombre delgado de mediana edad, y se sentó detrás. El camino, que atravesaba la selva en zigzag, era casi inexistente, apenas unas marcas en la tierra reseca. Hong iba atenta a las espinosas ramas de los árboles más bajos que golpeaban la desprotegida cabina del jeep.

Cuando llegaron a la poza, Arturo se detuvo sobre una elevación del terreno desde la que arrancaba la pendiente que conducía al agua, y le dio unos prismáticos. En efecto, allí bebían juntos varias hienas y unos búfalos. Arturo señaló una gran manada de elefantes que, muy despacio, se acercaban al agua como si hubiesen surgido del sol mismo.

Hong pensó que así debió de ser en el principio de los tiempos. Los animales llevaban una serie interminable de generaciones bebiendo en aquel lugar.

Arturo le sirvió una taza de café sin pronunciar una sola palabra.

Los elefantes ya estaban muy cerca, sus cuerpos gigantescos envueltos en nubes de polvo.

Después, de repente, se quebró la calma.

El primero en morir fue Arturo. El disparo le dio en la sien y le arrancó la mitad de la cabeza. Hong no tuvo tiempo de comprender lo que sucedía cuando también la alcanzó una bala, que hizo impacto en la mandíbula y siguió su curso hasta llegar a la espina dorsal. Al producirse los fríos estallidos, los animales alzaron la cabeza y aguzaron el oído un instante. Después, continuaron bebiendo.

Ya Ru y Liu se acercaron al jeep, consiguieron volcarlo y lo dejaron rodar pendiente abajo. Liu lo roció con la gasolina que llevaba en un bidón, se apartó, prendió una caja de cerillas y la arrojó contra el coche que no tardó en incendiarse con un estallido. Los animales que había junto a la poza huyeron despavoridos.

Ya Ru esperó junto a su propio jeep. Su guardaespaldas se sentó, dispuesto a poner el motor en marcha. Ya Ru se le acercó despacio por detrás y le asestó un fuerte golpe en la nuca con un garrote de acero. Repitió la acción hasta que Liu dejó de moverse, y entonces arrojó su cuerpo al fuego, que aún ardía con toda su fuerza.

Ya Ru retiró el coche, que estacionó entre los espesos arbustos, y aguardó media hora. Transcurrido ese tiempo, volvió al campamento y dio la alarma del accidente de tráfico sucedido junto a la poza. El jeep cayó rodando por la pendiente hasta estrellarse contra el agua, donde se incendió. Su hermana y el chófer murieron, y cuando Liu intentó acudir en su ayuda, murió también pasto de las llamas.

Cuantos vieron a Ya Ru aquel día comentaron lo triste que debía de estar. Sin embargo, también los llenó de admiración su capacidad para controlarse. En efecto, Ya Ru declaró que el accidente no debía entorpecer la misión tan importante que tenían entre manos. El ministro de Comercio Ke le presentó sus condolencias y las negociaciones continuaron según lo planeado.

Los cuerpos fueron trasladados en bolsas de plástico de color negro para ser incinerados en Harare. Nada se escribió al respecto en los diarios, ni en los mozambiqueños ni en los de Zimbabue. La familia de Arturo, que vivía en Xai-Xai, más al sur de Mozambique, recibió una renta vitalicia que le permitiría a su mujer comprarse una casa y un coche nuevos y pagar los estudios de sus seis hijos.

Cuando Ya Ru volvió a Pekín junto con el resto de la delegación china, llevaba consigo dos urnas con cenizas. Una de las primeras noches después de su regreso, salió a la espaciosa y alta terraza y esparció las cenizas en la oscuridad.

Ya empezaba a sentir añoranza de su hermana y de las conversaciones que solían mantener. No obstante, tenía la certeza de que aquello fue absolutamente necesario.

Ma Li lamentaba lo ocurrido, aterrorizada; pero en el fondo de su alma no se creyó ni por un instante la versión del accidente.

33

Sobre la mesa había una orquídea blanca. Ya Ru acariciaba con el dedo los suaves pétalos.

Era muy temprano, una mañana del mes siguiente a su regreso de África, tenía ante sí los planos de la casa que había decidido hacerse construir junto a la playa de Quelimane, en Mozambique. Como beneficio extraordinario por los grandes negocios que habían acordado los dos países, se le ofreció la posibilidad de comprar una gran parcela de playa virgen a muy buen precio. Su idea era, a la larga, construir allí un centro turístico de lujo para chinos acomodados que, seguramente, empezarían a viajar cada vez en mayor número.

Al día siguiente de la muerte de Hong y de Liu, Ya Ru subió a una alta duna para contemplar el océano Índico. Lo acompañaba el gobernador de la provincia de Zambeze y un arquitecto sudafricano, expresamente invitado para la visita. El gobernador señaló de pronto los arrecifes, donde se veía una ballena expulsando el aire de sus pulmones. El gobernador le contó que no era infrecuente ver ballenas en aquella costa.

– ¿Y los icebergs? -quiso saber Ya Ru-. ¿Se ha visto en alguna ocasión un bloque de hielo desgajado de la placa del Antártico flotando por aquí?

– Existe una leyenda -admitió el gobernador-. Sucedió en tiempos de nuestros antepasados, justo antes de que los primeros blancos, los marinos portugueses, arribasen a nuestras costas. Dicen que los hombres que iban remando en las canoas se asustaron del frío que emanaba del hielo. Después, cuando los blancos bajaron a tierra de sus grandes veleros, empezó a correr el rumor de que el iceberg era un presagio de lo que acontecería. La piel de los hombres blancos tenía el mismo color que el iceberg, sus ideas y sus acciones eran igual de frías. Pero no sabría decir si sucedió de verdad o no.

– Quisiera construir aquí -aseguró Ya Ru-. A estas playas jamás llegará un iceberg amarillo.

Durante todo un día estuvieron delimitando una gran zona de la playa que, más tarde, quedó registrada en una de las muchas compañías de Ya Ru. El precio de la tierra y la playa fue prácticamente simbólico. Ya Ru compró además, por una suma similar, la aprobación del gobernador y de los funcionarios más importantes, que se encargarían de que le otorgasen las escrituras de propiedad y todas las licencias de obras exigidas sin necesidad de engorrosas esperas. Las instrucciones que le dio al arquitecto sudafricano se habían concretado en aquellos planos y en varias acuarelas que daban una idea del aspecto de su palacete y las dos piscinas que pensaba llenar con agua del mar, todo rodeado de palmeras y con una cascada artificial. La casa constaría de once habitaciones, una de las cuales tendría un techo móvil, de modo que se pudiese contemplar el firmamento. El gobernador le prometió llevar el tendido eléctrico y la infraestructura necesaria para las telecomunicaciones hasta la aislada zona adquirida por Ya Ru.

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