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– Disfrutar del silencio africano después de una larga jornada de trabajo.

– ¿Es aquí donde tendré ocasión de ver el leopardo?

– No. Aquí lo que abundan son las serpientes y los lagartos. Y las famosas hormigas cazadoras que tanto temen todos, pero nada de leopardos.

– ¿Qué hacemos ahora?

– Nada. Ya hemos terminado por hoy. Descubrirás que no todo es tan primitivo como crees. En tu tienda hay incluso una ducha. La cama es cómoda. Luego, llegada la noche, cenaremos juntos. Quien quiera quedarse junto al fuego, podrá hacerlo; quien no, será libre de irse a dormir.

– Tú y yo hemos de hablar -señaló Hong-. Es necesario.

Ya Ru sonrió.

– Después de la cena. Podemos sentarnos a la puerta de mi tienda.

No tuvo que indicarle cuál era. Hong ya se había dado cuenta de que se hallaba junto a la suya.

Sentada ante la tienda, contempló el breve ocaso que se cernía sobre la sabana. Una hoguera ardía ya en la explanada que formaban las tiendas. Y vio a Ya Ru. Llevaba un esmoquin blanco. Le recordó una imagen que había visto hacía mucho tiempo, en un diario chino que dedicaba un gran reportaje a describir la historia colonial de África y de Asia. Dos hombres blancos vestidos de etiqueta degustaban una cena sentados a una mesa con un mantel blanco, lujosas piezas de porcelana y vino frío, en medio de la selva africana. Los camareros, también africanos, aguardaban tras sus sillas a recibir órdenes.

«Me pregunto quién será mi hermano», se dijo Hong. «Hubo un tiempo en que creí que formábamos un equipo, no sólo como familia, sino también en las aspiraciones para nuestro país. Ahora, en cambio, no estoy tan segura.»

Hong fue la última en sentarse a la mesa preparada junto al fuego.

Pensaba en la carta que había escrito la noche anterior. Y en Ma Li, en quien, de improviso, dudaba si podría seguir confiando.

«Ya no puedo dar nada por seguro», sentenció para sí. «Nada.»

32

Concluida la cena, que degustaron entre las sombras de la noche, disfrutaron de la actuación de un grupo de danza. Hong, que ni siquiera probó el vino pues quería mantener la mente despejada, observó a los bailarines con admiración y con los vestigios de un sentimiento de antiguas añoranzas. Hubo un tiempo, cuando era muy joven, en que soñó con convertirse en artista de algún circo chino o en la clásica ópera de Pekín. Era un sueño dividido. Cuando se veía en la carpa del circo, era la más importante de las equilibristas, capaz de mantener en movimiento un número infinito de platos de porcelana sobre cañas de bambú. Iba paseando despacio entre los platos que giraban a su alrededor antes de, en el último minuto, poner a danzar un plato vacilante con un rápido movimiento de la mano. En la ópera de Pekín, en cambio, era la grave heroína que luchaba contra un enemigo mil veces superior, ambos provistos de bastones con los que, a modo de espadas, se batían en una lucha acrobática. Después, cuando se hizo mayor, comprendió que lo que en realidad deseaba era tener un control absoluto sobre todos los sucesos que la rodeaban. Ahora, al ver a los bailarines, que parecían fundirse en un único cuerpo de múltiples brazos, evocó nuevamente aquella sensación de su niñez. En la noche africana con su impenetrable oscuridad, su calor húmedo y el perfume del mar, tan cercano que cuando todo quedó en calma se oía el vago murmullo de las olas, su infancia vino a visitarla.

Vio a Ya Ru sentado ante su tienda jugueteando con una copa de vino sobre la rodilla y con los ojos semicerrados, y pensó que sabía muy poco sobre sus sueños infantiles. Su hermano se hallaba siempre en un mundo interior propio. Hong pudo tener con él una relación íntima, pero nunca tanto como para que hablasen de sus sueños.

Una intérprete china iba presentando las danzas. «No habría sido necesario», pensó Hong. Era evidente que se trataba de bailes populares cuyas raíces se hallaban en la vida cotidiana o en encuentros simbólicos con demonios y malos o buenos espíritus. Los ritos humanos procedían todos de las mismas fuentes, con independencia del color de la piel o del país de origen, El clima quizá sí ejerciese alguna influencia, pues quienes habitaban un lugar frío bailaban vestidos, pero en el trance y la búsqueda de la unión con los mundos superior e inferior, así como con lo que había sido y lo que quedaba, el chino y el africano se comportaban de un modo similar.

Hong continuó estudiando lo que tenía a su alrededor. El presidente Gebuza y su séquito habían desaparecido. En el campamento donde iban a pasar la noche no se encontraban más que la delegación china, los sirvientes, los cocineros y un nutrido grupo de vigilantes de seguridad convenientemente ocultos entre las sombras. Muchos de ellos, que ahora admiraban las danzas, parecían absortos en sus asuntos. «Algo grande se está cociendo en la noche africana», resolvió Hong. «Y me niego a creer que sea éste el camino que debamos emprender. No existe la menor posibilidad de que suceda, que cuatro millones de nuestros ciudadanos más pobres, quizá más, se trasladen a la selva africana sin que le exijamos una contraprestación considerable al país de acogida.»

De improviso, una mujer empezó a cantar. La intérprete china explicó que se trataba de una canción de cuna. Hong escuchó con atención y constató que su melodía habría podido adormecer igualmente a un niño chino. Recordó una historia que oyó contar en una ocasión acerca de una cuna. En los países pobres, las mujeres se ataban a sus hijos a la espalda, pues debían tener libres las manos para trabajar, sobre todo en el campo, en África con azadas, en China con el agua hasta las rodillas para plantar arroz. Alguien había comparado las cunas habituales en otros países e incluso en ciertas regiones de China y había llegado a la conclusión de que el ritmo al que el pie de la madre mecía la cuna era el mismo que el de las caderas de la mujer al caminar con el niño a la espalda. Los niños se dormían con él.

Cerró los ojos para concentrarse en la nana. La mujer terminó con un tono prolongado que acabó con la misma ligereza que una pluma al caer al suelo. El espectáculo llegó a su fin entre los aplausos del público. Algunos acercaron sus sillas para entablar una discreta conversación, en tanto que otros se levantaban y se dirigían a sus tiendas o se quedaban cerca del fuego, como si aguardasen algo más.

En ese momento apareció Ya Ru, que fue a sentarse a su lado en un asiento que acababa de quedar vacío.

– Una noche extraña -opinó su hermano-. De libertad y calma absolutas. No creo haberme hallado jamás tan lejos del ambiente de la gran ciudad.

– En tu despacho -observó Hong-. Allá arriba, tan alto, muy por encima de las personas normales, de los coches y del ruido.

– Bueno, no puede compararse. Allí es como si me encontrase en un avión. A veces pienso que mi casa está suelta en el aire. Aquí, en cambio, tengo los pies en el suelo. La tierra me retiene. Me gustaría poseer una casa en este país, un bungalow junto a una playa para poder darme un baño nocturno e irme directamente a la cama.

– Sólo necesitas pedirlo, ¿no? Un terreno, una valla y alguien que te construya la casa tal como tú la quieras.

– Puede ser. Pero ahora no es el momento.

Hong se percató de que se habían quedado solos. Las sillas a su alrededor estaban vacías. Se preguntó si Ya Ru habría indicado que deseaba hablar con su hermana a solas…

– ¿Te has fijado en la mujer que representaba con su danza a una bruja desbocada?

Hong se quedó pensando un instante. Sí, la mujer bailaba con energía y, al mismo tiempo, con movimientos muy rítmicos.

– Bailaba con una energía casi violenta.

– Pues alguien me ha contado que está muy enferma y que morirá pronto.

– ¿De qué?

– De una enfermedad de la sangre. No es sida, tal vez cáncer, dijeron. También me dijeron que baila para armarse del valor necesario para resistir. La danza es su lucha por la vida. Así entretiene a la muerte.

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