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– Exacto.

– ¿Habéis dado con alguna explicación?

– Comprenderás que no puedo hablar contigo de esto por teléfono.

– Sí, claro, disculpa.

– No importa. Pero quisiera pedirte un favor. Escribe lo que te hayan sugerido los sucesos de Hesjövallen. De la cinta roja me encargo yo. Escribe sobre lo demás y envíamelo.

– Lars-Erik Valfridsson no los mató -sentenció Birgitta Roslin.

Las palabras surgieron de su boca de forma inesperada, tanto para Vivi Sundberg como para ella misma.

– Envíame el relato de tus reflexiones -reiteró Vivi Sundberg-. Gracias por llamar.

– ¿Y los diarios?

– Será mejor que nos los devuelvas ya.

Después de aquella conversación, Birgitta sintió un gran alivio. Pese a todo, sus esfuerzos no habían sido del todo en vano. Ahora ya podía dejar el asunto y, en el mejor de los casos, la policía daría un día con la pista del autor de los asesinatos y averiguaría si lo hizo solo o contó con la ayuda de algún cómplice. Y, desde luego, no le extrañaría que al final concluyesen que un hombre originario de China estaba involucrado en el caso.

Al día siguiente, Birgitta Roslin acudió a su médico. Era un frío día de invierno con viento racheado procedente del estrecho. Estaba impaciente por volver a trabajar.

No tuvo que aguardar más que unos minutos en la sala de espera.

El médico le preguntó cómo se encontraba y ella respondió que suponía que ya estaba bien. Una enfermera le extrajo una muestra de sangre y Birgitta se sentó a esperar.

Cuando volvió a entrar en la consulta, el médico comprobó su presión sanguínea y, acto seguido, fue derecho al grano.

– Puede que te sientas bien, pero sigues teniendo la tensión demasiado alta, de modo que tendremos que seguir investigando a qué se debe. Para empezar, te prolongaré la baja otras dos semanas. Y te daré un volante para el especialista.

Ya en la calle, con el gélido viento azotándole el rostro, comprendió realmente la situación. La posibilidad de padecer una enfermedad grave la llenó de preocupación, aunque el médico le había asegurado que no era el caso.

Se detuvo en la plaza, de espaldas al viento. Por primera vez en muchos años se sintió indefensa. No se movió hasta que el teléfono que llevaba en el bolsillo empezó a sonar. Era Karin Wiman para darle las gracias por su visita y charlar un rato.

– ¿Qué haces? -le preguntó.

– Estoy en medio de una plaza. Y, en estos momentos, no tengo ni idea de qué voy a hacer con mi vida.

Después le habló de su visita al médico. Fue una conversación bastante fría. Le prometió que volvería a llamarla antes de su viaje a China.

Cuando cruzaba la verja de su casa, empezó a nevar. El viento soplaba con mayor intensidad y seguía siendo racheado.

23

Ese mismo día fue al juzgado para hablar con Hans Mattsson. Cuando le comunicó que seguía de baja, su jefe se mostró tan abatido como preocupado.

La observó pensativo por encima de las gafas.

– Creo que ya está bien, empieza a preocuparme tu salud.

– Según mi médico, no tienes por qué. Son los valores sanguíneos, que no están como deben, y la tensión, que la tengo alta. Me ha remitido a un especialista, pero no me siento enferma, sólo algo cansada.

– Sí, cansados lo estamos todos -aseguró Mattsson-, Yo llevo cansado casi treinta años. A estas alturas de la vida, mi mayor placer es no tener que madrugar.

– Estaré de baja otras dos semanas. Después, esperemos, ya me habré restablecido.

– Claro, estarás de baja el tiempo que necesites. Hablaré con la Dirección Nacional de Administración de Justicia para ver si pueden enviarnos ayuda. Como ya sabes, no eres la única que falta. Klas Hansson está de excedencia en Bruselas, investigando para la Unión Europea. Y no creo que vuelva. Siempre sospeché que a él lo que le interesaba no era presidir tribunales.

– Siento causar problemas.

– No eres tú, sino tu presión sanguínea la que causa problemas. Descansa y cuida tu rosal y vuelve cuando te hayas recuperado.

Birgitta lo miró extrañada.

– Pero, si yo no tengo ningún rosal… Es más, no se me dan nada bien las plantas.

– Es un dicho de mi abuela. Cuando no convenía trabajar demasiado, sino cuidar del propio rosal imaginario… A mí me parece una imagen muy hermosa. Mi abuela nació en 1879. El mismo año en que se publicó La habitación roja, de Strindberg. Qué idea más curiosa para una mujer como ella. Lo único que hizo en toda su vida, aparte de traer niños al mundo, fue zurcir calcetines.

– Bien, seguiré su consejo -aseguró Birgitta-. Me iré a casa a cuidar mi rosal.

Al día siguiente, Birgitta envió a Hudiksvall los diarios y sus comentarios al respecto. Cuando dejó el paquete en correos y se vio con el justificante en la mano, sintió que cerraba el capítulo de los sucesos de Hesjövallen. En un rincón de aquel tremendo y trágico suceso estuvieron presentes su madre y los padres adoptivos de ésta. Aquello había terminado y, claramente aliviada, se dedicó de lleno a los preparativos de la fiesta de cumpleaños de Staffan.

Y llegó el día en que casi toda la familia y algunos amigos aguardaban a que Staffan Roslin cruzara la puerta, después de dejar el tren de la tarde de Alvesta a Malmö y de volver a casa sin servicio en Helsingborg. Se quedó mudo y atónito en el umbral, enfundado en su uniforme y con el ajado gorro de piel, mientras lo felicitaban cantándole el Cumpleaños feliz. Para Birgitta fue muy agradable ver a su familia y a los amigos sentados en torno a la mesa. Lo sucedido en Hälsingland, así como su presión sanguínea, se le antojaron menos importantes al sentir la calma que sólo su familia podía infundirle. Claro que le habría gustado que Anna hubiese podido acudir desde Asia, donde se encontraba, pero cuando por fin consiguieron establecer una deficiente conexión por móvil con Tailandia, la joven dijo que le resultaba imposible. Acabaron bien entrada la noche, y al final, después de que se marchasen los otros invitados, sólo quedó la familia. Sus hijos eran jóvenes charlatanes que disfrutaban con ese tipo de encuentros. Ella y su marido escuchaban divertidos la conversación sentados en el sofá. De vez en cuando, Birgitta se levantaba para llenar las copas. Las gemelas Siv y Louise se quedarían a dormir, en tanto que David había reservado una habitación de hotel, pese a las protestas de Birgitta. Estuvieron charlando hasta las cuatro de la madrugada. Al final sólo quedaron ella y su marido. Retiraron la mesa y colocaron la vajilla en el lavaplatos y llevaron las botellas vacías al garaje.

– Menuda sorpresa -dijo Staffan cuando terminaron y se sentaron a la mesa de la cocina-. Jamás olvidaré este cumpleaños. Lo inesperado puede ser doloroso, pero hoy ha sido un regalo. Precisamente hoy, además, me dije que ya estaba un tanto harto de ir de acá para allá entre vagones de tren. Siempre estoy viajando, pero no llego a ninguna parte. Es la maldición del revisor y del conductor de tren. Un constante viajar en nuestra burbuja de cristal.

– Yo creo que deberíamos hacer esto más a menudo. Después de todo, en momentos así, la vida adquiere otras dimensiones, no sólo cumplir con el deber y ser de utilidad.

– ¿Y ahora?

– ¿A qué te refieres?

– Tienes otras dos semanas de baja. ¿Qué piensas hacer?

– Mi jefe, Hans Mattsson, me habló con pasión de su deseo de no madrugar. Tal vez pueda dedicarme a eso estos días.

– Vete de viaje a un lugar más cálido. Con alguna amiga.

Birgitta movió la cabeza, como pensándoselo.

– Puede, pero ¿con quién?

– ¿Con Karin Wiman?

– Se va a China en viaje de trabajo.

– ¿No tienes otra amiga a la que proponérselo? O quizá podrías irte con una de las gemelas.

La idea le resultó muy atractiva.

– Les preguntaré. Aunque antes voy a ver si en realidad me apetece emprender un viaje. No olvides que debo ir al especialista.

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