– No es posible.
– Mi inglés no es muy bueno. Si he de ser sincero, me llevó unos minutos comprender por quién preguntaba. Dijo algo así como «Bilgitta Loslin».
– ¿Qué le dijiste?
– Que vivías en Helsingborg. Pareció sorprendido. Me dio la impresión de que creía que eras de Hudiksvall.
– ¿Qué más le dijiste?
– Le di tu dirección, puesto que me la habías dado cuando me pediste que llamase si pasaba algo. Y ahora puede decirse que ha pasado algo.
«Menudo imbécil», se lamentó Birgitta para sí, presa del pánico.
– Hazme un favor -le dijo-. Llámame cuando salga, aunque lo haga a medianoche, llámame.
– Me figuro que querrás que le diga que he hablado contigo.
– Sería estupendo si te abstuvieras.
– Bien, en ese caso, no lo haré. No le diré nada.
Ahí terminó la conversación. Birgitta Roslin no comprendía lo que estaba sucediendo.
Hong estaba muerta, pero el hombre de la cinta roja había vuelto.
36
Tras una noche de insomnio, Birgitta Roslin llamó al hotel Eden poco antes de las siete de la mañana. Esperó un buen rato, pero nadie respondió.
Había pasado la noche intentando controlar su miedo. Si Ho no hubiese viajado desde Londres para contarle que Hong estaba muerta, no habría reaccionado de aquel modo a la llamada nocturna de Sture Hermansson. El hecho de que el hostelero no hubiese vuelto a ponerse en contacto con ella durante la noche le dio a entender que nada había sucedido.
El chino seguiría durmiendo.
Esperó media hora más. Tenía varios días sin juicios en los que esperaba poder adelantar algo de trabajo administrativo y empezar a valorar la sentencia que finalmente debía imponerles a los cuatro vietnamitas.
Sonó el teléfono, pero era Staffan, desde Funchal.
– Vamos a hacer una excursión -le explicó.
– ¿A la montaña? ¿Al valle? ¿Por los hermosos senderos de flores?
– En barco. Hemos reservado plaza en un gran velero que nos llevará a alta mar. De modo que puede que no tengamos cobertura durante un par de días.
– ¿Adónde vais?
– A ninguna parte. Fue idea de los chicos. Nos hemos apuntado como tripulación no cualificada, junto con el capitán del barco, un cocinero y dos marineros expertos.
– ¿Cuándo zarpáis?
– Ya hemos salido. Hace un tiempo espléndido, pero por desgracia no sopla la menor brisa.
– ¿Hay botes salvavidas? ¿Tenéis chalecos?
– Oye, no nos subestimes. Deséanos una buena travesía. Si quieres, te llevo un frasco de agua salada.
La conexión dejaba mucho que desear y se despidieron a gritos. Birgitta Roslin colgó el auricular y deseó haber ido con ellos, pese a que Hans Mattsson se habría sentido algo decepcionado y sus colegas, un tanto irritados.
Volvió a llamar al hotel Eden, pero en esta ocasión comunicaba. Aguardó, lo intentó cinco minutos más tarde, seguía comunicando. Miró por la ventana y comprobó que continuaba haciendo un magnífico tiempo primaveral. Cayó en la cuenta de que llevaba demasiada ropa y fue a cambiarse. Aún comunicaba. Decidió intentarlo otra vez cuando bajase al despacho. Tras una ojeada al frigorífico, escribió una lista de lo que necesitaba comprar y marcó el número de Hudiksvall.
En esta ocasión, respondió una mujer con acento extranjero.
– Eden.
– Quería hablar con Sture Hermansson.
– Imposible -gritó la mujer.
Después empezó a hablar histérica en una lengua extranjera que Birgitta intuyó que sería ruso.
Sonó como si se le hubiese caído el auricular. Alguien lo recuperó del suelo. Esta vez era un hombre que hablaba el dialecto de Hälsingland.
– ¿Diga?
– Quería hablar con Sture Hermansson.
– ¿Quién pregunta?
– ¿Con quién hablo? ¿Es el hotel Eden?
– Sí, exacto. Pero no puedes hablar con Sture.
– Soy Birgitta Roslin y llamo de Helsingborg. Sture Hermansson me llamó ayer hacia las doce de la noche. Y habíamos quedado en hablar por la mañana.
– Pues está muerto.
Birgitta perdió el resuello. Por un instante, sintió un vértigo terrible, incluso calambres.
– ¿Qué ha pasado?
– No lo sabemos. Parece que se ha cortado con un cuchillo y se ha desangrado.
– ¿Con quién estoy hablando?
– Me llamo Tage Elander. No como el ex primer ministro Erlander, sino sin la erre. Tengo una tapicería en la casa de al lado. La limpiadora, la rusa, vino corriendo hace unos minutos. Y ahora estamos esperando a la ambulancia y a la policía.
– ¿Lo han asesinado?
– ¿A Sture? ¿Por qué, en nombre del Señor, iban a haberlo asesinado? Se cortó con un cuchillo de cocina, por accidente. Como estaba solo, nadie lo oyó pedir ayuda. Es trágico. Un hombre tan amable.
Birgitta no estaba segura de haber comprendido bien lo que le había dicho Elander.
– No podía estar solo en el hotel.
– ¿Por qué no?
– Tenía huéspedes.
– Según la rusa, estaba vacío.
– No, tenía por lo menos un huésped. Me lo contó anoche. Un chino que se alojaba en la número doce.
– Puede que yo no la entendiese. Espera, voy a preguntarle.
Birgitta oyó la conversación de fondo. La voz de la rusa seguía sonando chillona y excitada.
Elander volvió al auricular.
– Insiste en que esta noche no había un solo huésped.
– No hay más que mirar en el registro. Habitación número doce. Un huésped con nombre chino.
Elander volvió a desaparecer. Birgitta oyó que la limpiadora rusa llamada Natascha estaba llorando. Al mismo tiempo, una puerta se abrió y otras voces llenaron la habitación.
Hasta que Elander dejó oír su voz de nuevo al aparato.
– Tengo que colgar. Han llegado la policía y la ambulancia. Pero no hay registro.
– ¿Qué quieres decir?
– Que no está. La limpiadora dice que siempre lo dejaba en el mostrador. Pero no está.
– Estoy segura de que había un huésped en el hotel.
– Pues ahora ya no. ¿Será él quien se llevó el registro?
– Peor aún -respondió Birgitta Roslin-. Puede que fuera él quien usó el cuchillo de cocina para matar a Sture Hermansson.
– No entiendo una palabra de lo que dices. Más valdría que hablaras con alguno de los policías.
– Lo haré, pero no ahora.
Birgitta colgó el auricular. Había mantenido la conversación de pie pero en ese instante tuvo que sentarse. El corazón le martilleaba el pecho.
De repente, lo vio todo claro. El hombre que, según sus sospechas, había matado a los habitantes de Hesjövallen había vuelto para preguntar por ella antes de desaparecer con el registro del hotel y de matar a su dueño, y eso sólo podía significar una cosa. Había vuelto para asesinarla a ella. Cuando le pidió al joven chino que mostrase la fotografía que ella había sacado de la cámara de Sture Hermansson, no sospechó las consecuencias que aquello podría acarrearle. Por razones obvias, el hombre creyó que ella vivía en Hudiksvall. Ahora había corregido el error. Sture Hermansson le había facilitado al chino la dirección correcta.
Por un instante, se sintió inmersa en el caos más absoluto. El asalto callejero y la muerte de Hong, el bolso robado que apareció más tarde, la anónima visita a su habitación del hotel, todo guardaba relación, pero ¿qué sucedería ahora?
En un impulso desesperado, marcó el número de su marido, pero su teléfono estaba fuera de cobertura. Birgitta maldijo para sus adentros aquella aventura marinera. Lo intentó con el número de una de sus hijas, pero con el mismo resultado.
Llamó entonces a Karin Wiman, que tampoco respondió.
El pánico no le daba respiro. No veía otra posibilidad que la de huir. Debía marcharse de allí. Al menos, hasta que comprendiese lo que estaba pasando y en qué estaba metida.
Una vez tomada la decisión, actuó como solía en situaciones extremas, con rapidez y resolución, sin dudar lo más mínimo. Llamó a Hans Mattsson y logró hablar con él, pese a que estaba en una reunión.