Karin había preparado el almuerzo. Se sentaron en una terraza acristalada llena de plantas de diversos aromas. Y casi enseguida, tras las consabidas frases iniciales de tanteo, empezaron a hablar de sus años de juventud en Lund. Karin, cuyos padres tenían un acaballadero en Escania, llegaron allí en 1966, y Birgitta al año siguiente. Se conocieron en la asociación académica, durante una velada poética, y no tardaron en congeniar pese a ser tan distintas. Karin, con sus antecedentes, tenía una gran confianza en sí misma. Birgitta, en cambio, era insegura y tímida.
Se vieron involucradas en el movimiento de adhesión al Frente Nacional de Liberación, a cuyas reuniones asistían, calladas como moscas y atentas a los jóvenes, sobre todo hombres, que se consideraban en posesión de grandes conocimientos; ellos pronunciaban largos y ampulosos discursos sobre la necesidad de hacer la revolución. Al mismo tiempo, las arrebataba la sensación de que era posible crear otra realidad; de que ellas mismas participaban en la creación del futuro. Y no fue el movimiento por el Frente de Liberación Nacional su única escuela en materia de organización política. De hecho, existía un sinfín de grupos que expresaban su solidaridad con los movimientos de todo el mundo a favor de la liberación de las colonias pobres. Y otro tanto ocurría en Suecia. Era una efervescencia de ansias de rebelión contra todo lo viejo y obsoleto. Fue, en pocas palabras, una época maravillosa.
Después, ambas fueron miembros del grupo de izquierda radical conocido como Los Rebeldes y, durante varios meses de actividad febril, vivieron como en una secta cuyos pilares eran una autocrítica brutal y el dogmatismo de la confianza en las interpretaciones que Mao Zedong hacía de las teorías de la revolución. Se distinguieron de todas las demás alternativas de izquierda, a las que miraban con desprecio. Destruyeron sus discos de música clásica, limpiaron sus estanterías y llevaron una vida que emulaba la de la guardia roja que Mao había movilizado en China.
Karin le preguntó si recordaba el famoso viaje a Tylösand, adonde fueron a bañarse. Sí, claro que lo recordaba. Habían celebrado una reunión con la célula a la que pertenecían. El camarada Moses Holm, que estudió medicina, aunque perdió la licencia por abuso y prescripción de narcóticos, presentó la propuesta de «infiltrarse en el nido de serpientes burgués que se pasaba el verano bañándose y tomando el sol en Tylösand». Tras una larga discusión se aceptó la propuesta y se diseñó una estrategia. Al domingo siguiente, un día de primeros de julio, diecinueve camaradas partieron en autobús en dirección a Halmstad, hacia Tylösand. Encabezado por un retrato de Mao y rodeado de banderas rojas, el grupo inició la marcha hasta la playa, ante el asombro de los veraneantes. Recitando sus divisas y blandiendo el pequeño libro rojo, se adentraron en el agua con la fotografía de Mao. Después se congregaron en la orilla cantando El este es rojo, condenaron la Suecia fascista en un breve discurso y exhortaron a los trabajadores que tomaban el sol a tomar las armas y prepararse para la revolución que no tardaría en llegar. Finalmente regresaron a casa, donde dedicaron varios días a valorar «el ataque» en la playa de Tylösand.
– ¿Qué es lo que mejor recuerdas tú? -quiso saber Karin.
– A Moses. Aseguraba que nuestra entrada en Tylösand quedaría escrita en la futura historia de la revolución.
– Yo recuerdo lo fría que estaba el agua.
– Lo que he olvidado, en cambio, es qué pensaba entonces.
– Entonces no pensábamos. Ésa era la idea. Se suponía que teníamos que seguir dócilmente las ideas ajenas. No comprendimos que se esperaba que liberásemos a la Humanidad como si fuésemos robots. -Karin meneó la cabeza y rompió a reír-. Éramos como niños. Muy serios. Creíamos que el marxismo era una ciencia, como algo nacido de Newton, Copérnico o Einstein. Pero creíamos. El pequeño libro rojo de Mao era un catecismo. No entendimos que no se trataba de una Biblia, sino de un conjunto de citas de un gran revolucionario.
– Yo recuerdo que tenía mis dudas -confesó Birgitta-. En el fondo. Como aquella ocasión en que fui a la Alemania del Este. Pensé que aquello era absurdo; que, a la larga, jamás funcionaría. Sólo que no me atreví a decirlo. Temía que se notase que abrigaba mis dudas. Por eso, en las manifestaciones, siempre gritaba más alto que los demás.
– Lo cierto es que no queríamos ver lo que veíamos. Vivimos en un autoengaño sin parangón, aunque la intención fuese buena. ¿Cómo pudimos creer que los trabajadores suecos que pasaban sus vacaciones al sol estarían dispuestos a unirse a la lucha armada contra el sistema para construir algo nuevo y desconocido?
Karin Wiman encendió un cigarrillo. Birgitta Roslin recordó que siempre había fumado, que sus manos siempre se movían nerviosas en busca del paquete de tabaco o de la caja de cerillas.
– Moses murió -reveló Karin-. En un accidente de tráfico. Conducía bajo la influencia de las drogas. ¿Te acuerdas de Lars Wester, el que decía que un verdadero revolucionario nunca bebía alcohol? Lo encontraron borracho perdido en Lundagård… ¿Y de Lillan Alfredsson, la que perdió toda ilusión y se marchó a la India para convertirse en mendigo? ¿Qué fue de ella?
– Ni idea. Quizás haya muerto también.
– Pero nosotras estamos vivas.
– Sí, nosotras sí.
Siguieron charlando hasta que cayó la noche. Entonces salieron a dar un paseo por el pueblo. Birgitta se dio cuenta de que Karin sentía la misma necesidad que ella de volver al pasado para comprender el presente.
– De todos modos, no nos movían sólo la ingenuidad y la locura -observó Birgitta-. La idea de un mundo en que la solidaridad fuese importante sigue hoy viva en mí. Y me gusta pensar que, pese a todo, opusimos resistencia, cuestionamos lo convencional, unas tradiciones que, de lo contrario, habrían orientado a este mundo aún más hacia la derecha.
– Pues yo he dejado de votar -declaró Karin-. No me gusta que sea así, pero no encuentro ningún partido cuya verdad política pueda suscribir. En cambio, sí que presto mi apoyo a ciertos movimientos en los que creo. A pesar de todo, aún existen, tan fuertes e indómitos como antes. ¿Cuántas personas crees que se interesan hoy por el feudalismo de un país tan pequeño como Nepal? Pues yo, por ejemplo. Firmo listas y hago donaciones…
– ¿Nepal? Si apenas sé dónde está… -confesó Birgitta-. Admito que me he vuelto indolente. Pero te diré que, a veces, añoro la buena voluntad de antaño. No éramos sólo un puñado de alocados estudiantes que nos creíamos en el centro del mundo, un lugar donde nada era imposible. La solidaridad era real.
Karin se echó a reír.
– ¿Te acuerdas de Hanna Stoijkovics? Aquella camarera loca del hotel Grand, en Lund, la que decía que éramos demasiado indulgentes… Siempre andaba fomentando la táctica de lo que ella llamaba «pequeños asesinatos». Según ella, teníamos que ir matando a los directores de banco, a los empresarios y a los profesores reaccionarios. Debíamos dedicarnos a cazar depredadores, decía. Nadie la escuchaba, era demasiado. Y nosotros preferíamos disparar contra nosotros mismos y echar sal sobre las heridas. En una ocasión le arreó con la cubitera al portavoz del ayuntamiento. Y la echaron. Ella también murió.
– Ah, pues no lo sabía.
– Al parecer, le dijo a su marido que los trenes no se ajustaban al horario. Él no entendió el mensaje. Luego la encontraron en las vías del tren, a las afueras de Arlöv. Se había envuelto en una manta, para que su cuerpo no estuviese demasiado desparramado cuando llegase la ambulancia.
– ¿Por qué lo hizo?
– Quién sabe. Lo único que dejó fue una nota que hallaron en la mesa de la cocina: «He ido a tomar el tren».
– Pero tú has llegado a catedrática de universidad. Y yo soy jueza.
– ¿Y Karl-Anders? ¿Lo recuerdas? El que tanto temía quedarse calvo. Apenas hablaba, pero siempre llegaba el primero a las asambleas… Pues se hizo sacerdote.