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Birgitta Roslin fue bordeando el lago y regresó al hotel sudorosa y acalorada. Después de darse una ducha y de cambiarse de ropa, revisó mentalmente lo sucedido.

Hizo un intento de poner por escrito sus ideas, pero arrugaba las notas una tras otra antes de arrojarlas a la papelera. Ya había visitado la casa en la que había crecido su madre. Había visto su habitación y sabía que las víctimas eran sus padres adoptivos. «Ya es hora de volver a casa», se dijo.

Bajó a recepción y avisó de que se quedaría una noche más. Después, se dirigió a Hudiksvall, buscó una librería y se compró un libro sobre vinos. Dudó unos minutos si comer en el restaurante chino del día anterior, pero finalmente optó por uno italiano. Permaneció allí un buen rato, hojeando unos periódicos, aunque sin fijarse en lo que decían de Hesjövallen.

De pronto sonó su móvil y vio en la pantalla que era el número de Siv, una de las gemelas.

– ¿Dónde estás?

– En Hälsingland, ya te lo dije.

– Pero ¿qué has ido a hacer allí?

– No lo sé, la verdad.

– ¿Estás enferma?

– En cierto modo… Estoy de baja, pero más que enferma estoy cansada.

– Dime, ¿qué haces en Hälsingland?

– Vine por viajar un poco. Por variar. Vuelvo mañana.

Birgitta Roslin oía la respiración de su hija.

– ¿Habéis vuelto a discutir papá y tú?

– ¿Por qué íbamos a haber discutido?

– Cada vez estáis peor. Lo noto cuando voy a veros.

– ¿El qué?

– Que no estáis bien. Además, él me lo ha dicho.

– ¿Quieres decir que papá te ha hablado de nosotros?

– Él tiene una ventaja: si le preguntas, contesta. Tú, en cambio, no lo haces. Creo que deberías reflexionar sobre ello cuando vuelvas. Ahora tengo que dejarte, se me acaba el saldo de la tarjeta.

Se oyó un clic. La conversación había terminado. Se quedó pensando en lo que le había dicho su hija. Le dolía, pero al mismo tiempo hubo de admitir que era cierto. Ella acusaba a Staffan de escabullirse con ella, pero ella hacía lo mismo con sus hijos.

Regresó al hotel, leyó un poco del libro que acababa de comprar, tomó una cena ligera y se fue a dormir muy temprano.

El teléfono la despertó en la oscuridad de la noche. Cuando descolgó, no había nadie. La pantalla no mostraba ningún número.

De repente, sintió cierto malestar, ¿quién habría llamado?

Antes de volver a conciliar el sueño fue a comprobar que la puerta estaba cerrada con llave. Después miró por la ventana. El camino hasta el hotel estaba desierto. Se acostó una vez más y pensó que, por la mañana, haría lo único sensato que podía hacer.

Volvería a casa.

9

A las siete de la mañana ya estaba desayunando en el comedor. A través de las ventanas que daban al lago vio que empezaba a soplar el viento. Un hombre se acercaba tirando de un trineo en el que llevaba a dos niños bien abrigados. Recordó sus penurias cuando tenía que tirar de trineos cargados de niños. Había sido una de las experiencias más curiosas de su vida, verse jugando con sus hijos en la nieve al mismo tiempo que cavilaba sobre cómo debería pronunciarse en el juicio de algún caso complicado. Los gritos y las risas de los niños suponían un fuerte contraste frente a los aterradores entresijos de los crímenes cometidos.

En una ocasión se puso a calcular y llegó a la conclusión de que, durante los años que llevaba ejerciendo de jueza, había mandado a la cárcel a tres asesinos y a siete homicidas. A ello había que añadir una serie de violadores y de hombres acusados de agresiones graves que no terminaron en homicidio por casualidad.

La idea la llenaba de inquietud, eso de medir su vida y sus penalidades por la cantidad de asesinos que había enviado a la cárcel. «¡Era ésa, en verdad, la suma de todos sus esfuerzos?

Llegó a recibir amenazas en dos ocasiones. En una de ellas, la policía de Helsingborg consideró justificado ponerle vigilancia. Se trataba de un narcotraficante vinculado a una panda de moteros. Los niños eran entonces muy pequeños y fue una época muy desagradable que destrozó su vida con Staffan, uno de esos periodos en que se gritaban prácticamente a diario.

Mientras comía, evitó los periódicos que abundaban sobre los sucesos de Hesjövallen. En cambio, tomó un diario de economía y hojeó distraída las páginas con los índices bursátiles y los artículos sobre la representación femenina en los consejos de administración de las compañías suecas. Había pocos comensales en el restaurante. Fue a buscar otro café y empezó a pensar si debía elegir otro camino de vuelta. Tal vez algo más al oeste, a través de los bosques de Värmland.

De repente, alguien le dirigió la palabra, un hombre solitario que estaba sentado unas mesas más allá.

– ¿Es a mí?

– Sí, sólo te preguntaba qué quería Vivi Sundberg.

No reconocía a aquel hombre y apenas si entendía lo que le decía. Sin embargo, antes de que ella contestase, él ya se había levantado y se acercó a su mesa, agarró una silla y, sin pedir permiso siquiera, se sentó.

El hombre tenía el rostro rubicundo, unos sesenta años, con algo de sobrepeso y mal aliento.

Birgitta se enfadó y empezó a defender su territorio enseguida.

– Quisiera desayunar en paz.

– Ya has desayunado. Sólo quería hacerte un par de preguntas.

– Ni siquiera sé quién eres.

– Lars Emanuelsson. Reportero. No periodista. Soy mejor que ellos. Yo no me dedico a escribir como esos folicularios. Tengo un estilo elaborado.

– Pues eso no te autoriza a violar mi derecho a desayunar en paz.

Lars Emanuelsson se levantó y fue a sentarse en una silla de la mesa contigua.

– ¿Mejor así?

– Mejor. ¿Para quién escribes?

– Aún no lo he decidido. Primero termino la historia y luego decido a quién se la doy. Yo no me vendo a cualquiera.

Birgitta estaba cada vez más irritada ante la soberbia del periodista. Además, olía fatal, como si llevara mucho tiempo sin ducharse. Parecía la caricatura de un periodista entrometido.

– Te vi ayer hablando con Vivi Sundberg. No fue una conversación demasiado amistosa, dos gallos femeninos midiéndose el uno al otro, ¿me equivoco?

– Te equivocas. No tengo nada que decirte.

– Pero no me negarás que estuviste hablando con ella, ¿verdad?

– Por supuesto que no lo niego.

– Me pregunto qué hace aquí una jueza de Helsingborg. Algo tendrás que ver con esa investigación. Ocurren cosas horribles en un pueblecillo de Norrland y la jueza Birgitta Roslin emprende un viaje desde Helsingborg.

Birgitta estaba cada vez más alerta.

– ¿Qué quieres exactamente? ¿Y cómo sabes quién soy?

– Se trata de métodos. La vida entera es una búsqueda constante del mejor camino para alcanzar un resultado. Supongo que eso también es aplicable a un juez. Dispone de reglas y directrices, leyes y normativas; pero los métodos son propios. Ni sé sobre cuántas investigaciones de asesinato he escrito. Durante todo un año, más exactamente, trescientos sesenta y seis días, seguí la investigación del asesinato de Palme. Comprendí enseguida que jamás atraparían al asesino, puesto que la investigación había fracasado antes de empezar realmente. Era evidente que el magnicida nunca se sometería a la ley, puesto que la policía y los fiscales no buscaban la solución al asesinato, sino el favor de las cámaras de televisión. En opinión de muchos, el asesino debía ser Christer Pettersson. Salvo un grupo de investigadores inteligentes que comprendieron que él era el hombre equivocado; equivocado en todos los sentidos. Sin embargo, nadie quiso escucharlos. En cualquier caso, yo soy de los que se mantienen en la periferia, dando vueltas. Así se ven cosas que los demás pasan por alto, como, por ejemplo, que una jueza reciba la visita de una policía que, seguramente, no tiene tiempo para nada que no sea la investigación en la que ahora trabaja las veinticuatro horas. ¿Qué fue lo que le diste?

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