Литмир - Электронная Библиотека

Se dio la vuelta y observó la entrada de la tienda, que se movía despacio al ritmo de la brisa. Allá fuera entrevió a Shu Fu y a varios soldados, pero ni rastro de Ya Ru.

El presidente fue breve en su intervención. Le dio la bienvenida a la delegación china y no dijo más que unas palabras introductorias. Hong escuchaba con suma atención para comprender lo que sucedía.

De repente, alguien posó la mano sobre su hombro, y Hong dio un respingo. Allí estaba Ya Ru, que había entrado en la tienda sin que nadie se percatase, acuclillado a su espalda. Le quitó uno de los auriculares y le susurró al oído:

– Escucha bien, querida hermana, y comprenderás parte de los grandes acontecimientos que cambiarán nuestro país y nuestro mundo. Así será el futuro.

– ¿Dónde has estado?

Ruborizada, comprendió enseguida lo necio de su pregunta. Como cuando Ya Ru era niño y llegaba tarde a casa. Ella solía adoptar el papel de madre cuando sus padres estaban fuera, en alguna de sus eternas reuniones políticas.

– Yo sigo mi propio camino; pero, olvídate de eso, quiero que prestes atención y que aprendas, que compruebes cómo los viejos ideales se sustituyen por otros nuevos sin perder su contenido.

Ya Ru volvió a colocarle el auricular en la oreja y salió a buen paso de la tienda. Allá fuera, Hong divisó al guardaespaldas Liu y, una vez más, se preguntó si él sería en verdad el autor del asesinato de todas aquellas personas de las que le habló Birgitta Roslin. Pensó que, en cuanto estuviesen de vuelta en Pekín, le preguntaría a alguno de los amigos que trabajaban en la policía. Liu no daba un paso sin una orden expresa de Ya Ru.

Llegado el momento, se enfrentaría a su hermano, pero antes debía averiguar la verdad.

El presidente cedió la palabra al portavoz del comité mozambiqueño encargado de los preparativos. Se trataba de un hombre sorprendentemente joven, con la cabeza rapada y unas gafas sin montura. Hong creyó oír que se llamaba Mapito, quizá Mapiro. Hablaba muy animado, como si lo que tenía que decir fuese divertido.

Y Hong empezó a comprender. Poco a poco fue viendo claro el contexto, la naturaleza de aquel encuentro, el marco hasta ahora secreto. En lo más profundo de la selva mozambiqueña estaba cobrando forma un proyecto gigantesco que incluía a dos de los países más pobres del mundo; uno era una gran potencia, el otro un pequeño país africano. Hong escuchaba atenta las palabras en portugués, mientras la suave voz china traducía dócilmente; y entendió por qué quería Ya Ru que ella estuviese presente. Hong era una poderosa detractora de todo aquello que pudiese llevar a China a convertirse en un poder imperialista y, por consiguiente, tal y como solía decir Mao, un tigre de papel que una oposición popular unida destruiría tarde o temprano. Tal vez Ya Ru abrigase la débil esperanza de que Hong se dejase convencer y que terminase pensando que aquello proporcionaría ventajas a esos dos países pobres. Lo más importante, sin embargo, era demostrarle que el grupo al que Hong pertenecía no provocaba el menor temor a aquellos que ostentaban el poder. Ni Ke ni Ya Ru temían a Hong, y tampoco sus correligionarios.

Mapito hizo una breve pausa para beber agua mientras Hong pensaba que aquello, precisamente, era lo que más terror le inspiraba, que China hubiese resurgido como una sociedad de clases. Sería mucho peor que todos los temores de Mao. Un país dividido entre las elites que ostentan el poder y una subclase inmovilizada en su pobreza. Un país, además, que se permitiese el lujo de tratar a su entorno como suele hacerlo el imperialismo.

Mapito prosiguió con su discurso.

– Dentro de poco sobrevolaremos en helicóptero el curso del río Zambeze, hasta Bandar, y después bajaremos rumbo a Luabo, donde comienza el gran delta en el que confluyen el río y el mar. Recorreremos tierras muy fértiles escasamente pobladas. Según nuestros cálculos, a lo largo de un periodo de cinco años podremos recibir a cuatro millones de campesinos chinos, que podrán cultivar las áreas despobladas. Nadie se verá obligado a dejar esta tierra, nadie perderá sus beneficios. Antes al contrario, nuestros compatriotas se beneficiarán con este gran cambio. Todos tendrán acceso a carreteras, escuelas, hospitales, corriente eléctrica, todo aquello que hasta el momento sólo ha estado a disposición de pocos campesinos y que ha sido privilegio de los habitantes de las ciudades.

Hong ya había oído rumores de que las autoridades que se encargaban del traslado obligatorio de campesinos a causa de la construcción de las grandes presas prometieron a los afectados que un día vivirían en África como terratenientes. Ya se imaginaba el desplazamiento. Hermosas palabras que evocaban una imagen paradisiaca de cómo los empobrecidos campesinos chinos, analfabetos e ignorantes, serían capaces de echar raíces en un medio desconocido. No surgiría ningún problema gracias a la amistad y a la colaboración, ningún conflicto con las personas que ya habitaban las orillas del río. Sin embargo, nadie lograría convencerla de que aquello que ahora estaba escuchando no era el preludio de la transformación de China en una nación ávida de obtener un botín y que, sin dudarlo, se haría con todo el petróleo y las materias primas que necesitara para continuar con su imparable desarrollo económico. La Unión Soviética le había proporcionado armas durante la larga guerra de liberación que llevó a la expulsión de los colonizadores portugueses en 1974. Se trataba por lo general de armas viejas, desgastadas. A cambio, se arrogaron el derecho de pescar sin licencia en las ricas aguas de Mozambique. ¿Acaso seguiría China los pasos de esa tradición, cuya primera y única divisa era servir siempre los intereses propios?

A fin de no llamar la atención, Hong aplaudió como los demás, una vez finalizado el discurso. El ministro de Comercio Ke subió al podio. No existía el menor peligro, aseguró, todo y todos estaban insobornablemente unidos por los lazos del intercambio mutuo e igualitario.

Ke no se prodigó a la hora de hablar y, cuando terminó, los visitantes fueron conducidos a la otra tienda, donde los aguardaba una mesa con aperitivos. Hong tomó una copa de vino bien fresco. Una vez más, buscó con la mirada a Ya Ru, pero sin éxito.

Una hora más tarde, los helicópteros despegaron y pusieron rumbo noroeste. Hong contempló el extraño río que discurría bajo sus pies. Los pocos lugares habitados y en los que la tierra era roja y aparecía cultivada se presentaban en marcado contraste con las inmensas áreas en apariencia intactas. Hong se preguntó si, pese a todo, no estaría equivocada. ¿Y si China iba a prestar a Mozambique un apoyo del que no esperaba extraer el doble de beneficio?

El ruido de los motores le impedía ordenar sus ideas. Y la cuestión quedó sin respuesta.

Antes de subir al helicóptero, le entregaron un pequeño mapa que le resultó familiar, pues era el mismo que los dos funcionarios del Ministerio de Agricultura habían estado estudiando durante el viaje en coche hasta Beira.

Llegaron al punto más al norte, antes de girar al este. Una vez en Loabo, los helicópteros giraron en dirección al mar y empezaron a descender cerca de un lugar que Hong localizó en el mapa bajo el nombre de Chinde. Junto a la pista de aterrizaje aguardaban otros coches y otras carreteras cubiertas de la misma tierra roja de siempre.

Los vehículos se adentraron en el follaje y empezaron a frenar cerca de un pequeño afluente del Zambeze. Después se detuvieron en un lugar del que habían retirado arbustos y maleza. Junto al río había montadas varias tiendas formando un semicírculo. Cuando Hong bajó del helicóptero, Ya Ru la estaba esperando.

– Bienvenida a Kaya Kwanga. Significa «mi hogar» en alguna de las lenguas locales. Esta noche la pasaremos aquí.

Señaló una de las tiendas más próximas al río. Una joven negra le llevó la maleta.

– ¿Qué hacemos aquí exactamente? -quiso saber Hong.

100
{"b":"108804","o":1}