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«Eso es por lo de los diarios», se dijo Birgitta Roslin. «Robertsson acabará encontrando un motivo por el que acusarme. No creo que sea por prevaricación… Pero seguro que hay algún artículo que puede aducir…»

No obstante, Vivi Sundberg no dijo una palabra de los diarios y Birgitta Roslin intuyó de pronto cierta connivencia entre ellas pese a la actitud distante de la comisaria. Estaba claro que, para ella, lo sucedido no tenía por qué llegar a conocimiento de Robertsson.

– Ni que decir tiene que lo comprobaremos -aseguró Robertsson-. De hecho, trabajamos sin ideas preconcebidas, pero no disponemos de más pruebas de que un chino esté implicado en esto.

– El arma del crimen, ¿la habéis encontrado? -quiso saber Birgitta Roslin.

Ni Vivi Sundberg ni Robertsson respondieron a su pregunta. «La han encontrado», concluyó Birgitta Roslin. «Eso es lo que piensa revelar esta tarde. Claro que sí, eso es.»

– Es algo de lo que no podemos hablar, por ahora -respondió Robertsson-. Espera a que nos traigan el farolillo y podamos comparar las cintas. Si coinciden, esta información formará parte integrante de la investigación. La cinta de vídeo nos la quedamos, por supuesto.

Dicho esto, tomó un bloc de notas en el que empezó a escribir de inmediato.

– ¿Quién ha visto al hombre chino?

– La camarera del restaurante.

– Yo suelo comer allí. ¿La joven o la vieja? ¿O tal vez el quisquilloso del padre, que suele estar en la cocina? El que tiene una verruga en la frente…

– La joven.

– Sí, la joven pasa de fingir que es tímida y modosa a flirtear directamente. Yo creo que se aburre. ¿Alguien más?

– ¿Alguien más qué?

Robertsson lanzó un suspiro.

– Querida colega. Nos has dejado a todos perplejos con el chino este que te has sacado de la manga. ¿Quién lo ha visto? La pregunta no puede ser más sencilla.

– El sobrino del propietario del hotel. No sé cómo se llama, pero Sture Hermansson, el dueño, me dijo que en estos momentos se encuentra en el Ártico.

– En otras palabras, esta investigación está adquiriendo unas proporciones geográficas descomunales. En primer lugar, nos vienes con un chino. Y ahora uno de los testigos se encuentra en el Ártico. En Time y Newsweek han escrito sobre este asunto, me han llamado de The Guardian y también Los Angeles Times ha mostrado interés. ¿Hay alguna otra persona que haya visto a ese chino? Preferentemente, alguien que no se encuentre en estos momentos en el infinito desierto australiano.

– Una limpiadora del hotel. Una rusa.

Robertsson respondió casi triunfal:

– ¿No te lo decía yo? Ahora ya tenemos a Rusia. ¿Su nombre?

– La llaman Natascha, pero según Sture Hermansson su verdadero nombre es otro.

– Tal vez esté aquí ilegalmente -observó Vivi Sundberg-. A veces nos topamos en el pueblo con algún que otro ruso o polaco.

– Bueno, eso ahora no tiene el menor interés -objetó Robertsson-. ¿Alguien más que haya visto a ese chino?

– No sé de nadie más -confesó Birgitta Roslin-; pero debió de llegar y marcharse de aquí en algún medio de transporte. En autobús, quizás. O en taxi. Alguien debió de reparar en su presencia.

– Lo averiguaremos -afirmó Robertsson dejando a un lado el bolígrafo-. Si resulta que es un dato importante.

«Cosa que tú pones en duda», completó Birgitta Roslin para sí. «Cualquiera que sea la pista que tenéis, te parece más importante que ésta.»

Vivi Sundberg y Robertsson abandonaron la sala de reuniones. Birgitta Roslin se dio cuenta entonces de lo cansada que estaba. Desde luego, las probabilidades de que su descubrimiento guardase relación con el caso eran nimias. Según su propia experiencia, los datos insólitos que señalaban en una dirección concreta solían resultar pistas falsas.

Mientras esperaba presa de una impaciencia cada vez mayor, iba y venía por la sala. Su vida había estado siempre poblada de fiscales como Robertsson. Las mujeres policía solían ser testigos en sus juicios y, si bien no tenían el cabello tan rojo como Vivi Sundberg, todas hablaban despacio y acusaban cierto sobrepeso, como ella. El cinismo de la jerga existía en todos los ámbitos. Incluso entre los jueces, las conversaciones sobre los asesinos transcurrían a veces en los términos más groseros y peyorativos.

Finalmente volvió Vivi Sundberg y después Robertsson, seguido de Tobias Ludwig, que traía en la mano la bolsa con la cinta roja, en tanto que Vivi Sundberg sostenía uno de los farolillos del restaurante chino.

Extendieron las cintas sobre la mesa para compararlas. No cabía la menor duda de que coincidían.

Así pues, volvieron a sentarse a la mesa. Robertsson sintetizó rápidamente las aportaciones de Birgitta Roslin. La jueza comprendió enseguida que Robertsson debía de ser muy bueno a la hora de pronunciar un alegato.

Nadie tenía una sola pregunta sobre la información recibida y el único que se pronunció fue Tobias Ludwig.

– ¿Supone esto algún cambio en relación con la conferencia de prensa de esta tarde?

– No -respondió Robertsson-. Trabajaremos con esta información, pero en su momento.

Dicho esto, Robertsson dio la reunión por concluida. Se despidió con un apretón de manos y se marchó. Cuando Birgitta Roslin se levantó, observó que Vivi Sundberg le dedicaba una mirada que ella interpretó como un ruego de que se quedase un momento.

Una vez solas, Vivi Sundberg cerró la puerta y fue derecha al grano.

– Me sorprende que sigas insistiendo en mezclarte en la investigación. Claro que es un descubrimiento interesante el tuyo, ahora ya sabemos de dónde procede la cinta roja. Y lo investigaremos; pero supongo que habrás comprendido que, en estos momentos, tenemos otras prioridades.

– ¿Tenéis otra pista?

– Lo explicaremos en la conferencia de prensa de esta tarde.

– Ya, pero, a mí tal vez puedas adelantarme algo, ¿no?

Vivi Sundberg negó con un gesto.

– ¿Nada de nada?

– Nada.

– ¿Tenéis un sospechoso?

– Ya te digo, lo anunciaremos en la conferencia de prensa. Quería que aguardases por otra razón muy distinta.

Vivi Sundberg se levantó y salió de la sala. Al cabo de un rato, volvió con los diarios que Birgitta Roslin se había visto obligada a devolver hacía unos días.

– Los hemos revisado -aseguró Vivi Sundberg-. Y, a mi juicio, carecen de interés para la investigación. De ahí que haya decidido mostrarte mi buena voluntad y permitirte que te los lleves en préstamo. Con un recibo. La única condición es que los devuelvas en cuanto te los reclamemos.

Birgitta Roslin se preguntó por un instante si no sería una trampa. Lo que Vivi Sundberg le proponía no estaba permitido, aunque no fuese claramente delictivo. Ella no tenía nada que ver con la investigación previa, ¿qué podía ocurrir si aceptaba llevarse los diarios?

Vivi Sundberg comprendió su vacilación.

– Ya he hablado con Robertsson -la tranquilizó-. Su única objeción fue que nos dejases un recibo.

– Por lo que me dio tiempo de leer, vi que había información sobre los trabajadores chinos que colaboraron en la construcción del ferrocarril en Estados Unidos.

– ¿En la década de 1860? De eso hace ya ciento cincuenta años.

Vivi Sundberg dejó sobre la mesa una bolsa con los diarios y sacó del bolsillo un recibo que Birgitta Roslin se avino a firmar.

Vivi Sundberg la acompañó a la recepción. Se despidieron ante la puerta de cristal. Birgitta Roslin le preguntó cuándo se celebraría la rueda de prensa.

– A las dos. Dentro de cuatro horas. Si tienes la credencial de periodista, podrás entrar. Son muchos los que quieren asistir y aquí no disponemos de locales lo suficientemente amplios para ello. Es un crimen descomunal para un pueblo tan pequeño.

– Espero que hayáis dado con una pista segura.

Vivi Sundberg reflexionó un instante antes de responder.

– Sí -dijo al fin-. Creo que estamos a punto de resolver esta terrible matanza. -Asintió despacio, como para confirmar sus propias palabras-. Además -añadió-, ahora sabemos que todos los habitantes del pueblo eran familia. Todos los asesinados. Existían entre ellos lazos de parentesco.

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