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Hong se enteró de que también ella haría ese viaje a principios de diciembre. Su misión consistía en mantener conversaciones sobre una colaboración más profunda entre los servicios secretos chinos y los del país africano. Una colaboración que, en esencia, se basaría en que los chinos transmitirían conocimientos y tecnología a sus colegas africanos. Hong se alegró al recibir la noticia, pues nunca había visitado el continente africano.

Se contaba entre los pasajeros más insignes, de modo que tenía reservado un asiento en la sección anterior del avión, que eran más amplios y cómodos. Cuando el avión despegó, les sirvieron el almuerzo, y después de comer y con las luces apagadas, Hong se durmió.

La despertó alguien que fue a ocupar el asiento vacío que había a su lado. Cuando abrió los ojos, se encontró con el rostro sonriente de Ya Ru.

– ¿Sorprendida, querida hermana? Claro que no viste mi nombre en la lista de delegados que te remitieron, por la sencilla razón de que no figuran en ella todos los nombres. Aunque yo sí sabía que te encontraría aquí.

– Debería haber adivinado que no dejarías que esta oportunidad se te escapase de las manos.

– África es una parte del mundo. Ahora que los poderes occidentales están abandonando el continente, es normal que aparezca China de entre bastidores. Auguro grandes éxitos para nuestra patria.

– Y yo veo que China se aparta cada vez más de sus ideales.

Ya Ru alzó las manos en señal de protesta.

– Por favor, ahora no, a medianoche… El mundo duerme a muchos metros bajo nuestros pies. Quizás en estos momentos estemos volando sobre Vietnam, o quién sabe si no habremos llegado ya más lejos. No discutamos. Es mejor que nos durmamos. Las preguntas que quieras plantearme pueden esperar. ¿O tal vez no son preguntas, sino acusaciones?

Ya Ru se levantó y se marchó por el pasillo hasta la escalerilla que conducía al piso superior, justo detrás del morro del avión.

«No sólo viajamos en la misma nave», observó Hong para sí. «Además, llevamos con nosotros nuestro propio campo de batalla, en el que la contienda está lejos de darse por resuelta.»

Volvió a cerrar los ojos. Pensó que sería imposible evitarlo. «Se acerca el momento en que la enorme grieta abierta entre nosotros ni puede ni debe ocultarse por más tiempo. Como tampoco la enorme grieta que ha resquebrajado el Partido Comunista. La gran contienda coincide con esta otra batalla menor.»

Logró conciliar el sueño poco a poco. No estaría en condiciones de medir sus fuerzas con las de su hermano sin antes haber descansado bien.

En la parte superior del avión, Ya Ru volaba despierto, con una copa en la mano. Finalmente había admitido para sí que odiaba a su hermana Hong. Debía hacerla desaparecer. Había dejado de pertenecer a la familia que él adoraba. Se inmiscuía demasiado a menudo en asuntos que no le incumbían. La víspera del viaje, Ya Ru supo por uno de sus contactos que Hong había ido a visitar a uno de los fiscales que dirigía la investigación del caso de soborno. Y estaba convencido de que su hermana había hablado de él.

Además, su amigo, el alto cargo policial Chan Bing, le reveló que Hong se había interesado por una jueza sueca que había estado de visita en Pekín. Ya Ru decidió que volvería a hablar con Chan Bing a su regreso de África.

Hong le había declarado la guerra. Pensó que su hermana la perdería antes de que hubiese empezado siquiera.

Ya Ru no vacilaba lo más mínimo, y eso lo sorprendió. Ya nada podía interponerse en su camino. Ni siquiera su querida hermana, que volaba en el piso de abajo, en el mismo avión que él.

Se acomodó en el asiento, que se convertía en cama, y no tardó en dormirse.

A sus pies se extendía el océano Índico y, más allá, la costa africana, aún envuelta en las tinieblas.

30

Hong estaba sentada en el porche del bungalow en el que se alojaría durante su visita a Zimbabue. El frío invierno de Pekín se le antojaba remoto, reemplazado por la calidez de la noche africana. Prestó atención a los sonidos que surgían de la oscuridad, sobre todo el intenso canto de la cigarra. Pese al calor, llevaba una blusa de manga larga, pues la habían advertido de que había gran cantidad de mosquitos de la malaria. Ella habría preferido desnudarse y sacar la cama al porche para dormir al abrigo del firmamento. Jamás había experimentado un calor como el que la sorprendió al alba, cuando salió del avión. Fue una liberación. «El frío nos tiene castigados, como maniatados», se dijo. «El calor es la llave que nos libera.»

Su bungalow estaba arropado por árboles y arbustos en un poblado artificial para los huéspedes ilustres del Estado de Zimbabue. Se construyó durante el mandato del Ian Smith, cuando la minoría blanca del país proclamó unilateralmente su independencia de Gran Bretaña para garantizar un gobierno blanco racista en la antigua colonia. Entonces sólo existía una gran casa de huéspedes con restaurante y piscina. Ian Smith solía retirarse allí algunos fines de semana con sus ministros, para discutir los grandes problemas que debía afrontar su gobierno, sometido a un aislamiento creciente. A partir de 1980, cuando cayó el régimen blanco, el país quedó liberado y Robert Mugabe accedió al poder, la zona se amplió con una serie de bungalows, paseos y una gran balconada panorámica junto al río Logo, adonde las manadas de elefantes acudían a beber a la caída de la tarde.

Entrevió la figura de un guardia por el sendero que serpenteaba entre los árboles. Hong pensó que jamás había visto una oscuridad tan compacta como la africana. Cualquiera podía confundirse y ocultarse en ella, cualquier fiera, de cuatro o de dos patas…

Súbitamente, se sobresaltó ante la idea de que su hermano pudiese andar por allí. Observándola, esperando. En aquel momento, sentada en la negra noche, sintió por primera vez terror al pensar en él.

Era como si, por primera vez, comprendiese que era capaz de hacer cualquier cosa por saciar sus ansias de poder, de más riquezas, de venganza.

La sola idea le produjo escalofríos. Un insecto se estrelló contra su mejilla y Hong reaccionó dando un respingo. El vaso que había sobre la mesa de bambú cayó y se quebró contra el suelo de piedra. Las cigarras callaron un segundo antes de reanudar su canto.

Hong movió la silla para no pisar las esquirlas. Sobre la mesa tenía el programa de los días que iba a estar en Zimbabue. Aquel día, el primero, lo habían pasado admirando la marcha y la música militar de un interminable desfile de soldados. Después la nutrida delegación fue conducida en una larga caravana de coches flanqueados por motoristas de la policía a un almuerzo donde los ministros pronunciaron largos discursos que cerraban proponiendo los correspondientes brindis. Según el programa, el presidente Mugabe debería haberlos acompañado durante el almuerzo, pero no llegó a presentarse. Una vez terminado el prolongado festín, los llevaron a tomar posesión de sus respectivos bungalows, que se hallaban a varias decenas de kilómetros de Harare, hacia el sudoeste. Hong iba contemplando por la ventanilla el árido paisaje y los tristes poblados mientras pensaba que la pobreza siempre tiene el mismo aspecto, dondequiera que impere. Los ricos pueden expresar su bienestar introduciendo variaciones en sus vidas, cambiando de casa, de ropa, de coche. O de ideas, de sueños. Para el pobre, en cambio, no existe más que el gris imperativo, la única expresión de la pobreza.

Ya bien entrada la tarde, se celebró una reunión destinada a preparar el trabajo de los próximos días. Sin embargo, Hong prefirió revisar el material a solas en su habitación. Después dio un largo paseo hasta el río, contemplando a hurtadillas por entre los arbustos los despaciosos movimientos de los elefantes y las cabezas de los hipopótamos sobre la superficie del agua. Estaba prácticamente sola junto al río, con la única compañía de un químico de la Universidad de Pekín y de uno de los economistas de mercado radicales que se había formado bajo el mandato de Deng. Hong sabía que el economista, cuyo nombre había olvidado, tenía una estrecha relación con Ya Ru. Por un instante, se preguntó si no lo habría enviado su hermano, a fin de tenerla vigilada y saber qué hacía en cada momento; pero desechó la idea pensando que eran figuraciones suyas. Su hermano era mucho más astuto.

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