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La última noche en Pekín, Birgitta Roslin y Karin Wiman no salieron del hotel. Después de la visita a la Muralla estuvieron en el bar tomándose un par de vodkas para entrar en calor mientras discutían las diversas opciones que se les ofrecían para terminar el viaje. Pero el vodka surtió efecto y se sentían tan mareadas y cansadas que decidieron comer en el hotel. Después charlaron durante un buen rato sobre el rumbo que habían tomado sus vidas. Era como si se hubiesen quedado encerradas en un círculo descrito por los rebeldes sueños juveniles de una China roja y el país con que ahora se habían encontrado, un reino que había sufrido grandes transformaciones, aunque quizá no las que ellas imaginaron en su día. Permanecieron en el restaurante hasta quedarse solas. De la lámpara que colgaba sobre la mesa pendían unas cintas de seda. Birgitta se acercó a Karin y le susurró que se llevarían un par de cintas, como recuerdo. Karin las cortó con unas tijeras pequeñas aprovechando que ninguno de los camareros las observaba en ese momento.

Después de hacer las maletas, Karin se durmió. El congreso la había dejado exhausta. Birgitta se sentó en el sofá con las luces apagadas. De repente, tomó conciencia de estar envejeciendo. Hasta allí, un tramo más…, pero después el camino llegaría a su fin en el abrazo de una inmensa y desconocida oscuridad. Tal vez sentía por primera vez que el sendero empezaba a inclinarse y descender, de forma imperceptible aún, pero imposible de detener o eludir. «Piensa en diez cosas que quieras hacer todavía», se susurró a sí misma. «Diez cosas que aún quieras hacer. Diez cosas que te falten por hacer.» Se sentó ante el pequeño escritorio y empezó a anotar.

¿Qué vivencias deseaba experimentar aún? Naturalmente, tenía la esperanza de conocer a uno o a varios de sus nietos. Staffan y ella habían hablado en varias ocasiones de visitar distintas islas. Por ahora, sólo habían viajado a Islandia y a Creta. Uno de sus viajes soñados tenía las Galápagos por destino; otro, las islas Pitcairn, por cuyos habitantes aún corría la sangre de los amotinados del Bounty. ¿Aprender otro idioma quizás? O, al menos, intentar mejorar el francés que antes hablaba tan correctamente.

Lo principal, no obstante, era que ella y Staffan lograsen resucitar su relación y empezasen a verse otra vez el uno al otro. En ocasiones, la apenaba sobremanera la idea de acercarse a la vejez sin la menor chispa viva de su antigua pasión.

Ningún viaje era más importante que ese deseo.

Arrugó el papel y lo arrojó a la papelera. ¿Para qué anotar lo que tan claro y definido tenía en su fuero interno? Las tesis que pervivían sobre el futuro de Birgitta Roslin.

Se desnudó y se metió en la cama. Karin respiraba pausadamente a su lado. Sintió de pronto la urgencia de volver a casa, de que le diesen el alta médica y de volver al trabajo. Sin las rutinas del día a día, no podría hacer realidad ninguno de los sueños que la esperaban.

Dudó un instante antes de echar mano del móvil para enviarle un mensaje de texto a su marido. «De vuelta a casa. Cada viaje comienza con un paso muy sencillo de dar. También el regreso.»

Se despertó a las siete. Pese a no haber dormido más de cinco horas se sentía despejada, aunque un ligero dolor de cabeza le recordó la cantidad de vodka que habían tomado la noche anterior. Karin dormía arropada entre las sábanas con una mano colgando fuera de la cama y apuntando al suelo. Con mucho cuidado, le metió el brazo bajo la sábana.

Se dirigió al comedor, ya lleno de huéspedes a pesar de ser tan temprano. Miró a su alrededor para ver si descubría algún rostro familiar en una de las mesas. Estaba completamente segura de que el hombre de la Muralla era uno de los que acompañaban a Hong. Pudiera ser que el Estado chino la hubiese puesto bajo vigilancia para que no le ocurriese ningún otro percance.

Desayunó, hojeó un diario inglés y, ya estaba a punto de volver a la habitación, cuando descubrió a Hong junto a su mesa. No había llegado sola, sino flanqueada por dos hombres a los que Birgitta no había visto con anterioridad. A una señal de Hong, los dos sujetos se retiraron y ella tomó asiento junto a Birgitta. Le dijo algo al camarero, que acudió enseguida con un vaso de agua.

– Espero que todo esté en orden -comenzó Hong-. ¿Qué tal la visita a la Muralla?

«Sabes bien cómo fue…», pensó Birgitta. «Además, no me cabe la menor duda de que alguno de tus ojos auxiliares estuvo anoche en el Flor de Loto, el restaurante del hotel, mientras Karin y yo cenábamos.»

– La Muralla es impresionante, pero hacía mucho frío.

Birgitta Roslin miraba a Hong a los ojos, desafiante, para averiguar si sabía que ella había descubierto a quien la vigilaba. Sin embargo, el rostro de Hong permanecía impenetrable. No desvelaba sus cartas.

– En la habitación contigua al restaurante te espera un hombre llamado Chan Bing.

– ¿Y qué quiere?

– Explicarte que la policía ha atrapado a uno de los hombres que te asaltaron y te robaron el bolso.

Birgitta Roslin notó que se le aceleraba el corazón, como si las palabras de Hong fuesen de mal agüero.

– ¿Cómo es que no ha venido aquí, si lo que quiere es hablar conmigo?

– Va de uniforme y no desea molestar ni llamar la atención mientras desayunas.

Birgitta Roslin alzó los brazos con gesto resignado.

– Bueno, para mí no es ningún problema relacionarme con gente uniformada.

Se levantó y dejó la servilleta justo cuando entraba Karin, que las miró sorprendida. Birgitta se vio obligada a explicarle lo sucedido y a presentarle a Hong.

– No sé qué quiere ese hombre exactamente. Al parecer, la policía ha atrapado a uno de los ladrones que me atacaron. Desayuna tranquilamente, volveré cuando haya terminado de hablar con el policía.

– Pero ¿por qué no me contaste nada?

– No quería preocuparte.

– Pues ahora sí que estoy preocupada. E incluso creo que enojada.

– Anda ya, no tienes motivo.

– Debemos salir para el aeropuerto a las diez.

– Aún faltan dos horas.

Birgitta Roslin acompañó a Hong. Los dos hombres las seguían en todo momento. Recorrieron el pasillo que conducía a los ascensores y se detuvieron ante una puerta entreabierta. Birgitta Roslin vio que se trataba de una pequeña sala de conferencias. En un extremo de la mesa ovalada se había acomodado un señor de edad que fumaba un cigarrillo. Llevaba un uniforme de color azul oscuro con muchas medallas. Sobre la mesa estaba la gorra. Se levantó y la saludó con una breve inclinación al tiempo que le señalaba una silla que había a su lado. Hong se colocó detrás, junto a la ventana.

Chan Bing tenía los ojos inyectados en sangre y el escaso cabello peinado hacia atrás. Birgitta Roslin experimentó la vaga sensación de hallarse ante un hombre extremadamente peligroso. Chupaba con fruición el humo de su cigarrillo. Ya había tres colillas en el cenicero.

Hong dijo algo y Chan Bing asintió. Birgitta Roslin intentó recordar si había conocido a alguien con más estrellas rojas en las hombreras.

Chan Bing hablaba con voz bronca.

– Hemos atrapado a uno de los dos hombres que la atacaron. Estamos obligados a pedirle que lo identifique.

Su inglés era deficiente, pero le bastaba para comunicarse.

– Pero si no vi nada.

– Uno siempre ve más de lo que cree.

– En ningún momento se me pusieron delante. Le aseguro que no tengo ojos en la nuca.

Chan Bing la observó inexpresivo.

– Todos los tenemos. En situaciones tensas y peligrosas, uno ve incluso por la nuca.

– Puede que en China, pero no en Suecia. Jamás he sentenciado a una persona porque otra la haya acusado aduciendo que la vio con la nuca.

– Hay otros testigos. Usted no es la única que ha de identificar a alguien. Los testigos también han de identificarla a usted.

Birgitta Roslin imploró con la mirada a Hong, que observaba un punto más allá de donde ella se encontraba.

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