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Zi vació la pipa antes de proseguir.

– Todas las mañanas se ven cadáveres flotando en el río. Son los que no aguantaron. Los que no le ven sentido a seguir viviendo. Se llenan las camisas de piedras o se atan un contrapeso a las piernas. Cantón se ha convertido en una ciudad repleta de espíritus inquietos, los de aquellos que se han quitado la vida.

– ¿Por qué me cuentas todo esto? Bastante suplicio tengo ya.

Zi alzó la mano tranquilizándolo.

– No, no te lo digo para angustiarte. No te habría dicho nada si no tuviese algo más que añadir. Mi primo tiene una fábrica y muchos de sus trabajadores están enfermos en estos momentos. Quizá pueda ayudaros a ti y a tus hermanos.

San no daba crédito a sus oídos, pero Zi repitió sus palabras. No les prometía nada, pero tal vez pudiese procurarles un trabajo.

– ¿Por qué quieres ayudarnos?

Zi se encogió de hombros.

– ¿Qué hay detrás de lo que hacemos? ¿Y de lo que dejamos de hacer? Puede que, simplemente, piense que te mereces un poco de ayuda.

Zi se levantó.

– Volveré cuando sepa algo -aseguró-. No soy de los que van sembrando por ahí promesas a medias. Una promesa que no se cumple puede destruir a una persona.

Dejó unas piezas de fruta ante San y se marchó. San lo vio caminar por el muelle y perderse en el barullo de gente.

Wu seguía con fiebre cuando despertó. San le tocó la frente, que le ardía.

Se sentó entre Wu y Guo Si y les habló de Zi.

– Me ha dado estas frutas -les dijo, mostrándoselas-. Es la primera persona de Cantón que nos da algo. Puede que Zi sea un dios, alguien a quien nuestra madre nos ha enviado desde el otro mundo. Si no vuelve, sabremos que no era más que un falso. Hasta entonces, aguardaremos aquí.

– Nos moriremos de hambre antes de que vuelva -auguró Guo Si. San se enojó.

– No soporto escuchar tus absurdas quejas.

Guo Si no dijo una palabra más. San confiaba en que la espera no fuese demasiado larga.

Aquel día el calor era sofocante. San y Guo Si se turnaban para ir al surtidor a buscar agua para Wu, y San encontró unas raíces que comieron crudas.

Cuando cayó la tarde y la oscuridad empezó a inundar todos los rincones, Zi aún no había vuelto. Incluso San empezaba a sentirse abatido. ¿No sería Zi, pese a todo, una de esas personas que mataban con falsas promesas?

San no tardó en ser el único despierto. Estaba sentado junto al fuego escuchando los ruidos que le llegaban en la oscuridad, pero no se percató de la llegada de Zi. De repente, lo tenía a su espalda. San se sobresaltó al percibir su presencia.

– Despierta a tus hermanos -le dijo-. Hay que irse. Tengo un trabajo para vosotros.

– Wu está enfermo. ¿No puede esperar a mañana?

– Para entonces otros habrán aceptado el trabajo. O es ahora o nunca.

San se apresuró a despertar a Guo Si y a Wu.

– Debemos irnos -explicó-. Mañana tendremos por fin un trabajo.

Zi los guió por los oscuros callejones. San notó que iba pisando a la gente que dormía en las calles. Él llevaba de la mano a Guo Si, el cual, a su vez, agarraba fuertemente a Wu.

San no tardó en percibir por el olor que se encontraban cerca del mar; de pronto todo le parecía más llevadero.

Después, se precipitaron los acontecimientos. De la oscuridad salieron unos hombres extraños que los agarraron por los brazos y les arrojaron sacos a la cabeza. San recibió un golpe y cayó al suelo, pero siguió peleando. Cuando volvieron a abatirlo, mordió el brazo que lo maltrataba de tal modo que consiguió liberarse, pero enseguida lo agarraron de nuevo.

Oía a su lado los gritos de angustia de Wu. A la vacilante luz de una farola, vio a su hermano tendido boca arriba. Un hombre extrajo un cuchillo de su pecho antes de arrojar el cuerpo al agua. Poco a poco, Wu fue desapareciendo en la corriente.

En un instante de vértigo, comprendió que Wu estaba muerto. San no había logrado protegerlo.

Entonces, alguien lo golpeó con fuerza en la nuca. Estaba inconsciente cuando, junto con Guo Si, lo subieron a un bote que se aproximó a una embarcación que aguardaba en el fondeadero.

Esto ocurría durante el verano de 1863. Un año en que miles de campesinos chinos pobres fueron secuestrados y conducidos a América, que los engulló en su insaciable caverna. Los aguardaban los mismos y duros trabajos de los que habían soñado librarse un día.

Atravesaron un mar inmenso, pero la pobreza viajó con ellos.

12

Cuando San despertó, todo estaba oscuro. No podía moverse. Tanteó con una mano las cañas de bambú que formaban una reja alrededor de su cuerpo encogido. Tal vez Fang les hubiese dado alcance y los hubiese apresado al fin, después de todo; y ahora lo llevaban en una jaula de vuelta al pueblo del que había huido.

Sin embargo, algo no encajaba. La jaula se balanceaba, pero no como colgada de fuertes barras. Aguzó el oído en las sombras y creyó oír el rumor del mar. Comprendió que se encontraba a bordo de un barco, pero ¿dónde estaba Guo Si? No distinguía nada en la oscuridad. Intentó gritar pero no logró emitir más que un débil gruñido. Sus labios estaban sellados por una fuerte mordaza. El pánico era inminente. Se hallaba acuclillado en aquella jaula minúscula sin poder mover brazos ni piernas. Entonces empezó a golpear las cañas de bambú con la espalda, en un intento de liberarse.

De repente, se hizo la luz. Alguien había retirado el trozo de paño que cubría la jaula en la que lo habían encerrado. Alzó la vista y descubrió una trampilla abierta sobre su cabeza, el cielo azul y alguna que otra nube aislada. El hombre que se inclinaba sobre la jaula tenía una larga cicatriz en el rostro. Llevaba el grasiento cabello recogido en la nuca. Escupió, metió la mano por entre las cañas de bambú y retiró la mordaza que cubría la boca de San.

– Ahora ya puedes gritar -se burló el hombre-. Nadie te oirá aquí, en medio del mar.

El marinero hablaba en un dialecto que San apenas si entendía.

– ¿Dónde estoy? -le preguntó-. ¿Dónde está Guo Si?

El marinero se encogió de hombros.

– Pronto nos encontraremos a suficiente distancia de la costa como para poder soltarte. Entonces tendrás ocasión de saludar a tus afortunados compañeros de travesía. Y no importa cuál haya sido vuestro nombre hasta ahora; en el lugar al que vais, os darán otros nuevos.

– ¿Adónde vamos?

– Al paraíso.

El marinero soltó una carcajada y desapareció trepando por la trampilla. San miró a uno y otro lado. Todo estaba lleno de jaulas cubiertas de basto paño. Lo invadió una devastadora sensación de soledad. Wu y Guo Si no estaban y él no era más que un animal enjaulado camino de un objetivo en el que a nadie le importaba su nombre siquiera.

Tiempo después, recordaría aquellas horas como si hubiese estado haciendo equilibrio al borde del abismo que constituía la delgada línea divisoria entre la vida y la muerte. Ya no le quedaba nada por lo que vivir, pero ni siquiera tenía la posibilidad de quitarse la vida.

No supo decir cuánto tiempo permaneció en aquel estado. Finalmente, unos marineros se dejaron caer por el vano de la trampilla colgados de cuerdas. Retiraron los paños y empezaron a abrir las jaulas mientras les gritaban a los enjaulados que se pusieran de pie. San tenía las articulaciones entumecidas, pero logró levantarse al fin.

Vio que uno de los marineros sacaba a golpes a Guo Si de su jaula. San echó a andar cojeando con las piernas anquilosadas, pero recibió más de un latigazo antes de poder explicar siquiera que sólo iba en ayuda de su hermano.

Los obligaron a salir a cubierta, donde los encadenaron. Los marineros, que hablaban diversos dialectos irreconocibles para San, los vigilaban amenazándolos con cuchillos y espadas. Guo Si apenas lograba mantenerse derecho bajo el peso de las gruesas cadenas. San vio que tenía en la frente una herida profunda. Uno de los marineros se le acercó y empezó a pincharle con la punta de su espada.

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