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La voz de Chan Bing se oyó por un altavoz invisible.

– Tómese su tiempo.

– No he visto en mi vida a ninguno de estos hombres.

– Deje que las impresiones se vayan sedimentando.

– Aunque me quedase aquí hasta mañana, mis impresiones no cambiarán.

Chan Bing no respondió y Birgitta pulsó irritada el botón del micrófono.

– Jamás he visto a ninguno de estos hombres.

– ¿Está segura?

– Sí.

– Mire bien.

El hombre que ocupaba el cuarto lugar por la derecha dio un paso adelante. Llevaba una cazadora con hombreras, parches en los pantalones y tenía el rostro enjuto y sin afeitar.

De pronto, la voz de Chan Bing resonó tensa en la sala.

– ¿Ha visto usted antes a este hombre?

– Jamás.

– Fue uno de los que la atacaron: Lao San, veintinueve años, condenado por varios delitos. Su padre fue ejecutado por un delito de asesinato.

– Jamás lo había visto.

– Ha confesado el crimen.

– En ese caso, no me necesitan para nada.

Un policía que había permanecido oculto detrás de ella en la semipenumbra dio un paso adelante y corrió la cortina. Después, le indicó que lo siguiese. Volvieron al despacho en el que Chan Bing la aguardaba. No se veía a Hong por ninguna parte.

– Queremos darle las gracias por su ayuda -le dijo Chan Bing-. Ahora sólo quedan un par de formalidades. Ya están redactando un protocolo.

– ¿Un protocolo de qué?

– El reconocimiento del delincuente.

– ¿Qué le pasará?

– Yo no soy juez. ¿Qué habría sido de él en su país?

– Depende de las circunstancias.

– Claro, nuestro sistema judicial funciona igual. Juzgamos al criminal, su voluntad de confesar el delito y las circunstancias específicas en que se cometió.

– ¿Existe el riesgo de que lo condenen a muerte?

– No creo -respondió Chan Bing secamente-. La idea de que aquí condenamos a muerte a culpables de delitos menores es un prejuicio occidental. Si hubiese utilizado algún arma o si la hubiese herido de gravedad, la cosa habría sido muy distinta.

– Pero su cómplice está muerto, ¿no es así?

– Opuso resistencia durante la detención. Los policías fueron atacados y actuaron en defensa propia.

– ¿Cómo saben que era culpable?

– Opuso resistencia.

– Pudo tener otras razones para ello.

– El hombre al que acaba de ver, Lao San, ha confesado que fue su cómplice.

– Pero no hay pruebas, ¿verdad?

– Hay una confesión.

Birgitta Roslin comprendió que no debía poner a prueba la paciencia de Chan Bing. Decidió hacer lo que le pedían para poder salir de China lo antes posible.

Una mujer uniformada entró con un archivador e hizo lo posible por no mirar a Birgitta.

Chan Bing leyó el texto del protocolo. Birgitta Roslin creyó advertir que tenía prisa. «Se le acaba la paciencia», observó para sí. «O quizás haya otra cosa que yo ignoro…»

En un documento muy prolijo y complicado, Chan Bing declaraba que la señora Birgitta Roslin, ciudadana sueca, no había podido identificar a Lao San, autor del grave delito del que ella había sido víctima.

Chan Bing guardó silencio y le acercó los documentos, que estaban redactados en inglés.

– Fírmelo -le dijo-. Y podrá irse a casa.

Birgitta Roslin leyó con atención las dos páginas antes de estampar su firma. Chan Bing se encendió un cigarrillo. Ya parecía haber olvidado la presencia de Birgitta.

De pronto, Hong entró en el despacho.

– Ya podemos irnos -anunció-. Hemos terminado.

Birgitta guardó silencio durante todo el camino de regreso al hotel. Tan sólo quiso hacerle una pregunta a Hong antes de entrar en el coche.

– Me figuro que no hay ningún vuelo para mí hoy mismo.

– Por desgracia, tendrás que esperar a mañana.

En la recepción del hotel había un mensaje para ella en el que le comunicaban que le habían cambiado el vuelo con Finnair para el día siguiente. Ya iba a despedirse cuando Hong le propuso volver más tarde para cenar juntas. Birgitta Roslin aceptó enseguida. Lo último que deseaba era estar sola en Pekín en aquellos momentos.

Entró en el ascensor pensando que Karin ya iba de camino a casa, transportada por los aires, invisible allá arriba en las alturas.

Lo primero que hizo en cuanto llegó a la habitación fue llamar a casa. Le costaba calcular la diferencia horaria. Cuando Staffan respondió, supo que lo había despertado.

– ¿Dónde estás?

– En Pekín.

– ¿Por qué?

– Me retrasé.

– ¿Qué hora es?

– Aquí es la una de la tarde.

– ¿Quieres decir que no vas camino de Copenhague?

– No quería despertarte, lo siento. Llegaré a la hora prevista, pero veinticuatro horas más tarde.

– ¿Todo bien?

– Sí, todo bien.

Se cortó la comunicación. Intentó volver a llamar, pero sin éxito, de modo que le escribió un mensaje de texto en el que le repetía que llegaría al día siguiente.

Al dejar el teléfono, notó que alguien había estado en la habitación mientras ella se encontraba en las oficinas de la policía. No fue una impresión momentánea, sino una sensación que iba cobrando fuerza en su interior. Se situó en el centro de la habitación y miró a su alrededor. En un primer momento no pudo determinar qué había llamado su atención, pero enseguida se dio cuenta de que la maleta estaba abierta. La ropa no estaba ordenada como ella la había dejado la noche anterior. Cuando hizo la maleta, comprobó que podía cerrarse sin dificultad. Ahora no.

Se sentó en el borde de la cama. «Una limpiadora no revolvería en mi maleta», razonó para sí. «Alguien ha estado aquí y ha revisado mis pertenencias. Por segunda vez.»

De repente lo vio todo claro. La historia de identificar a un delincuente no era más que un pretexto para alejarla del hotel. De hecho, después de que Chan Bing le leyese el protocolo todo fue muy deprisa. Alguien le habría avisado de que ya habían terminado de registrar sus cosas.

«No tiene nada que ver con mi bolso», se dijo. «La policía tiene otros motivos para registrar mi habitación. Exactamente igual que cuando Hong apareció de pronto junto a mi mesa y comenzó a hablar conmigo.

»No tiene nada que ver con el bolso», reiteró para sí. «Sólo puede haber una explicación. Alguien quiere saber por qué le mostré la fotografía a un desconocido junto al edificio cerca del hospital. Tal vez el hombre de la foto no sea una persona cualquiera…»

El miedo que había sentido con anterioridad volvió a embargarla con toda su fuerza. Empezó a buscar cámaras y micrófonos ocultos en la habitación, le dio la vuelta a los cuadros, revisó las pantallas de las lámparas, pero no halló nada.

A la hora acordada se encontró con Hong en la recepción. Ésta propuso ir a un restaurante muy famoso, pero Birgitta no quería salir del hotel.

– Estoy cansada -confesó-. El señor Chan Bing es un hombre agotador. Ahora quiero comer y después acostarme. Mañana me voy a casa.

Pronunció la última frase como una pregunta. Hong asintió.

– Sí, mañana te vas a casa.

Se sentaron junto a una de las altas ventanas. Un pianista interpretaba una discreta melodía sobre una pequeña tarima situada en el centro de la gran sala, donde había varios acuarios y alguna fuente.

– Esa música me resulta familiar -dijo Birgitta-. Es una melodía inglesa de la segunda guerra mundial. We'll meet again, don't know where, don't know when. ¿Podría decirse que trata de nosotras?

– Yo siempre he querido visitar los países nórdicos. ¿Quién sabe?

Birgitta Roslin bebía vino tinto y, puesto que no había comido aún, empezó a notar sus efectos.

– Ya ha terminado todo -comentó-. Ya puedo irme a casa. He recuperado el bolso y he visto la Muralla China. Estoy convencida de que el movimiento del campesinado chino ha dado un paso de gigante. Lo que ha ocurrido en este país es una gran obra maestra humana. Cuando era joven, deseaba con todas mis fuerzas marchar con el libro rojo de Mao en mano, rodeada de otros miles de jóvenes. Tú y yo somos más o menos de la misma edad, ¿cuál era tu sueño?

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