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– ¿Cuál será el siguiente paso?

– Habrá otro interrogatorio con el detenido.

– ¿Tiene ya abogado defensor?

– Ha solicitado la asistencia de Tomas Bodström. Pero no creo que la obtenga.

– ¿Estás seguro de haber detenido al verdadero responsable?

– Aún es muy pronto para responder a eso pero, por ahora, estoy satisfecho de que haya sido arrestado.

Ahí terminó la entrevista y Birgitta bajó el volumen del televisor. Staffan la miró con curiosidad.

– ¿Qué tiene que decir la señora jueza sobre este asunto?

– Está claro que han encontrado algo seguro. De lo contrario jamás les habrían autorizado la detención de ese individuo. Sin embargo, está arrestado por indicios racionales de criminalidad, es decir, que o actúa así por prudencia, o no tiene nada más que ofrecer.

– ¿Un hombre solo ha podido cometer semejante barbarie?

– Que sea el único detenido no significa que esté solo.

– ¿Tú crees que puede tratarse de otra cosa aparte de la acción de un loco?

Birgitta guardó silencio un rato, antes de responder.

– ¿Planificaría un loco su crimen? Tus respuestas son tan buenas como las mías.

– O sea, que no cabe más que esperar y ver.

Se tomaron un té y se fueron a dormir temprano. Él le posó la mano en la mejilla.

– ¿En qué piensas? -le preguntó Staffan.

– Que en Suecia hay una cantidad ingente de bosque.

– Yo creía que verte libre de todo te parecería un alivio.

– ¿De qué, por ejemplo? ¿De ti?

– De mí. Y de los juicios. Una pequeña rebelión en la edad madura.

Birgitta se acercó más a él.

– A veces me digo: ¿esto era todo? Ya sé que suena injusto. Tú, los niños, mi trabajo, ¿qué más puedo pedir? Sin embargo, aquello otro…, lo que pensábamos cuando éramos jóvenes…, la voluntad no sólo de comprender el mundo, sino también de cambiarlo. Si miramos a nuestro alrededor, comprobaremos que el mundo es peor que antes.

– No del todo. Ahora fumamos menos, hay ordenador y teléfono móvil.

– Es como si la tierra entera se hallase en vías de descomposición. Y nuestros tribunales están en el límite de la inoperancia cuando se trata de defender la dignidad moral del país.

– ¿Y en eso has estado pensando durante tu visita a Norrland?

– Es posible. Estoy algo abatida, pero quizá sea necesario sentirse así a veces.

Guardaron silencio. Birgitta esperaba que él se volviese hacia ella, pero Staffan no se inmutó.

«Aún no hemos llegado a ese punto», se dijo decepcionada. Al mismo tiempo, no comprendía por qué no era capaz de hacer ella misma aquello que esperaba de él.

– Deberíamos emprender un viaje -propuso él de improviso-. Además, hay conversaciones que es mejor mantener a la luz del día y no antes de dormirse.

– Podríamos irnos de peregrinación -sugirió Birgitta-. Recorrer el camino de Santiago de Compostela, según manda la tradición. Ir guardando piedras en las mochilas, cada piedra representa uno de los problemas a los que nos enfrentamos. Y, según vayamos encontrando la solución, iremos dejando las piedras en el camino.

– ¿Hablas en serio?

– Por supuesto. Aunque no sé si mis rodillas aguantarán.

– Si llevas demasiado peso, te saldrá un espolón.

– ¿Y eso qué es?

– No sé, algo que sale en el talón. Un buen amigo mío lo tiene. Ture, el veterinario. Es muy doloroso.

– Deberíamos hacernos peregrinos -susurró ella-. Pero ahora no. Antes tengo que dormir. Y tú también.

Al día siguiente, Birgitta Roslin llamó al médico para comprobar que la revisión planificada para dentro de cinco días seguía en pie. Después limpió la casa y no dedicó más que una mirada fugaz a la bolsa de los diarios. Habló con sus hijos de organizarle a Staffan una fiesta sorpresa para su cumpleaños. Todos estuvieron de acuerdo en que era una idea excelente, así que fue llamando a los amigos para invitarlos. De vez en cuando escuchaba las noticias sobre Hudiksvall. La información que iban dispensando desde la sitiada comisaría de policía era bastante escueta.

Ya a última hora de la tarde se sentó ante el escritorio y, sin gran entusiasmo, sacó los diarios. Ahora que había un detenido por los asesinatos, sus teorías habían perdido interés. Fue pasando las hojas hasta la página donde había dejado la lectura la última vez.

En ese momento sonó el teléfono. Era Karin Wiman.

– Hola, sólo quería saber si habías llegado bien.

– Los bosques suecos son infinitos. Me extraña que a la gente que habita en sus tinieblas no le crezcan pinochas. A mí me dan miedo los abetos. Me ponen triste.

– ¿Y las hojas de los árboles?

– Van mejor. Pero lo que yo necesito ahora mismo es campo abierto, el mar, el horizonte.

– Pues ven a verme. Sólo tienes que cruzar el puente. Tu llamada me trajo a la memoria una serie de recuerdos… Nos hacemos mayores. De repente, los viejos amigos se nos antojan reliquias que debemos conservar. Yo heredé de mi abuela unos jarrones de cristal preciosos, bastante caros, de Orrefors. Pero ¿qué es eso comparado con la amistad?

A Birgitta Roslin le atrajo la idea. De hecho, ella también se había quedado pensando en la conversación con Karin Wiman.

– ¿Cuándo te vendría bien? Yo estoy de baja por enfermedad, por algo de anemia y la tensión alta.

– Hoy no, pero quizá mañana.

– ¿Ya no das clases?

– Cada vez me dedico más a la investigación. Adoro a mis alumnos, pero me agotan. Sólo les interesa China porque creen que allí pueden hacerse ricos. China es el Klondyke de nuestros días. Son pocos los que desean profundizar en sus conocimientos sobre el gigantesco Reino del Centro y su pasado, que es de un dramatismo casi inverosímil.

Birgitta pensó en el diario que tenía ante sí. También allí se intuía entre líneas un Klondyke.

– Por supuesto, puedes quedarte en mi casa. Mis hijos casi nunca están.

– Pero ¿y tu marido?

– Murió, ya sabes.

Birgitta Roslin habría querido morderse la lengua… Lo había olvidado. Karin Wiman llevaba viuda casi diez años. Su marido, el hermoso joven de Aarhus que estudió medicina, murió de una leucemia galopante con poco más de cuarenta años.

– Lo siento, debería haberlo recordado.

– No te preocupes. Bueno, ¿vendrás?

– Mañana. Y me gustaría hablar de China. Tanto de la vieja como de la nueva.

Anotó la dirección, quedaron a una hora y notó cómo la idea de volver a ver a Karin la llenaba de alegría. Hubo un tiempo en que fueron íntimas. Después sus caminos las condujeron por derroteros diferentes, cada vez tenían menos contacto, cada vez se llamaban con menor frecuencia. Birgitta Roslin asistió a la lectura de tesis de Karin Wiman y a su discurso de toma de posesión de su puesto en la Universidad de Copenhague. En cambio Karin nunca presenció uno de sus juicios.

La asustaba el olvido. ¿Cuál era el origen de su dispersión mental? Todos los años que llevaba ejerciendo de jueza, concentrada en alegatos y testimonios, habían agudizado su capacidad de concentración. Y ahora no recordaba siquiera que el marido de Karin llevaba diez años muerto.

Se sacudió aquella desagradable sensación y comenzó a leer el diario por donde lo tenía abierto. Poco a poco fue dejando el invierno de Helsingborg para meterse en el desierto de Nevada, poblado de hombres con sombreros oscuros o pañuelos anudados alrededor de la cabeza, que empleaban todas sus fuerzas en conseguir que el ferrocarril se extendiese hacia el este, metro a metro.

En sus notas, J.A. seguía hablando mal de cuantos trabajaban con él o estaban bajo su responsabilidad. Los irlandeses son perezosos y borrachos, los pocos negros que contrata la compañía constructora son fuertes, pero reacios a esforzarse. J.A. desea que lleguen esclavos de las islas caribeñas o del sur de América, pues ha oído hablar bien de ellos. Tan sólo los latigazos son capaces de convencer a aquellos hombres de que trabajen con ahínco. Le gustaría poder azotarlos como si fuesen bueyes o asnos. Birgitta no logró averiguar a qué pueblos detestaba más. Tal vez a los indios, a la población originaria de América, contra los que prodiga su desprecio. Su renuencia al trabajo, sus taimadas artimañas no pueden compararse con ninguno de los representantes de la escoria a la que se ve obligado a patear y golpear para que el ferrocarril continúe serpenteando. De vez en cuando habla también de los chinos, a los que quisiera mandar al océano Pacífico y darles a elegir entre ahogarse o llegar nadando hasta China. No obstante, no es capaz de negar que son buenos trabajadores. No beben alcohol, se lavan y cumplen las normas. Sus únicas debilidades son su pasión por el juego y sus extrañas ceremonias religiosas. J.A. intenta argumentar por qué detesta de tal manera a unas personas que se dedican a facilitarle a él el trabajo. En algunas frases de difícil interpretación, Birgitta creyó entender que, según J.A., los chinos, tan sufridos y trabajadores, estaban destinados para eso en la vida, simplemente. Habían alcanzado un nivel que jamás superarían por mucho que se desarrollasen.

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