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Le llevó cuarenta y cinco minutos llegar a su destino. Y eso que se equivocó de camino una vez al desviarse por una carretera que discurría hacia el sur, en dirección a Näcksjö.

Hesjövallen se extendía por una pequeña cuenca paralela a un lago cuyo nombre no recordaba. ¿Hesjön, quizá? Los espesos bosques se extendían hasta el pueblo, que surgía a lo largo de la pendiente que desembocaba en el lago, a ambos lados de la estrecha carretera de ascenso hasta Härjedalen.

Karsten se detuvo a la entrada del pueblo y salió del coche. La capa de nubes había empezado a abrirse, puede que entonces la luz le resultara más molesta y tal vez fuera menos expresiva. Miró a su alrededor. Se veían casas aquí y allá, todo estaba en calma. Oyó en la distancia el sonido de los coches que transitaban por la carretera principal.

Una incierta sensación de inquietud lo invadió de pronto. Contuvo la respiración, como solía hacer cuando no comprendía lo que tenía ante sí.

Después cayó en la cuenta. Eran las chimeneas. Estaban frías. No veía el humo que se convertiría en ese detalle espectacular de las fotografías que esperaba poder hacer. Muy despacio, paseó la mirada por las casas. Alguien había estado retirando la nieve fuera, se dijo. Sin embargo, nadie se ha levantado aún para encender los fogones y las chimeneas. Recordó la carta que le había escrito el hombre por el que supo de aquel pueblo. Él le había hablado de las chimeneas; de que las casas, como niños, parecían enviarse señales de humo.

Lanzó un suspiro. Recibes una carta, se dijo. La gente no te escribe la verdad, sino lo que creen que quieres leer. Y ahora tendré que fotografiar esas chimeneas frías. O tal vez renunciar a ello. Nadie lo obligaba a sacar fotos de Hesjövallen y sus habitantes. Ya tenía suficientes instantáneas de la Suecia que se desvanecía, de las granjas desiertas, de los pueblos aislados y, en ocasiones, salvados por los alemanes y los daneses, que convertían las viviendas en casas de veraneo; o de los que simplemente se derrumbaban hasta volver a la tierra de la que venían. Decidió marcharse de allí y se sentó de nuevo al volante; pero se quedó con la mano en la llave. Ya que había recorrido tantos kilómetros, bien podía intentar sacar algunos retratos de las personas que vivían en el pueblo. Después de todo, lo que él buscaba eran rostros. A lo largo de todos los años que llevaba ejerciendo como fotógrafo, Karsten Höglin había ido sucumbiendo a los rostros de las personas mayores. Una misión secreta que se había encomendado a sí mismo, antes de dejar la cámara para siempre, era la de reunir un libro de retratos de mujeres. Sus instantáneas hablarían de la belleza que sólo podía encontrarse en los rostros de las mujeres verdaderamente ancianas, cuyas vidas y esfuerzos quedaban tallados en la piel, como los sedimentos de una pared rocosa.

Karsten Höglin siempre iba en busca de rostros, en especial de gente mayor.

Volvió a salir del coche, se encajó bien el gorro de piel, sacó su Leica M6, que desde hacía diez años llevaba siempre consigo, y empezó a caminar hacia la casa más próxima. Había diez casas en total, la mayoría de color rojo, alguna con un porche añadido. Tan sólo una casa de reciente construcción, por llamarlo de alguna manera, pues se trataba de una propiedad de los años cincuenta. Cuando llegó a la verja, se detuvo y sacó la cámara. Un cartel anunciaba que allí vivía la familia Andrén. Sacó algunas fotos, cambió el diafragma y el tiempo de exposición, buscó distintos ángulos. El cielo aún está demasiado gris, se dijo. Sólo saldrá una imagen borrosa, pero nunca se sabe. Ser fotógrafo supone descubrir, en ocasiones, secretos inesperados.

Karsten Höglin trabajaba a menudo por pura intuición. No porque renunciase a medir y controlar la luz cuando era necesario. Pero a veces había alcanzado resultados sorprendentes precisamente por no calcular demasiado los tiempos de exposición. La improvisación formaba parte del trabajo. En cierta ocasión, en Oskarshamn, vio un barco de vela varado en el fondeadero con las velas desplegadas. Era un día claro y de sol radiante. En el momento en que iba a tomar la fotografía tuvo la idea de empañar el objetivo. Cuando la reveló, vio que representaba un buque fantasma que hendía la bruma al navegar. Por aquella foto ganó un buen premio.

Jamás olvidaba la bruma.

La puerta de la verja se resistía y tuvo que empujar con fuerza para abrirla. En la nieve recién caída no había huellas de pisadas. Seguía sin oírse nada, ni siquiera un perro, pensó. Es como si todos se hubiesen marchado de repente. Esto no es un pueblo, es un holandés errante.

Subió la escalinata y llamó a la puerta, esperó y volvió a llamar. Ni perro, ni los maullidos de un gato, nada. Empezó a dudar. Allí pasaba algo raro, no cabía duda. Volvió a llamar, con más fuerza y más veces, antes de tantear la manija. Estaba cerrada con llave. La gente mayor es asustadiza, constató. Echan la llave, temen que lo que leen en los periódicos les suceda a ellos.

Aporreó la puerta, pero nadie contestó. Entonces concluyó que la casa debía de estar vacía.

Volvió a salir por la puerta de la verja y continuó hasta la casa vecina. Había empezado a clarear. Era una casa amarilla. La masilla de las ventanas estaba en mal estado y en su interior debía de colarse la corriente. Antes de llamar comprobó la manija, también en este caso estaba la casa cerrada. Golpeó la puerta con fuerza y empezó a aporrearla antes de esperar siquiera una respuesta. Sin embargo, tampoco allí parecía haber nadie.

Una vez más, decidió que lo mejor sería dejarlo. Si emprendía el regreso ahora, estaría en Piteå, donde vivía, a primera hora de la tarde. Magda, su mujer, se alegraría. Ella lo consideraba demasiado mayor para tanto viaje, pese a que aún no había cumplido los sesenta y tres. Sin embargo, había manifestado vagos indicios de una angina de pecho. El médico le había recomendado que cuidara lo que comía y que intentase moverse lo más posible.

Pese a ello, no volvió a Piteå, sino que se encaminó a la parte posterior de la casa y tanteó una puerta que parecía conducir al lavadero situado a espaldas de la cocina. También estaba cerrado con llave. Se acercó a la ventana más próxima, se puso de puntillas y miró adentro. A través de una abertura de las cortinas vio el interior de una habitación donde había un televisor. Siguió hasta la ventana contigua, que pertenecía a la misma habitación y seguía viendo el televisor. Jesús es tu mejor amigo, se leía en un tapiz que adornaba la pared, y ya estaba a punto de continuar hasta la siguiente ventana, cuando algo captó su atención. Había un objeto en el suelo. En un primer momento creyó que se trataba de un ovillo de lana, pero después se dio cuenta de que era un calcetín, que estaba puesto en un pie. Se apartó de la ventana con el corazón acelerado. ¿Habría visto bien? ¿Sería aquello de verdad un pie? Volvió a la primera ventana, pero desde allí no podía ver esa parte de la habitación. Así que regresó a la otra ventana. Estaba seguro. Aquello era un pie. Un pie inmóvil. Ignoraba si pertenecía a un hombre o a una mujer. Podría ser que el dueño del pie estuviese sentado en una silla, pero también que estuviese tumbado.

Golpeó con tanta fuerza como pudo el cristal de la ventana. Ninguna reacción. Sacó el móvil y empezó a marcar el número de emergencias. Había tan poca cobertura que no pudo comunicarse con ellos. Corrió hacia la tercera casa y golpeó la puerta, pero tampoco allí le abrió nadie. Empezaba a preguntarse si aquel paraje no estaría transformándose en una pesadilla. Junto a la puerta había un limpiabarros. Lo introdujo entre la cerradura y la puerta y forzó la puerta hasta abrirla. Su única idea era encontrar un teléfono. Entró precipitadamente cuando, de pronto, cayó en la cuenta de que también allí hallaría el mismo espectáculo: una persona, una anciana, yacía muerta en el suelo de la cocina. Tenía la cabeza casi desprendida del cuerpo y, a su lado, se veía el cadáver de un perro partido en dos.

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