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Staffan le puso una mano en el hombro.

– Me has dicho la verdad, ¿no? ¿Es cierto que no tengo por qué preocuparme?

– Sí. A menos que mi médico me haya mentido, pero no lo creo.

Permanecieron despiertos un rato más antes de irse a la cama. Cuando se despertó al día siguiente, Staffan y las gemelas ya se habían marchado. Había estado durmiendo hasta las doce. «Lo que tanto añora Hans Mattsson», se dijo. «Lo que él quiere son mañanas así.»

Habló por teléfono con Siv y Louise, pero ninguna de las dos disponía de tiempo para irse de viaje, aunque a ambas les apetecía mucho. A media mañana la llamaron para decirle que habían anulado una cita con el especialista, de modo que podía ir a dejar sus muestras para los análisis al día siguiente.

Hacia las cuatro de la tarde llamaron a la puerta. Se preguntó si sería otra entrega gratuita de comida china cuando, al abrir la puerta, se encontró con el comisario de la Policía Judicial Hugo Malmberg. Llevaba el pelo cubierto de nieve y un par de anticuadas botas de goma.

– Me encontré a Hans Mattsson por casualidad y me dijo que estabas enferma. Me lo dijo en confianza, puesto que sabe que nos conocemos bien.

Birgitta lo invitó a entrar. Pese a lo corpulento que era, se agachó y se quitó las botas sin problema.

Se tomaron un café en la cocina mientras ella le hablaba de su presión sanguínea y le decía que, a su edad, no era nada extraño.

– Yo tengo la tensión muy alta; es como si llevase dentro una bomba -le confesó Hugo Malmberg apesadumbrado-. Sigo un tratamiento y mi médico dice que los valores sanguíneos están bien, pero a mí me preocupa. En mi familia, nadie ha muerto de cáncer. Todos, hombres y mujeres, han caído víctimas de ataques de apoplejía o de infarto. Mantengo una lucha diaria para no dejarme vencer por el miedo.

– Estuve en Hudiksvall -le contó Birgitta cambiando de tema-. Tú me proporcionaste el nombre de Vivi Sundberg, ¿te acuerdas? Pero no creo que supieras que al final fui allí.

– No, menuda sorpresa, la verdad.

– ¿Recuerdas por qué te pregunté? Te comenté que soy pariente de una de las familias asesinadas en Hesjövallen, ¿no? Pues luego se supo que todas las víctimas eran parientes entre sí. ¿Tienes prisa?

– He dejado un mensaje en el contestador: estoy fuera, de servicio, el resto del día. Al no tener guardia, puedo quedarme aquí hasta mañana.

– ¿Cómo se dice…? Hasta que se encierre a las vacas, ¿no?

– O hasta que pasen los cuatro jinetes del Apocalipsis y nos destruyan a todos, así que ya puedes empezar a entretenerme con todos los horrores que yo no tengo que investigar.

– ¿Estás siendo cínico?

Hugo Malmberg frunció el ceño.

– ¿Tan poco me conoces? Después de tantos años… Me duele que hables así.

– Perdona, no era mi intención herirte.

– Bueno, pues ya puedes empezar, te escucho.

Birgitta Roslin le contó lo sucedido, pues el interés que mostraba Hugo parecía auténtico. El comisario la escuchó atento, haciendo alguna que otra pregunta de vez en cuando, aunque parecía convencido de que Birgitta no pasaba por alto ningún detalle. Cuando hubo concluido, Hugo Malmberg guardó silencio durante un rato, mientras se observaba las manos. Birgitta sabía que todos lo consideraban muy competente en su trabajo, un profesional que combinaba paciencia y rapidez, método e intuición. Había oído que era uno de los profesores más solicitados por las academias de policía del país. Pese a estar destinado en Helsingborg, a menudo participaba en la Comisión Nacional de Homicidios, cuando se enfrentaban a investigaciones muy complejas en otras regiones del país.

De repente, a Birgitta se le antojó muy extraño que no lo hubiesen requerido para la investigación de los asesinatos de Hesjövallen.

Le preguntó por qué. Hugo Malmberg sonrió.

– La verdad es que me llamaron, pero nadie me comentó que tú anduviste por allí ni que hubieses descubierto cosas extrañas.

– Creo que no les gusté.

– Los policías suelen vigilar celosamente el plato del que comen. Querían que acudiese a colaborar con ellos, pero, cuando detuvieron a Valfridsson, perdieron todo interés.

– Pues ahora está muerto.

– La investigación prosigue.

– Y ahora sabes que no fue él.

– ¿Tú crees que lo sé?

– Ya has oído lo que te he contado.

– Sí, unos sucesos extraños y unos hechos muy sugerentes. Todo lo cual debe investigarse a conciencia, claro está. Sin embargo, la pista principal, Valfridsson, no pierde interés sólo porque al individuo se le haya ocurrido quitarse la vida.

– Él no lo hizo. Lo que sucedió la noche del doce al trece de enero es de mayores dimensiones que lo que puede hacer alguien que ha sido condenado por malos tratos y un homicidio en su juventud.

– Puede que tengas razón. Y puede que no. Una y otra vez vemos cómo los peces más grandes suelen nadar en las aguas más tranquilas. El ladrón de bicicletas termina robando bancos, el camorrista se convierte en un asesino profesional que le quita la vida a cualquiera por una cantidad de dinero. Y alguna vez tenía que pasar también en Suecia, que alguien que comete un homicidio bajo los efectos del alcohol termina de estropearse y lleva a cabo una acción tan horrenda como lo de Hesjövallen.

– Pero ¿cuál es el móvil?

– El fiscal habló de venganza.

– ¿Por qué? ¿Vengarse de un pueblo entero? No es lógico.

– Si el crimen en sí no lo es, tampoco tiene por qué serlo el móvil.

– Pues, a pesar de todo, yo creo que Valfridsson era una pista falsa.

– Sin embargo, aún es una pista falsa. ¿Qué acabo de decirte? La investigación continúa, aunque él esté muerto. A ver, dime, ¿acaso es tu historia sobre el chino mucho más verosímil? ¿Cómo relacionas un pequeño pueblo de Norrland con un móvil chino?

– No lo sé.

– Bueno, ya veremos. Lo que tienes que hacer es recuperar la salud.

Cuando Malmberg se disponía a marcharse, la nieve caía con más fuerza.

– ¿Por qué no te vas de viaje a algún lugar más cálido?

– Sí, eso me dice todo el mundo.

Lo vio alejarse en medio de la nevada. La conmovió que hubiese dedicado su tiempo a hacerle una visita.

Al día siguiente cesó de nevar. Fue a la consulta del especialista, dejó las muestras para el análisis y le dijeron que tardarían más de una semana en tener los resultados.

– ¿Algún tipo de recomendación? -le preguntó al nuevo facultativo.

– Evita los esfuerzos innecesarios.

– ¿Puedo viajar?

– Sí, no hay problema.

– Otra pregunta, ¿tengo motivo para estar asustada?

– No, puesto que no presentas otros síntomas, no hay razón para preocuparse.

– O sea, que no voy a morirme.

– Por supuesto que vas a morirte. Cuando llegue el momento. Igual que yo. Pero no por ahora, si conseguimos bajar tu presión sanguínea a un nivel aceptable.

Ya en la calle, tomó conciencia de lo preocupada que había estado. Ahora se sentía más aliviada. Decidió dar un largo paseo, pero, después de recorrer tan sólo unos metros, se paró en seco.

La idea se le ocurrió sin más. O tal vez ya lo hubiese decidido de forma inconsciente. Entró en una cafetería y llamó a Karin Wiman. Comunicaba. Aguardó impaciente, pidió un café, hojeó un periódico. Volvió a intentarlo, pero seguía comunicando. Al quinto intento lo consiguió.

– Oye, me voy contigo a China.

Karin Wiman tardó unos segundos en reaccionar.

– ¿Qué ha pasado?

– Sigo de baja, pero el médico dice que puedo viajar.

– ¿Seguro?

– Sí, y todos me animan a que me vaya de viaje. Mi marido, mis hijos, mi jefe, todos. Así que he decidido que eso es lo que voy a hacer. Si aún estás dispuesta a compartir habitación conmigo.

– Salgo dentro de tres días, así que hay que darse prisa para conseguirte el visado.

– ¡Ah! Cabe la posibilidad de que no funcione con tan poco margen.

– En condiciones normales lleva bastante tiempo, pero puedo tirar de algunos hilos… El billete te lo buscas tú.

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