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Había un pequeño reloj colocado discretamente junto a la lámpara de la tribuna. Yan Ba inició la segunda hora de su discurso describiendo la situación actual del país y los cambios que se presentaban como necesarios. Describió el creciente abismo que se abría entre las gentes del país, un abismo que amenazaba el desarrollo. Tras la muerte de Mao, Deng hizo una valoración adecuada al considerar que sólo existía un camino, salir del aislamiento, abrir las puertas al mundo. Citó el célebre discurso de Deng acerca de «nuestras puertas, que ahora se abren, no deben volver a cerrarse nunca». El futuro de China sólo podía conformarse en colaboración con el entorno. Los conocimientos de Deng sobre la inteligente colaboración del capitalismo y las fuerzas del mercado lo habían llevado al convencimiento de que China se encontraba próxima al momento idóneo, podían recoger la manzana y el país volvería a recuperar su papel como el Reino del Centro, un gran poder en ciernes; dentro de otros treinta o cuarenta años, volvería a ser la nación líder del mundo, tanto en lo político como en lo económico. Durante los últimos veinte años, China había experimentado un desarrollo económico sin parangón. En alguna ocasión, Deng había declarado que el salto de la situación en que todos tienen un par de pantalones hasta la situación en que todos pueden elegir si quieren tener otro par es un salto mucho mayor que el primero. Aquellos que comprendieron la forma de expresarse de Deng sabían que lo que quería decir era muy sencillo; todos no podían adquirir el segundo par de pantalones al mismo tiempo. Tampoco en tiempos de Mao, claro; aquellos que habitaban las regiones más remotas y los campesinos más pobres que habitaban pueblos miserables fueron los últimos, cuando la gente de las ciudades ya había arrojado para siempre sus viejas vestiduras. Deng sabía que el desarrollo no podía alcanzar todos los rincones al mismo tiempo. Era algo que contravenía todas las leyes económicas; unos se harían ricos, o como mínimo menos pobres, antes que otros. El desarrollo haría equilibrios sobre una cuerda y se trataba de que ni la riqueza ni la pobreza creciesen demasiado, con el fin de que el Partido Comunista y su cúpula, que eran quienes dirigían aquel equilibrio, no sucumbiesen precipitados en el abismo. Ahora Deng no estaba; pero había llegado el momento que él temía, el peligro del que nos advirtió, el instante en que estaríamos a punto de perder el equilibrio.

Yan Ba había llegado al punto en que dos palabras dominarían su discurso: «amenaza» y «necesidad». Empezó a hablar de las distintas amenazas existentes. Una procedía del abismo que separaba a las gentes del país. En tanto que los que vivían en las ciudades de la costa veían crecer su bienestar, los pobres campesinos apenas notaban mejoras en sus vidas. Peor aún, ni siquiera eran capaces de ganarse el sustento cultivando sus tierras. Lo único que les quedaba era emigrar a las ciudades con la esperanza de encontrar allí un trabajo. De momento, este desplazamiento de las zonas rurales a las urbanas y sus industrias, sobre todo a las que fabricaban productos destinados al mercado occidental, ya fuesen juguetes o ropa, era un fenómeno promovido por las autoridades. Mas ¿qué ocurriría cuando esas ciudades industriales o el hervidero de la construcción no pudiesen acoger a todos aquellos que ya no eran necesarios en el trabajo del campo? Lo que hasta el momento había sido una posibilidad se convertiría en una amenaza. Detrás de aquellos que buscaban la solución en las ciudades había muchos más, cientos de millones que sólo esperaban poder ocupar su lugar en la cola y emprender un viaje sin retorno a la ciudad. ¿Qué fuerzas podrían retenerlos cuando las opciones eran la pobreza y una vida lejos de esa abundancia de la que oían hablar y de la que reclamaban su parte? ¿Cómo impedir que se rebelasen cientos de millones de personas que no tenían otra cosa que perder que su pobreza? Mao decía que rebelarse siempre era correcto. ¿Por qué no había de serlo ahora, si eran tan pobres como cuando elevaron sus protestas hacía veinte años?

Yan Ba sabía que muchos de los que lo escuchaban ahora llevaban años preocupados por ese problema, la amenaza de una situación que, en un breve espacio de tiempo, podría devolver a China al estado en que se encontraba antes. Sabía además de la existencia de un plan, del que sólo había unas cuantas copias escritas, con la solución extrema. Nadie hablaba de ello, pero todos aquellos que estaban más o menos al corriente del modo de pensar del Partido Comunista Chino sabían lo que implicaba dicha solución. Los sucesos acontecidos en Tiananmen en 1989 demostraban, a modo de prólogo breve pero fácil de interpretar, la existencia de dicho plan. El Partido Comunista jamás permitiría que estallase el caos. En el peor de los casos, si no hallaban otra solución, el ejército recibiría órdenes de atacar a los que estuviesen dispuestos a rebelarse. Diez millones de personas o cincuenta, tanto daba, les ordenarían que abriesen fuego contra ellas. Ningún precio era demasiado alto con tal de que el Partido conservase su poder sobre los ciudadanos y sobre el futuro del país.

La cuestión era, en fin, muy sencilla, aseguró Yan Ba. ¿Hay otra solución? Él mismo respondió a la pregunta. La había, aunque exigiría de quienes conformaban la política china una nueva manera de pensar en muchos aspectos. Esa solución exigiría, para poder hacerse realidad, un despliegue de pensamiento estratégico sin igual. Pero, honorable auditorio, prosiguió Yan Ba, estos preparativos ya se han puesto en marcha, aunque en todo momento parezca que lo que se está haciendo es otra cosa…

Hasta aquí sólo había hablado de China, de la historia y del presente. Ahora que estaba a punto de entrar en la tercera hora de su discurso dejó su país para trasladarse muy lejos de las fronteras de China. Ahora hablaría del futuro.

Dejémonos llevar a un continente totalmente distinto, propuso Yan Ba: a África. En la lucha por cubrir nuestras necesidades de materias primas y, desde luego, también de petróleo, llevamos varios años estableciendo relaciones cada vez más fuertes y profundas con muchos estados africanos. Hemos sido generosos concediendo créditos y donaciones, sin inmiscuirnos en los sistemas políticos de dichos países. Somos neutrales, hacemos negocios con todos. De ahí que, para nosotros, no tenga la menor importancia que el país con el que comerciemos sea Zimbabue o Malaui, Sudán o Angola. Para nosotros, que rechazamos cualquier injerencia extranjera en nuestra política interior y nuestro sistema judicial, esos países son soberanos y no podemos exigirles que construyan su sistema social de un modo determinado. Ni que decir tiene que se nos critica por ello, pero no nos importa, puesto que sabemos que esas críticas ocultan la envidia y el miedo a que China no sea el coloso de barro que Estados Unidos y Rusia llevan tanto tiempo suponiendo. El mundo occidental se resiste a comprender por qué los pueblos africanos prefieren colaborar con nosotros. China jamás los ha oprimido ni ha convertido nunca sus países en colonias. Al contrario, los apoyamos cuando empezaron a liberarse en la década de 1950. De ahí que nuestros éxitos en África generen vana envidia en los países occidentales. Nuestros amigos de los países africanos acuden a nosotros cuando el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial rechazan sus solicitudes de crédito. Nosotros, en cambio, no dudamos en ayudarles. Y lo hacemos con la conciencia tranquila, puesto que también somos un país pobre. Aún formamos parte del llamado Tercer Mundo. A lo largo de nuestro trabajo, cada vez más enriquecedor, con estos países hemos llegado a comprender que con el tiempo quizás hallemos ahí parte de la solución a las amenazas que he mencionado antes. Puede que para muchos de vosotros, y quizás incluso para mí, mi razonamiento resulte paradójico.

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