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Las personas a las que J.A. respeta por encima de todas son las procedentes de Escandinavia. En el campamento de construcción del ferrocarril hay una pequeña colonia nórdica compuesta por varios daneses, un grupo algo mayor de noruegos y un grupo, el más numeroso, de suecos y finlandeses. «Confío en esos hombres. Mientras los tenga vigilados, no me engañarán. Además, no temen el esfuerzo; pero si les doy la espalda, se convierten en la misma basura que los demás.»

Birgitta Roslin apartó el diario y se levantó. Quienquiera que fuese aquel capataz del ferrocarril, le resultaba un personaje cada vez más desagradable. Un hombre de origen sencillo que había llegado a América. Y allí, de pronto, se le otorga un gran poder sobre otras personas. Un ser brutal que se había convertido en un pequeño tirano. Birgitta se puso el abrigo y salió a dar un largo paseo por la ciudad, con la idea de liberarse de aquel profundo malestar.

Cuando puso la radio de la cocina, eran las seis de la tarde. La emisión de noticias comenzó con la voz de Robertsson. Se quedó de pie dispuesta a escuchar las novedades. Mientras Robertsson hablaba, se oía de fondo el ruido de los flashes de las cámaras y de las sillas en las que la gente iba acomodándose.

Como en las ocasiones anteriores, el fiscal se expresó de forma clara e inequívoca. El hombre al que habían detenido el día anterior había confesado haber cometido él solo todos los asesinatos de Hesjövallen. A las once de la mañana, y a través de su abogado, solicitó hablar con la policía que lo interrogó por primera vez. Además, señaló su deseo de contar con la presencia del fiscal. Después confesó sin ambages las circunstancias objetivas que llevaron a su detención. Adujo como móvil un acto de venganza. Aún había que someterlo a muchos interrogatorios antes de poder establecer cuál era el motivo de su venganza.

Robertsson terminó ofreciendo el dato que todos esperaban.

– El hombre detenido se llama Lars-Erik Valfridsson. Es soltero, empleado de una compañía de sondeos y ha cumplido varias penas por agresión.

Los flashes no paraban. Robertsson empezó a responder a las preguntas, que apenas lograba entender puesto que todos los periodistas las lanzaban a la vez. La locutora de radio bajó el volumen y empezó a hablar en lugar del fiscal. Dio una retrospectiva de lo que había sucedido hasta el momento. Birgitta Roslin dejó la radio encendida mientras miraba las noticias del teletexto; allí sólo podía leerse lo que Robertsson ya había revelado en la conferencia de prensa. Apagó los dos aparatos y se sentó en el sofá. Algo en la voz de Robertsson la convenció de que no estaba totalmente seguro de que hubiesen detenido al verdadero culpable. Pensó que en toda su vida había oído a un número suficiente de fiscales como para poder forjarse una opinión sobre la fuerza de su aserto. Pero Robertsson creía que tenía razón. Y un fiscal honrado jamás basaba sus acusaciones en apariencias o suposiciones, sino en hechos.

En realidad, era demasiado pronto para sacar una conclusión. Pese a todo, eso fue lo que hizo, precisamente. El hombre al que habían arrestado y detenido no era chino, desde luego. Sus descubrimientos empezaron a perder fuerza. Entró en el despacho y volvió a guardar los diarios en la bolsa. No le quedaba una sola razón para seguir profundizando en las ideas racistas que aquel misántropo desagradable había anotado en unos libros hacía más de ciento cincuenta años.

Cenó tarde en compañía de Staffan e intercambiaron unas palabras sobre la noticia. Tampoco los diarios vespertinos que él se había traído del tren incluían una información distinta de la que ya sabían. En una de las fotos de la conferencia de prensa se entreveía a Lars Emanuelsson con la mano en alto, esperando su turno para preguntar. La recorrió un escalofrío al recordar sus encuentros con él. Le contó a Staffan que, al día siguiente, iría a visitar a Karin Wiman y que probablemente se quedaría allí a pasar la noche. Staffan los conocía a los dos, a Karin y al hombre con el que estuvo casada.

– Vete -la animó-. Te hará bien. ¿Cuándo tienes la revisión médica?

– Dentro de unos días. Y seguramente me dirán que ya estoy recuperada.

Al día siguiente, cuando Staffan ya se había ido al trabajo y mientras ella preparaba la maleta, sonó el teléfono. Era Lars Emanuelsson. Birgitta desconfió enseguida.

– ¿Qué quieres? ¿Cómo has localizado mi número de teléfono? Es secreto.

Lars Emanuelsson soltó una risita.

– El periodista que no sepa cómo dar con un número de teléfono, por secreto que sea, debería dedicarse a otra profesión.

– Bueno, ¿qué quieres?

– Tu opinión. En Hudiksvall han ocurrido hechos importantes. Un fiscal que no parece muy seguro de lo que dice pero que, pese a todo, responde mirándonos a los ojos. ¿Qué tienes tú que decir al respecto?

– Nada.

La amabilidad de Lars Emanuelsson, fingida o no, desapareció al instante. El tono de su voz resonó más duro e impaciente.

– No volvamos a lo de antes, responde a mis preguntas. De lo contrario, empezaré a escribir sobre ti.

– No tengo ningún tipo de información sobre lo que ha revelado el fiscal. Estoy tan sorprendida como el resto del pueblo sueco.

– ¿Sorprendida?

– Elige la palabra que prefieras. Sorprendida, aliviada, indiferente, lo que quieras.

– Bien, te haré unas preguntas sencillas.

– Voy a colgar.

– Si lo haces, escribiré que una jueza de Helsingborg que acaba de abandonar Hudiksvall precipitadamente se niega a responder a mis preguntas. ¿Has vivido alguna vez la situación de tener la casa sitiada por periodistas? No cuesta nada. Antiguamente en este país no se tardaba nada en organizar a una chusma para que linchasen a alguien, bastaba con difundir, de forma bien planificada, ciertos rumores. Una manada de periodistas se parece muchísimo a ese tipo de chusma.

– ¿Qué quieres exactamente?

– Respuestas. ¿Para qué fuiste a Hudiksvall?

– Soy pariente de varias de las víctimas. No te diré cuáles.

Birgitta oía la pesada respiración del periodista mientras éste consideraba o tal vez anotaba sus palabras.

– Sí, eso puede ser cierto. ¿Por qué te marchaste?

– Porque quería volver a casa.

– ¿Qué hay en la bolsa de plástico con la que saliste de la comisaría?

Antes de contestar, Birgitta reflexionó un instante.

– Una serie de diarios que pertenecen a mi pariente.

– ¿Es verdad eso?

– Lo es. Si vienes a Helsingborg, te mostraré uno de los diarios por la puerta entrecerrada, para que lo veas. Gracias por su visita.

– Te creo. Debes comprender que sólo hago mi trabajo.

– ¿Hemos terminado ya?

– Sí, hemos terminado.

Birgitta Roslin colgó el auricular de golpe. La conversación la había irritado tanto que estaba empapada de sudor. Sin embargo, las respuestas que le había dado a Emanuelsson eran tan ciertas como completas. Lars Emanuelsson no tendría nada sobre lo que escribir, pero su tozudez seguía llenándola de admiración y hubo de admitir que, seguramente, sería un buen reportero.

Pese a que le habría resultado más fácil tomar el transbordador a Helsingör, fue hasta Malmö y cruzó el largo puente que antes sólo había atravesado en autobús. Karin Wiman vivía en Gentofte, al norte de Copenhague. Birgitta Roslin se equivocó dos veces antes de tomar la rotonda adecuada y, de ahí, la carretera de la costa hacia el norte. Soplaba un fuerte viento y hacía frío, pero el cielo estaba despejado. Eran las once cuando dio con la hermosa casa de Karin. Allí vivía cuando se casó y en ella murió su marido. Era un edificio blanco de dos plantas, rodeado de un jardín grande y frondoso. Birgitta sabía que desde la planta alta se veía el mar por encima de los tejados de las casas.

Karin Wiman salió a recibirla. Birgitta comprobó que había adelgazado y que estaba más pálida de como ella la recordaba. Lo primero que pensó fue que quizás estaba enferma. Se dieron un abrazo, entraron, dejaron la maleta en la habitación que ocuparía Birgitta y Karin la guió para enseñarle la casa. No se habían producido muchos cambios desde la última vez que Birgitta estuvo allí. Karin había querido conservarla como cuando vivía su marido, se dijo. «¿Qué habría hecho yo en su lugar?» No supo qué contestarse. Claro que ella y Karin eran muy distintas. Y esa amistad suya tan resistente se basaba precisamente en esa gran disparidad. Habían desarrollado una especie de parapeto con el que amortiguar los golpes que se propinaban mutuamente.

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