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Permitidme que recurra a un símil para explicar cuáles eran las circunstancias en esos países hace cincuenta años. Entonces África se componía casi exclusivamente de colonias que sufrían la opresión del imperialismo occidental. Nosotros nos solidarizamos con esas gentes, apoyamos sus movimientos de liberación, con consejos y con armas. No en vano, Mao y su generación fueron ejemplos de cómo una guerrilla bien organizada era capaz de vencer a un enemigo superior, cómo mil hormigas empleadas en morder el pie de un elefante podían hacerlo caer. Nuestro apoyo contribuyó a la liberación de un país tras otro. Vimos cómo el imperialismo iba perdiendo fuerza. Cuando nuestro camarada Nelson Mandela salió de la prisión que sufría en la isla en la que durante tantos años estuvo recluido, el imperialismo occidental bajo el disfraz del colonialismo sufrió su derrota definitiva. La liberación de África orientó el eje terrestre hacia la dirección en la que nosotros creemos que vencerán por fin la libertad y la justicia. Ahora vemos grandes regiones de algunos países africanos, por lo general muy fértiles, totalmente despobladas. A diferencia de nuestro país, el continente africano está poco poblado. Y hemos comprendido que, dándose esa circunstancia, podemos hallar al menos parte de la solución a los problemas que amenazan nuestra estabilidad.

Yan Ba bebió agua del vaso que tenía junto al micrófono, antes de proseguir. Se acercaba al punto en el que sabía que se suscitaría una dura discusión no sólo entre sus oyentes de aquella mañana, sino también en el seno del Partido Comunista y en el Politburó.

«Hemos de saber lo que hacemos», declaró Yan Ba, «pero también lo que no hacemos. Lo que ahora proponemos, tanto a vosotros como a los africanos, no es una segunda oleada de colonizaciones. No llegaremos como conquistadores, sino como los amigos que somos. No es nuestra intención repetir las humillaciones del colonialismo. Sabemos lo que significa la opresión, puesto que muchos de nuestros antepasados vivieron en circunstancias próximas a la esclavitud en Estados Unidos durante el siglo xix. Nosotros también sufrimos la barbarie del colonialismo occidental. El hecho de que existan similitudes aparentes no significa que vayamos a exponer al pueblo africano a una segunda invasión colonialista. Lo único que perseguimos es resolver un problema al tiempo que prestamos nuestro apoyo a esas gentes. En las desiertas llanuras, en los fértiles valles que rodean los grandes ríos africanos, trabajaremos la tierra trasladando allí a millones de nuestros campesinos pobres que, sin dudarlo, empezarán a cultivar la tierra que está en barbecho. Con ello no arrojamos de aquí a nadie, tan sólo llenamos un vacío y todos se beneficiarán de ello. Hay países en África, sobre todo en el sur y en el sudeste, que podrían repoblarse con los pobres de nuestro país. De este modo cultivaríamos la tierra africana al tiempo que eliminaríamos la amenaza que se cierne sobre nosotros. Sabemos que habremos de enfrentarnos a la oposición, y no sólo del resto del mundo, que creerá que China ha pasado de apoyar la lucha contra el colonialismo a convertirse en país colonizador. Además hallaremos resistencia en el seno del Partido Comunista. El objetivo de mi discurso es esclarecer en qué consistirá esa resistencia. Serán muchas las voluntades que habrá que quebrantar en las esferas de poder de nuestro país. Los que hoy estáis aquí poseéis la sensatez y la perspicacia suficientes para comprender que gran parte de la amenaza contra nuestra estabilidad puede eliminarse como acabo de explicar. Las nuevas ideas siempre encuentran detractores. Mao y Deng lo supieron mejor que nadie. En ese sentido, ambos eran iguales, jamás tuvieron miedo de lo nuevo, siempre buscaron salidas que, en nombre de la solidaridad, ofreciesen a los pobres de la tierra una vida mejor.»

Yan Ba prosiguió una hora y cuarenta y cinco minutos más explicando en qué consistiría la política china en un futuro próximo. Cuando terminó, estaba tan cansado que le temblaban las piernas, pero recibió un aplauso atronador. Una vez que el silencio volvió a reinar en la sala, y cuando las luces ya estaban encendidas, miró de nuevo el reloj. La ovación duró diecinueve minutos. Había cumplido su misión.

Dejó el podio por la misma vía por la que había accedido a él y se apresuró a subir al coche que lo aguardaba junto a una de las puertas de salida. Durante el trayecto de vuelta a la universidad intentó imaginarse la discusión que habrían desencadenado sus palabras. ¿O tal vez se marcharían ahora los asistentes, cada uno por su lado, sin comentar nada? ¿Volverían quizás a sus asuntos para reflexionar sobre los grandes acontecimientos que marcarían la política china el año venidero?

Yan Ba lo ignoraba y sintió cierta nostalgia del escenario que ahora abandonaba. Ya había terminado su tarea. Nadie, en el futuro, mencionaría su nombre cuando los historiadores estudiasen los decisivos sucesos que se producirían en China en el año 2006. La leyenda hablaría quizá de una reunión celebrada en el Emperador Amarillo, pero nadie sabría con exactitud qué pasó. Los participantes de dicha reunión tenían órdenes estrictas de no anotar una sola palabra.

Cuando Yan Ba llegó a su despacho, cerró la puerta e introdujo el discurso en la destructora de papel que le habían instalado cuando le encomendaron aquella misión secreta. Una vez destruidos los folios, recogió las tiras y las llevó a la sala de calderas del sótano de la universidad. Un conserje le abrió uno de los hornos. Arrojó los restos del discurso y se quedó a ver cómo se reducían a cenizas.

Eso era todo. El resto del día lo dedicó a trabajar en un artículo sobre lo que supondrían para el futuro las investigaciones sobre el ADN. Salió del despacho poco después de las seis y se marchó a casa. Se estremeció al acercarse a su nuevo coche japonés, que era parte del pago por el discurso pronunciado.

Aún quedaba mucho invierno. Añoraba la llegada de la primavera.

Aquella misma noche, Ya Ru miraba por los ventanales de su enorme despacho situado en la última planta del edificio del que era propietario. Meditaba en el discurso que aquella mañana había escuchado sobre el futuro de China. Sin embargo, no pensaba en su contenido. De hecho, él sabía desde hacía tiempo cuáles eran las estrategias que en el seno del Partido cobraban forma como respuesta a los grandes retos por venir. En cambio, sí lo sorprendió el hecho de que su hermana Hong hubiese sido invitada a escuchar dicho discurso. Por más que ocupase un alto cargo como consejera de quienes formaban el núcleo del Partido Comunista, no esperaba encontrarla allí.

No le gustó. Estaba convencido de que Hong pertenecía a los viejos comunistas, los que protestarían ante lo que, sin duda, verían como una vergonzosa nueva colonización de África. Puesto que él era uno de los más ardientes defensores de la política que estaba fraguándose, no quería verse enfrentado a su hermana sin necesidad. Aquello generaría nerviosismo y le afectaría en la posición de poder que él ocupaba. Si algo desagradaba a la dirección del Partido y a quienes gobernaban el país era precisamente que se suscitasen conflictos entre altos cargos en puestos de influencia que, además, estuviesen emparentados. Nadie había olvidado la gran oposición que reinó entre Mao y su esposa Jiang Qing.

Tenía abierto sobre la mesa el libro de San. Aún no había llenado las últimas páginas en blanco. Pero sabía que Liu Xin había regresado y que no tardaría en presentarse ante él para darle cuentas de su misión.

El termómetro de la pared le indicaba que la temperatura estaba bajando.

Ya Ru sonrió, dejó a un lado todas las ideas sobre su hermana y el frío y pasó en cambio a pensar que, muy pronto, dejaría aquel frío como miembro de una delegación de políticos y hombres de negocios que iban a visitar cuatro países del sur y el este de África.

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