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– ¿Todos, salvo el niño?

– No, él también, pero sólo estaba de visita.

Birgitta Roslin se marchó de la comisaría cavilando sobre lo que declararían en la conferencia de prensa anunciada para dentro de unas horas.

Un hombre le dio alcance mientras caminaba por la acera aún llena de nieve.

Lars Emanuelsson le sonreía. Birgitta Roslin sintió deseos de golpearlo. Al mismo tiempo, no podía por menos de admirarlo ante tanta perseverancia.

– Vaya, coincidimos una vez más -observó el periodista-. Siempre andas de visita en la comisaría, ¿no? La jueza de Helsingborg se mueve infatigable en las inmediaciones de la investigación… Comprenderás que eso despierte mi curiosidad.

– Pregunta a la policía, no a mí.

Lars Emanuelsson adoptó una expresión grave.

– Puedes estar segura de que ya lo hago. Claro que aún no me han ofrecido respuesta alguna. He llegado a un punto que resulta bastante irritante, pues me veo obligado a especular. ¿Qué hace una jueza de Helsingborg en Hudiksvall? ¿De qué modo está involucrada en la atrocidad acontecida?

– No tengo nada que decir.

– Bueno, explícame al menos por qué eres tan desagradable y reticente conmigo.

– Porque no me dejas en paz.

Lars Emanuelsson hizo un gesto al tiempo que miraba la bolsa de plástico.

– Te he visto entrar con las manos vacías. Y has salido con una bolsa llena. ¿Qué llevas dentro? ¿Documentos, un archivador, otra cosa?

– Eso es algo que no te incumbe.

– Nunca le respondas así a un periodista. A mí me incumbe todo: qué hay en la bolsa, qué no hay, por qué no quieres contestar…

Birgitta Roslin empezó a alejarse de allí, resbaló y cayó boca arriba en la nieve. Uno de los diarios se escurrió fuera de la bolsa. Lars Emanuelsson se acercó raudo, pero ella le apartó la mano y volvió a guardar el diario en la bolsa. Tenía el rostro encendido de ira cuando se marchó.

– Vaya, parecen libros antiguos -gritó Lars Emanuelsson a su espalda-. Tarde o temprano averiguaré qué son.

Ya junto al coche se sacudió la nieve del abrigo, puso el motor en marcha y encendió la calefacción. Cuando salió a la carretera principal, empezó a calmarse. Apartó de su pensamiento a Lars Emanuelsson y a Vivi Sundberg, fue tomando las carreteras del interior, dejó atrás Borlänge, donde se detuvo a comer algo, y, cerca de las dos de la tarde, estacionó en un aparcamiento a las afueras de Ludvika.

La emisión de la noticia por la radio fue bastante breve. La conferencia de prensa acababa de empezar. Según la información de que se disponía, la policía tenía ya un sospechoso responsable de la masacre de Hesjövallen. Prometían ofrecer información más detallada en la próxima emisión radiofónica.

Birgitta Roslin siguió conduciendo y volvió a parar una hora después. Aparcó en un camino del bosque, temiendo que la nieve estuviese apelmazada y se le atascasen las ruedas. Puso la radio. Lo primero que oyó fue la voz del fiscal Robertsson. Tenían un sospechoso, al que habían llevado a interrogatorio. Robertsson contaba con poder detenerlo aquella misma tarde o, como mucho, por la noche. No quiso desvelar ningún otro dato.

Cuando el fiscal guardó silencio, se dejó oír a través de la radio el airado murmullo de los periodistas. No obstante, Robertsson se mantuvo firme y no añadió más información.

Una vez concluida la emisión de las noticias, Birgitta apagó la radio. Unos pesados montones de nieve cayeron del abeto que se alzaba junto al coche. Se quitó el cinturón de seguridad y salió del vehículo. La temperatura había seguido descendiendo y se estremeció de frío. ¿Qué había dicho Robertsson en realidad? Tenían un sospechoso. Aparte de eso, nada. Sin embargo, parecía seguro del éxito, igual que Vivi Sundberg le había dado la impresión de estar bastante convencida de tener una pista fiable.

«No hay ningún chino de por medio», se dijo de pronto. «El que apareció entre las sombras y se llevó una cinta roja no tiene nada que ver con el asunto. Tarde o temprano encontrarán una explicación lógica.»

O quizá no. Sabía que los policías expertos en investigaciones criminales solían hablar de cabos sueltos, de casos complejos para algunos de cuyos aspectos nunca hallaban respuesta. Rara vez daban con una explicación racional para todo.

Decidió olvidar al chino. No era más que una sombra que la había tenido ocupada varios días.

Puso el motor en marcha, prosiguió su camino y olvidó la siguiente emisión radiofónica.

A última hora de la tarde llegó a Örebro, donde pasó la noche. Dejó la bolsa de los diarios en el coche.

Antes de dormirse experimentó, por un instante, una añoranza irrefrenable de sentir a su lado otro cuerpo. El cuerpo de Staffan. Pero Staffan no estaba allí. Apenas si era capaz de evocar el tacto de sus manos.

Al día siguiente, hacia las tres de la tarde, llegó a Helsingborg. Dejó la bolsa con los diarios en su despacho.

Para entonces ya sabía que el fiscal Robertsson había detenido a un hombre de unos cuarenta años, cuyo nombre aún no habían revelado. Las noticias eran, no obstante, mínimas, y los diarios y los medios en general se abalanzaban sobre la escasa información disponible.

Nadie sabía quién era el detenido. Todos esperaban impacientes.

21

Aquella noche, Birgitta Roslin vio las noticias de la televisión en compañía de su marido. El fiscal Robertsson explicaba el avance de la investigación. Al fondo, a su espalda, se atisbaba la figura de Vivi Sundberg. La conferencia de prensa resultó caótica. Tobias Ludwig no logró mantener a raya a los periodistas, que a punto estuvieron de derribar la tarima sobre la que estaba sentado Robertsson. El fiscal fue el único que conservó la calma. Solo frente a la cámara ante la que finalmente concedió una entrevista individual describió lo ocurrido. Un hombre de unos cuarenta y cinco años de edad había sido detenido en su casa, a las afueras de Hudiksvall. Todo sucedió en medio de la mayor normalidad aunque, por razones de seguridad, habían recurrido al apoyo de una unidad de refuerzo. A la luz de indicios evidentes, el sujeto había sido detenido por haber participado en la masacre de Hesjövallen. Robertsson no quería revelar la identidad del sospechoso a causa de la investigación técnica.

– ¿Por qué no quiere decir su nombre? -preguntó Staffan.

– Por no poner sobre aviso a otros implicados, para que no se destruyan pruebas… -respondió Birgitta antes de mandar callar a su marido-. Son muchas las razones que puede aducir un fiscal.

Robertsson no ofreció detalles, tan sólo aclaró que les había abierto el camino la información recibida tanto de la gente como de otras fuentes. Ahora estaban comprobando diversas pistas y ya habían sometido al sospechoso a un primer interrogatorio.

El periodista presionaba a Robertsson con sus preguntas.

– ¿Ha confesado?

– No.

– ¿Ha admitido alguna acusación?

– No puedo pronunciarme sobre ese particular.

– ¿Por qué no?

– Porque nos encontramos en un estadio crucial de la investigación.

– ¿Se sorprendió cuando fueron a detenerlo?

– Sin comentarios.

– ¿Tiene familia?

– Sin comentarios.

– Pero ¿vive a las afueras de Hudiksvall?

– Sí.

– ¿A qué se dedica?

– Sin comentarios.

– ¿Cuál es su relación con todas las personas asesinadas?

– Estoy seguro de que comprenderás que no puedo responder a esa pregunta.

– Pues yo estoy seguro de que tú comprenderás que a nuestros espectadores les interesa lo ocurrido. Éste es el segundo crimen más trágico de los cometidos en Suecia.

Robertsson enarcó las cejas, sorprendido.

– ¿Cuál es peor que éste?

– El baño de sangre de Estocolmo.

Robertsson estalló en una carcajada mientras, en su casa, Birgitta Roslin lanzaba un gruñido ante el descaro del periodista.

– No creo que sea comparable -observó Robertsson-. Pero no pienso entablar una discusión contigo al respecto.

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