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– Yo era una de las que marchaba entre esos miles.

– ¿Convencida?

– Todos lo estábamos. ¿Has visto alguna vez un circo o un teatro lleno de niños? Suelen gritar de alegría. No necesariamente por lo que ven, sino por el hecho de encontrarse junto con otros miles de niños bajo una carpa o en un teatro. Sin profesor y sin padres. Ellos dominan el mundo. Si hay una cantidad suficiente de gente, uno puede convencerse de cualquier cosa.

– Eso no responde a mi pregunta.

– Espera, iba a llegar a ese punto. Yo era como uno de aquellos niños bajo la carpa. Pero además estaba convencida de que, sin Mao Zedong, China jamás habría logrado salir de su pobreza. Ser comunista era luchar contra la miseria, obligarse a caminar descalzo. Luchábamos para que todos tuvieran un par de pantalones.

– ¿Qué pasó después?

– Lo que Mao no se cansó de advertirnos. Que siempre existiría un gran desasosiego bajo el cielo, pero que se engendraría bajo distintas condiciones. Tan sólo un loco cree que puede entrar dos veces en el mismo río. Hoy sé hasta qué punto supo prever el futuro.

– ¿Tú sigues siendo comunista?

– Sí. Hasta ahora, nada me ha arrebatado la convicción de que sólo en comunidad podemos seguir luchando contra la pobreza, que aún es mucha en nuestro país.

Birgitta Roslin alzó un brazo y, sin querer, rozó una de las copas de vino y salpicó sobre la mesa.

– Este hotel, por ejemplo. Si me abstraigo, puedo pensar que estoy en cualquier país del mundo.

– Aún queda mucho camino.

Les sirvieron la comida. El pianista había dejado de tocar. Birgitta Roslin se sumió en sus cavilaciones hasta que dejó los cubiertos y miró a Hong, que se disponía a comer.

– Dime la verdad. De todos modos, me iré mañana. Ya no tienes por qué seguir con tu representación. ¿Quién eres? ¿Por qué habéis estado vigilándome en todo momento? ¿Quién es Chan Bing? ¿Quiénes eran los hombres entre los que tenía que identificar a uno? Ya no me creo la historia del bolso ni del extranjero que ha sido víctima de un desgraciado percance.

Había contado con que Hong reaccionaría de algún modo, con que relajaría la firme defensa tras la que se amparaba constantemente. Pero ni siquiera aquel torrente de preguntas perturbó su calma.

– ¿Qué otro motivo habría, salvo el asalto que sufriste?

– Alguien ha registrado mi habitación.

– ¿Echas algo en falta?

– No, pero sé que alguien ha estado allí.

– Si quieres, podemos llamar al jefe de seguridad del hotel.

– Quiero que respondas a mis preguntas. ¿Qué está pasando?

– Nada, salvo que pretendo que nuestros visitantes anden seguros en mi país.

– ¿Quieres que me lo crea?

– Sí -respondió Hong-. Quiero que creas lo que te digo.

Un matiz indefinible en el tono de su voz hizo que Birgitta perdiera todo interés por seguir haciendo preguntas. Sabía que no obtendrían respuesta. Jamás sabría si había sido Hong o Chan Bing quien la había tenido constantemente vigilada. Allí estaban una vez más la entrada y la salida, entre las que ella corría, pero con los ojos vendados.

Hong la acompañó hasta la puerta. Birgitta la agarró de la muñeca.

– No habrá más detenciones ni delincuentes ni protocolos, ¿verdad? Nadie que pretenda reconocer un rostro.

– Vendré a buscarte a las doce.

Aquella noche Birgitta durmió inquieta. Por la mañana, muy temprano, desayunó a toda prisa sin reconocer a ninguno de los camareros ni de los huéspedes. Antes de salir, colgó el cartel de no molestar y esparció un poco de sal de baño en el suelo, sobre la alfombra que había ante la puerta. Al volver después del desayuno, comprobó que nadie había estado allí.

Hong acudió a buscarla según lo acordado. Cuando llegaron al aeropuerto, la hizo pasar por un control especial de modo que no tuviese que guardar cola.

Cuando se despidieron en el control de pasaportes, Hong le dio un paquete.

– Un regalo de China.

– ¿Es tuyo o de tu país?

– De ambos.

Birgitta Roslin pensó que quizás había sido injusta con Hong; que tal vez con tanta vigilancia no pretendía más que ayudarla a olvidar el incidente.

– Ve con cuidado -le recomendó Hong-. Puede que volvamos a vernos.

Birgitta Roslin pasó el control de pasaportes. Cuando se dio la vuelta, Hong había desaparecido.

Ya acomodada en el avión y una vez que éste hubo despegado, abrió el paquete. Era una miniatura de porcelana que representaba a una joven con el brazo en alto y el pequeño libro rojo de Mao en la mano.

Birgitta la guardó en el bolso y cerró los ojos. El alivio de saber que por fin iba de camino a casa hizo que le saliera todo el cansancio.

Staffan la esperaba en Copenhague. Aquella noche, sentada a su lado en el sofá, le contó sus aventuras; sin embargo, no dijo una palabra del robo.

Karin Wiman la llamó por teléfono. Birgitta le prometió que iría a Copenhague en cuanto pudiera.

Al día siguiente de su llegada acudió al médico. La tensión le había bajado y, si se mantenía estable, podría reincorporarse a su puesto dentro de unos días.

Nevaba levemente cuando salió de la consulta. Sentía un deseo inmenso de volver al trabajo.

A las siete de la mañana del día siguiente ya estaba clasificando el papeleo acumulado sobre su escritorio, aunque su vuelta al trabajo aún no era oficial.

La nieve empezó a caer más espesa y a través de los cristales contempló cómo crecía la capa de nieve sobre el alféizar de la ventana.

Puso junto al teléfono la figurita de rosadas mejillas y amplia sonrisa triunfal cuya mano sostenía en alto el libro rojo. Y la fotografía de la cámara de vigilancia que había llevado en el bolsillo interior del abrigo la guardó en el fondo de un cajón.

Cuando lo cerró, sintió que todo había terminado por fin.

Cuarta parte Los colonizadores (2006)

En la lucha por la liberación total de los pueblos oprimidos, confiad ante todo en su propia lucha y, después, pero sólo después, en la ayuda internacional.

El pueblo que ha vencido en su propia revolución debe ayudar a aquellos que aún luchan por liberarse.

Es nuestro deber internacionalista.

Mao Zedong

Conversaciones con amigos africanos,

8 de agosto de 1963

Corteza de piel de elefante

28

A cincuenta kilómetros al oeste de Pekín, no muy lejos de las ruinas del palacio del Emperador Amarillo, había una serie de edificios de color gris rodeados de un muro que, en ciertas ocasiones, utilizaba la cúpula del Partido Comunista Chino. Dichos edificios, que por fuera daban la impresión de ser muy modestos, constaban de varias salas de conferencias de grandes dimensiones, cocina y restaurante, y estaban rodeados de un gran parque donde los convocados a alguna reunión podían estirar las piernas o mantener discretas conversaciones privadas. Tan sólo quienes pertenecían a las más íntimas esferas del Partido Comunista sabían que aquel complejo, al que sólo se aludía con el nombre de Emperador Amarillo, era el que se utilizaba para negociaciones cruciales relativas al futuro de China.

Y eso fue lo que pasó aquel día de invierno de 2006. Muy temprano por la mañana llegaron hasta allí una serie de coches de color negro que, a gran velocidad, atravesaron las puertas que cortaban el muro y que no tardaron en cerrarse nuevamente. En la chimenea de la gran sala de reuniones ardía un generoso fuego. Los convocados eran diecinueve hombres y tres mujeres. La mayor parte de ellos contaba más de sesenta años, los más jóvenes rondaban los treinta y cinco. Todos se conocían de ocasiones anteriores. Juntos constituían la elite que, en la práctica, gobernaba China, tanto en lo político como en lo económico. Los únicos que faltaban eran el presidente del país y el alto mando militar. Ellos eran, en efecto, a quienes los participantes de aquella reunión debían rendir cuentas y presentar las propuestas acordadas una vez concluida la reunión.

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