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– ¡No es posible!

– De una iglesia libre de la Asociación Sueca de Misiones. Y ahí sigue. Se pasa los veranos viajando y predicando bajo una carpa.

– ¿Tal vez no haya tanta diferencia?

Karin adoptó una expresión grave.

– Pues yo creo que sí la hay. No debemos olvidar a cuantos han seguido luchando por otro mundo. En medio de todo aquel caos en que las teorías políticas se solapaban unas a otras, existía la confianza en que la razón terminaría por salir vencedora. ¿Tú no pensabas así? Yo, al menos, recuerdo que solíamos hablar de ello. La ilustración acabaría triunfando.

– Sí, es cierto. Sin embargo, lo que entonces parecía sencillo se ha complicado demasiado.

– ¿Y no crees que eso debería estimularnos más aún?

– Supongo que sí. Quizá todavía estemos a tiempo. En cualquier caso, envidio a todos aquellos que nunca abandonaron sus ideales o, más bien, la conciencia de cómo es el mundo y por qué. A los que siguen ofreciendo resistencia, pues los hay.

Mientras preparaban la cena, Karin le contó que iría a China la semana siguiente para participar en un gran congreso sobre los orígenes de la dinastía Qin, cuyo primer emperador sentó las bases de China como un reino unificado.

– ¿Cómo te sentiste la primera vez que visitaste el país de tus sueños juveniles?

– La primera vez que visité China tenía veintinueve años. Entonces, Mao ya no estaba y las cosas empezaban a cambiar. Fue una gran decepción, dura de asimilar. Pekín era una ciudad fría y húmeda. Y los miles de bicicletas que circulaban por la ciudad chirriaban como grillos. Después me di cuenta de que, pese a todo, el país había sufrido una gran transformación. La gente iba vestida y calzada. No vi a nadie en la ciudad que muriese de hambre, ningún mendigo. Recuerdo que sentí vergüenza. Yo, que había llegado en avión de un país rico, no tenía ningún derecho a juzgar el desarrollo con desprecio o con arrogancia. Empecé a acariciar la idea de volver a probar la fuerza de lo chino. Y fue entonces cuando decidí estudiar sinología. Antes de aquel viaje, tenía otros planes.

– ¿Cuáles?

– No me creerás.

– ¡Venga!

– Pensaba hacerme militar profesional.

– Pero ¿por qué?

– Tú te hiciste jueza. ¿Por qué se le ocurren a uno las cosas?

Después de la cena volvieron a la terraza acristalada. Las luces de las lámparas se reflejaban sobre la blancura de la nieve. Karin le prestó un jersey, pues empezaba a hacer frío. Habían bebido vino en la cena y Birgitta se sentía algo achispada.

– Vente conmigo a China -propuso Karin de pronto-. En realidad, hoy en día no sale tan caro volar hasta allí. Seguro que me dan una habitación de hotel bastante grande. Podemos compartirla. Ya lo hemos hecho en otras ocasiones. Cuando nos íbamos de acampada los veranos, tú, yo y otras tres personas más compartíamos tienda. Casi dormíamos unos encima de otros.

– No puedo -respondió Birgitta-. Creo que ya me he recuperado y debo volver al trabajo.

– Vamos, vente conmigo. El trabajo puede esperar.

– Ganas no me faltan. Pero supongo que viajarás a China más veces, ¿no?

– Seguro que sí. Aunque a nuestra edad, no hay por qué esperar innecesariamente.

– Viviremos muchos años. Llegaremos a ser muy, muy viejas.

Karin Wiman no replicó y Birgitta cayó en la cuenta de que había vuelto a meter la pata. El marido de Karin había muerto a los cuarenta y un años. Y ella era viuda desde entonces.

Karin intuyó lo que estaba pensando. Extendió la mano y la posó sobre la rodilla de Birgitta.

– No importa, no te preocupes.

Siguieron hablando hasta muy tarde. Era casi medianoche cuando se fueron a dormir. Birgitta se tumbó en la cama, teléfono en mano. Staffan llegaría a casa a medianoche y le había prometido llamarlo.

– ¿Te he despertado?

– Casi. ¿Lo habéis pasado bien?

– No hemos parado de hablar durante más de doce horas.

– ¿Vuelves mañana?

– Me quedaré durmiendo por la mañana. Luego me iré a casa.

– Supongo que habrás oído lo que ha pasado. Ya ha explicado cómo lo hizo.

– ¿Quién?

– El hombre de Hudiksvall.

Birgitta se incorporó en la cama de un salto.

– No, no sé nada. Cuéntame.

– Lars-Erik Valfridsson, el detenido. En estos momentos, la policía está buscando el arma del crimen. Al parecer, ha confesado que la enterró. Según las noticias, una espada de samurai de fabricación casera.

– ¿Es verdad lo que dices?

– ¿Por qué iba a contarte una mentira?

– No, claro. Pero cuesta creerlo. ¿Ha dado alguna explicación del móvil?

– No se ha oído otra versión más que la de la venganza.

Después de la conversación Birgitta se quedó sentada en la cama.

No había pensado en Hesjövallen en todo el día, mientras hablaba con Karin Wiman. En ese momento, los sucesos volvieron a poblar su conciencia.

Quién sabía… Tal vez la cinta roja tuviese una explicación que nadie se esperaba.

Lars-Erik Valfridsson también podía haber visitado el restaurante chino…

Se tumbó en la cama y apagó la luz. Al día siguiente regresaría a casa. Le devolvería los diarios a Vivi Sundberg y se reincorporaría al trabajo.

Desde luego, lo que no pensaba hacer era ir a China con Karin. Aunque tal vez fuese eso exactamente lo que quería hacer…

22

A la mañana siguiente, cuando Birgitta Roslin se levantó, Karin Wiman ya se había marchado a Copenhague, pues tenía clase. Le había dejado una nota en la mesa de la cocina.

«Birgitta. A veces pienso que tengo un sendero en la cabeza. Cada día que pasa, me adentro unos metros en un paisaje desconocido en el que, un día, dicho sendero morirá. Sin embargo, el sendero serpentea también hacia atrás. En ocasiones me doy la vuelta, como ayer, durante las horas que pasamos hablando, y entonces veo lo que he olvidado o lo que me he negado a recordar. A veces tengo la sensación de que, en lugar de recordar las cosas, pretendemos olvidarlas. Quisiera que pudiéramos mantener estas conversaciones más a menudo. Al final, los amigos son lo único que nos queda. Tal vez incluso la última fortaleza que hemos de defender. Karin.»

Birgitta Roslin se guardó la carta en el bolso, se tomó un café y se preparó para partir. Justo cuando iba a cerrar la puerta, vio los billetes de avión que había sobre la mesa del vestíbulo. Y comprobó que Karin viajaría con Finnair vía Helsinki hasta Pekín.

Por un instante, volvió a sentir la tentación de aceptar su oferta; pero no podía, por más que quisiera. Sus superiores no verían con buenos ojos que se tomase unas vacaciones después de haber estado de baja, en especial en aquellos momentos en que el juzgado se veía abrumado de casos sin resolver.

Para regresar a casa tomó el transbordador desde Helsingör. El viento sopló durante toda la travesía. Una vez ahí se detuvo ante un quiosco. Las primeras páginas de los diarios gritaban la confesión de Lars-Erik Valfridsson y Birgitta compró un puñado de periódicos antes de continuar su camino a casa. Se topó en el pasillo con la tranquila y callada limpiadora polaca que le ayudaba en casa. Birgitta había olvidado que aquél era su día. Intercambiaron unas palabras en inglés cuando le pagó las horas de trabajo. Una vez sola en la casa, se sentó a leer la prensa. Como en las ocasiones anteriores, se quedó estupefacta ante la cantidad de páginas que los periódicos extraían de un material más que escaso. Lo que Staffan le había dicho en la breve conversación telefónica de la noche anterior cubría con creces todo lo que los diarios trillaban y repetían una y otra vez.

La única novedad era una fotografía del hombre que se suponía había cometido el delito. En la imagen, que parecía una ampliación de una foto de pasaporte o de permiso de conducir, se veía a un hombre de rostro sin carácter, boca fina, frente despejada y escaso cabello. Le costaba ver en él a alguien capaz de haber cometido la barbarie de Hesjövallen. «Un pastor de una iglesia libre», se dijo. «No creo que sea un hombre que lleve el infierno en la cabeza ni en las manos.» Sin embargo, sabía que su razonamiento era insostenible a la luz de la experiencia. De hecho, en los tribunales había tenido ocasión de ver pasar delincuentes cuya apariencia no delataba su predisposición al crimen.

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