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Entraron en el bullicio urbano, que, en efecto, los recibió con su desagradable pestilencia. A San lo asustó la idea de perder a sus hermanos entre todos aquellos extraños que abarrotaban las calles, de modo que se ató una larga correa a la cintura y luego anudó con ella a sus hermanos. Ahora ya no podían extraviarse, a menos que se rompiese la correa. Muy despacio, fueron abriéndose paso a través del gentío, asombrados ante los grandes edificios, los templos, las mercancías que había a la venta.

De repente, la correa se estiró. Wu se había parado y señalaba algo con la mano. San vio de qué se trataba.

Un hombre sentado en un palanquín. Las cortinas que, en condiciones normales, ocultaban al pasajero, estaban descorridas. No cabía duda de que aquel hombre estaba moribundo. Era un hombre blanco, se diría que le hubiesen empolvado las mejillas. O tal vez fuese una mala persona. El diablo solía enviar a la tierra demonios de color blanco. Además, no llevaba coleta y tenía un rostro alargado y feo con una gran nariz aguileña en el centro.

Wu y Guo Si se acercaron a San para preguntarle si se trataba de un ser humano o de un demonio, pero San no lo sabía. Jamás había visto nada semejante, ni siquiera en sus peores pesadillas.

De repente, echaron las cortinas y el palanquín empezó a moverse. El hombre que había al lado de San escupió a su paso.

– «¡Quién era? -preguntó San.

El hombre lo miró con desprecio y le pidió que repitiese la pregunta. San se dio cuenta de que hablaban dialectos muy distintos.

– El hombre del palanquín, ¿quién es?

– Un blanco, propietario de muchas de las embarcaciones que arriban a nuestro puerto.

– ¿Está enfermo?

El hombre se echó a reír.

– No, son así. Pálidos como cadáveres que deberían haber sido incinerados hace mucho.

Los hermanos continuaron su deambular a través de la polvorienta y maloliente ciudad. San observaba a la gente. Muchas personas iban bien vestidas y no llevaban andrajos como él, y cuanto más veía, más se inclinaba a pensar que el mundo no era exactamente como él se lo había imaginado.

Tras vagar muchas horas por el centro, vislumbraron por fin el agua entre los callejones. Wu se liberó de la correa y echó a correr hasta el agua, se zambulló y se puso a beber, pero paró y empezó a escupir en cuanto notó que estaba salada. El cadáver hinchado de un gato se deslizó flotando a su lado. San vio la suciedad que había, no sólo el cadáver, sino también excrementos de personas y de animales. Sintió náuseas. En el pueblo usaban los excrementos para abonar las pequeñas huertas donde cultivaban sus verduras. Aquí, en cambio, la gente descargaba su basura en el agua, sin abonar nada.

Miró la masa de agua, pero no pudo ver la otra orilla. «Lo que la gente llama el mar debe de ser un río muy ancho», se dijo.

Se sentaron en un muelle de madera que se balanceaba al ritmo del agua y que estaba rodeado de barcos tan apiñados que resultaba imposible contarlos. Desde todas partes se oía a gente gritando y chillando. Otra diferencia entre la vida de la ciudad y la del campo. Aquí todos gritaban sin parar, parecía que siempre tenían algo que decir o de lo que quejarse. San no encontraba el silencio al que tan acostumbrado estaba.

Comieron el último arroz que les quedaba y compartieron el agua del cántaro. Wu y Guo Si observaban a su hermano temerosos. Ya era hora de que les mostrase que merecía su confianza. Sin embargo, ¿cómo encontrar trabajo para ellos en aquel caos de gente vociferante? ¿De dónde sacarían comida? ¿Dónde dormirían? Observó al perro, tumbado con una pata sobre el hocico. «¿Qué hago ahora?», se preguntó San.

Sintió que necesitaba estar solo para poder valorar bien su situación. Se levantó y les pidió a sus hermanos que aguardasen allí con el perro. Con el fin de apaciguar su temor de que los abandonase, de que desapareciese entre la masa de gente para no regresar nunca más, les dijo:

– Imaginad que estamos unidos por una correa invisible. No tardaré en volver. Si alguien se dirige a vosotros, responded educadamente, pero no os mováis de aquí. Si lo hacéis, nunca os encontraré.

Se adentró en los callejones, pero mirando hacia atrás constantemente, para recordar el camino. De repente, una de las estrechas callejas se abrió a una plaza donde se alzaba un gran templo. La gente rezaba arrodillada o se inclinaba una y otra vez ante el altar lleno de ofrendas entre el humeante incienso.

«Mi madre habría acudido corriendo a rezar», se dijo. «Mi padre también, aunque con paso más vacilante. No recuerdo que diese un paso en su vida sin dudar.»

Ahora, en cambio, era él quien no sabía qué hacer.

En el suelo había unas piedras caídas del muro del templo. Se sentó, pues el calor, la multitud y el hambre, a la que se esforzaba por ignorar al máximo, lo mareaban.

Después de descansar unos minutos regresó al río Perla y paseó por los muelles que se alineaban a lo largo de la orilla. Gentes vencidas bajo sus bultos iban y venían por las inestables pasarelas. Más arriba se veían grandes buques con los mástiles abatidos, que navegaban por el río bajo los puentes.

Se detuvo y observó largo rato a todos los porteadores que soportaban cargas a cual mayor. Junto a las pasarelas también había gente que llevaba la cuenta de lo que entraba o salía de los cargueros. Antes de que los porteadores se perdieran en alguno de los callejones, les daban unas monedas.

De repente lo vio clarísimo. Para sobrevivir tenían que hacerse porteadores. «Eso sabemos hacerlo», se dijo. «Mis hermanos y yo sabemos llevar una carga, somos fuertes.»

Regresó a donde estaban Wu y Guo Si, que seguían sentados en el muelle. Se quedó un rato mirando cómo se acuclillaban el uno junto al otro.

«Somos como perros», sentenció para sí. «Como perros a los que todos dan patadas y que viven de lo que otros desdeñan.»

El perro lo vio y echó a correr hacia él.

Pero San no le dio una patada.

11

Pasaron la noche en el muelle, porque a San no se le ocurrió ningún lugar mejor donde dormir. El perro vigilaba el lugar, gruñía cuando unos pies sigilosos se acercaban demasiado. Pese a todo, cuando despertaron por la mañana comprobaron que alguien se las había ingeniado para robarles el cántaro. San miró enfurecido a su alrededor. «El pobre le roba al pobre», concluyó. «Incluso un viejo cántaro vacío puede resultarle atractivo a quien nada posee.»

– El perro es bueno, pero no como vigilante -les dijo a sus hermanos.

– ¿Qué hacemos ahora? -quiso saber Wu.

– Intentaremos encontrar trabajo -declaró San.

– Tengo hambre -terció Guo Si.

San meneó la cabeza. Guo Si sabía tan bien como él que no tenían nada que comer.

– No podemos robar -observó San-. Si lo hacemos, nos irá como a aquellos cuyas cabezas vimos empaladas en la encrucijada. Tenemos que trabajar y, después, buscaremos algo que comer.

Se llevó a sus hermanos al lugar donde los hombres corrían de un lado a otro con sus cargas. El perro los seguía. San se quedó un buen rato observando a los que daban órdenes junto a las pasarelas de los cargueros. Finalmente decidió acercarse a un hombre grueso y de baja estatura que no azotaba a los porteadores aunque se moviesen despacio.

– Somos tres hermanos -le dijo San-. Podemos ser porteadores.

El hombre le lanzó una mirada iracunda al tiempo que siguió controlando a los trabajadores que salían de la bodega del barco con nuevos bultos sobre los hombros.

– ¿Qué hace tanto campesino aquí en Cantón? -preguntó a gritos-. ¿Qué os trae aquí? Hay miles de mendigos campesinos que quieren trabajar y ya tengo más que suficientes. Ya podéis iros. No me molestéis.

Siguieron deambulando entre los muelles de carga, pero siempre obtenían la misma respuesta. Nadie quería saber nada de ellos. En Cantón no valían nada.

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