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Jamás había estado allí. Ahora que el continente negro iba a convertirse en fundamental para el desarrollo de China, tal vez incluso, a la larga, en un satélite chino, su presencia en las negociaciones iniciales resultaba crucial.

Serían semanas agotadoras, de muchos viajes y reuniones; pero antes de que el avión despegase para regresar a Pekín, él tenía planeado dejar la delegación unos días para adentrarse en la sabana y cumplir su deseo de ver un leopardo.

La ciudad se extendía bajo sus pies. Sabía que los leopardos solían buscar las alturas para abarcar con su vista el territorio que los rodeaba.

«Ésta es mi colina», se dijo. «Mi fortaleza. Desde aquí, nada escapa a mis sentidos.»

29

La mañana del 7 de marzo de 2006, la Corte Suprema del Pueblo de Pekín le leyó su sentencia de muerte al empresario Shen Wixan. Ya el año anterior le habían impuesto la pena de muerte condicional, en función de su buena conducta. Pese a que, desde entonces, se había conducido de un modo que evidenciaba su profundo arrepentimiento por haber aceptado millones de yuanes en sobornos, el tribunal no pudo modificar su sentencia y conmutarle la pena capital por la de cadena perpetua. La opinión popular sobre los empresarios corruptos con contactos en el Partido Comunista había cobrado una fuerza considerable. El Partido comprendía que era de capital importancia infundir temor en quienes amasaban fortunas increíbles dejándose sobornar.

Shen Wixan tenía cincuenta y nueve años cuando se decidió su ejecución. Había ido ascendiendo hasta convertirse en jefe de un gran consorcio de mataderos que se había especializado en la carne y derivados del cerdo. A fin de conseguir diversas ventajas, los criadores empezaron a ofrecerle dinero y él no tardó en empezar a aceptarlo. En un primer momento, a principios de la década de 1990, fue prudente, sólo aceptaba cantidades pequeñas y evitaba llevar una vida de llamativa ostentación. Hacia finales de los noventa, cuando casi todos sus colegas aceptaban sobornos, fue relajándose y empezó a exigir cantidades cada vez mayores, al tiempo que se complacía en demostrar los lujos que podía permitirse.

Por supuesto, jamás imaginó que él sería el elegido para hacer de cabeza de turco y de advertencia para los demás. Hasta el instante en que entró en la sala de vistas estuvo completamente seguro de que le conmutarían la pena de muerte por otra de prisión que reducirían con el tiempo. Cuando, con su voz quebrada y chillona, el juez pronunció la sentencia definitiva, que implicaba su ejecución en un plazo de cuarenta y ocho horas, Shen Wixan no alcanzaba a comprender. Ninguno de los presentes en la sala se atrevía a mirarlo a los ojos. Cuando los policías se lo llevaron, empezó a protestar, pero para entonces ya era demasiado tarde. Nadie lo escuchó. Lo trasladaron de inmediato a una de las celdas en que custodiaban a los condenados a muerte antes de ser conducidos al lugar donde, solos o junto con otros reos, se los ejecutaba, de rodillas y con las manos atadas a la espalda, de un tiro en la nuca.

En condiciones normales, cuando se trataba de delincuentes condenados a muerte por asesinato, violación o delitos similares, los llevaban directamente después del juicio al lugar de ejecución. Hasta mediados de 1990, la sociedad china había puesto de manifiesto que aceptaba la pena de muerte, pues los condenados eran trasladados en la plataforma descubierta de un camión, a la vista de todos. Las ejecuciones se efectuaban ante un público masivo, que además podía decidir si el reo había de morir o si, por el contrario, la justicia debía mostrar clemencia. Sin embargo, quienes se congregaban ante el cadalso en esas ocasiones no mostraban misericordia alguna. Los hombres y las mujeres que se presentaban ante ellos con los ojos clavados en el suelo y los hombros vencidos debían ser castigados con la muerte. En los últimos años, las ejecuciones empezaron a ponerse en práctica con creciente discreción. No se permitía la presencia de cámaras ni de fotógrafos que documentasen la ejecución, a menos que fuesen controlados por el Estado. Sólo después publicaban los diarios que se había ejecutado la sentencia y que los criminales habían cumplido su pena. Con objeto de no provocar la ira extranjera sin necesidad, no se hacía pública la noticia de la ejecución de delincuentes comunes. Nadie, salvo las autoridades chinas, conocía con exactitud el número de ejecuciones realizadas. Tan sólo se permitía la presencia de público cuando se trataba de casos como el Shen Wixan, que servían para enviar señales de advertencia a otros altos funcionarios y empresarios, al tiempo que atenuaba la animadversión popular hacia una sociedad que posibilitaba ese tipo de corrupción.

Los rumores sobre la ratificación de la pena de muerte de Shen Wixan se difundieron con rapidez en los círculos políticos de Pekín. Una de las personas a cuyos oídos llegó la noticia fue Hong Qui, que oyó la decisión del tribunal tan sólo unas horas antes de que se ejecutase. Había salido de una reunión celebrada con un grupo de mujeres camaradas del Partido cuando sonó el móvil, entonces le pidió al chófer que se detuviese junto a la acera para reflexionar sobre la noticia. Hong no conocía a Shen Wixan, sólo lo había visto hacía unos años en una recepción en la embajada francesa. Shen Wixan no le gustó, intuyó que era un hombre avaricioso y corrupto. Sin embargo, cuando se detuvo el coche, pensó en el hecho de que Shen Wixan era buen amigo de su hermano Ya Ru. Claro que Ya Ru se distanciaría ahora de él y negaría que hubiesen sido más que meros conocidos, pero ella sabía que la realidad era otra.

Tomó la decisión en unos segundos y le pidió al chófer que la llevase hasta la prisión donde Shen había de pasar las últimas horas de su vida. Hong conocía al director de la prisión. Si tenía órdenes de no dejar pasar a nadie a la celda del reo, tampoco a ella le permitirían verlo. Sin embargo, existía la posibilidad de que a ella se lo concediese.

«¿En qué pensará un condenado a muerte?», se preguntó mientras el coche se abría paso por el caótico mar de vehículos. Hong no dudaba de que Shen se encontraría en un estado de conmoción. Decían que era un hombre frío y despiadado, pero, al mismo tiempo, muy cauto. En este caso, no obstante, parecía haber calculado mal las consecuencias de sus actos.

Hong había visto morir a muchas personas. Había asistido a decapitaciones, ahorcamientos, fusilamientos. La ejecución por haber engañado al Estado se le antojaba la muerte más despreciable de cuantas podía imaginar. ¿Quién querría ser enviado al basurero de la historia con un tiro en la nuca? La sola idea la hizo estremecer. Al mismo tiempo, ella no se contaba entre las personas que condenaban la pena de muerte. La consideraba una herramienta necesaria para la protección del Estado y pensaba que era justo que los delincuentes peligrosos se viesen privados del derecho a la vida en una sociedad a la que maltrataban con sus crímenes. Los hombres que violaban o asesinaban para robar no le inspiraban la menor compasión. Aunque fuesen pobres, aunque sus abogados fuesen capaces de enumerar largas listas de circunstancias atenuantes, la vida no consistía, en definitiva, sino en asumir la responsabilidad personal. Quien así no lo hiciera, debía estar dispuesto a enfrentarse a las consecuencias que, en última instancia, suponían la muerte.

El coche se detuvo ante el portón de la cárcel. Antes de que Hong abriese la puerta del coche, escrutó la acera por la ventanilla de cristales ahumados. Vio a varias personas que, supuso, serían periodistas o fotógrafos. Después salió del coche y se apresuró en dirección a la entrada que había en el muro, cerca del gran portón. Un vigilante de la prisión le abrió y le dio paso.

Hubo de aguardar cerca de treinta minutos hasta que, conducida por otro vigilante a través de los laberínticos pasillos del edificio, llegó al despacho del director Ha Nin, que se encontraba en el último piso. Llevaban muchos años sin verse y Hong se sorprendió al comprobar lo mucho que había envejecido.

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