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Hans Mattsson se le acercó a la hora del almuerzo y le preguntó cómo iba la cosa.

– Mienten -aseguró Birgitta-. Pero las pruebas de la investigación son concluyentes. La cuestión es si la intérprete es o no buena.

– Pues goza de mucha reputación -afirmó sorprendido Hans Mattsson-. Me aseguré de que nos enviasen a la mejor de todo el país.

– Puede que tenga un mal día.

– Y tú, ¿tienes un mal día?

– No, pero esto va lento. Dudo que terminemos para mañana por la tarde.

En los interrogatorios de la tarde, Birgitta Roslin continuó observando a los espectadores de vez en cuando. De repente se fijó en una mujer vietnamita de mediana edad que ocupaba un asiento en un rincón de la sala, medio oculta detrás del resto del público. Cada vez que Birgitta la miraba, la sorprendía mirándola a ella, en tanto que el resto de los vietnamitas se concentraban sobre todo en sus amigos o familiares acusados.

Recordó el día en que, hacía unos meses, fue a presenciar aquel juicio en China. «Tal vez ella sea una especie de intercambio vietnamita», se dijo irónica. «Claro que, en tal caso, alguien me lo habría dicho. Y, además, ella no tiene a su lado a nadie que le vaya explicando lo que ocurre.»

Una vez terminado el interrogatorio del día, aún dudaba de que las sesiones del día siguiente bastasen para exponer cuanto había que decir. Se sentó en su despacho e hizo una valoración de lo que faltaba para dar por terminado el juicio e informar de cuándo dictaría sentencia. Tal vez todo fuese bien, si no sucedía nada inesperado.

Aquella noche durmió profundamente, ningún ruido la molestó.

Al día siguiente, cuando se retomó el juicio, vio que la mujer volvía a ocupar su discreto puesto en la sala. Había algo en su persona que la inquietaba. Aprovechando una de las pausas, le pidió a un guarda de seguridad que comprobase si la mujer también estaba sola fuera de la sala. Justo antes de que reanudasen la vista, el guarda se le acercó para decirle que, en efecto, así era. La mujer no había hablado con nadie.

– Mantenla vigilada -le ordenó Birgitta.

– Si quieres, puedo impedirle que entre.

– ¿Y cómo íbamos a justificar su expulsión?

– Simplemente diciendo que te preocupa.

– No, lo único que te pido es que la tengas vigilada. Sólo eso.

Pese a que Birgitta Roslin estuvo dudando hasta el último minuto, consiguió apremiar las declaraciones de modo que estuvieron listos aquella misma tarde. Informó de que dictaría sentencia el 20 de junio y dio por terminado el juicio. Lo último que vio antes de dejar la sala y tras haberles dado las gracias a sus colaboradores fue la mujer vietnamita, que se volvió a mirarla y se quedó observándola mientras salía de la sala.

Hans Mattsson acudió a su despacho una vez terminado el juicio. Había escuchado las alocuciones finales de la defensa y del fiscal por el sistema de megafonía interna.

– Palm ha tenido un par de días estupendos.

– La cuestión es cómo establecer la pena. No cabe la menor duda de que los hermanos Tran son los protagonistas. Los otros dos son cómplices, claro está. Pero parecen intimidados por los hermanos. Resulta difícil ignorar que cabe la posibilidad de que hayan asumido más culpa de la que en realidad tienen.

– Bueno, si quieres que hablemos de ello, no tienes más que decirlo.

Birgitta Roslin recogió sus notas y se preparó para marcharse a casa. Staffan le había enviado un mensaje al móvil en el que le aseguraba que todos se encontraban bien. Estaba a punto de salir del despacho, cuando sonó el teléfono. Por un instante, pensó en no contestar, pero al final alcanzó el auricular.

– Soy yo.

Reconoció la voz del hombre que había llamado, pero no la ubicaba.

– ¿Quién?

– Nordin, el vigilante.

– Perdona, estoy algo cansada.

– Llamaba para avisarte de que tienes visita.

– ¿De quién se trata?

– La mujer que me pediste que tuviese vigilada.

– ¿Sigue aquí? ¿Qué quiere?

– No lo sé.

– Si es pariente de alguno de los vietnamitas acusados, no puedo hablar con ella.

– Creo que te equivocas.

Birgitta Roslin empezaba a impacientarse.

– ¿Qué quieres decir? No me está permitido hablar con ella.

– Quiero decir que no es vietnamita. Habla un inglés perfecto y es china. Quiere hablar contigo. Según dice, es muy importante.

– ¿Dónde está?

– Te está esperando fuera. La veo desde aquí. Acaba de arrancar una hoja de un abedul.

– Ya, ¿y tiene nombre esa mujer?

– Seguro que sí, pero no me lo ha dicho.

– Voy ahora mismo. Dile que me espere.

Birgitta Roslin se acercó a la ventana, desde allí pudo ver a la mujer en la acera.

Pocos minutos después bajó a la calle.

35

La mujer, que se llamaba Ho, podía ser la hermana menor de Hong. Al verla de cerca, la asombró el parecido no sólo por el peinado, sino también por la dignidad que emanaba de su persona. Cuando Birgitta bajó a la calle, Ho aún tenía la hoja de abedul en la mano.

La mujer se presentó en un inglés impecable, igual que Hong.

– Tengo un mensaje para ti -le dijo Ho-. Si no te molesto…

– Mi jornada laboral ha terminado.

– No entendí una sola palabra de lo que se dijo en la sala, pero me di cuenta del respeto con que todos te trataban.

– Hace unos meses, tuve la oportunidad de presenciar un juicio en China. También lo presidía una jueza, a la que todos miraban con gran respeto.

Birgitta Roslin le preguntó si quería ir a una cafetería o a un restaurante, pero Ho señaló los bancos de un parque cercano.

Las dos mujeres fueron a sentarse en uno de ellos. A pocos metros de donde se encontraban había un grupo de hombres de cierta edad a los que Birgitta había visto muchas veces. Tenía el vago recuerdo de haber condenado a uno de ellos por alguna falta que había olvidado. «Son los eternos habitantes del parque. Los borrachos de los jardines, hombres solitarios que barren la hojarasca de los cementerios, los que hacen que gire la rueda de la sociedad sueca. Si anulamos su presencia, ¿qué nos queda?», solía preguntarse.

Entre los borrachos agrupados en torno al banco había un hombre de color. También en esas esferas iba adquiriendo su identidad la nueva Suecia.

Birgitta Roslin sonrió para sí.

– Ha llegado la primavera -comentó.

– He venido para hablarte de la muerte de Hong.

Birgitta no sabía cuál sería el mensaje de aquella mujer, pero desde luego no se esperaba aquello. Sintió una punzada, no de dolor, sino de un pánico repentino.

– ¿Qué pasó?

– Falleció en un accidente de tráfico durante un viaje a África. Su hermano estaba con ella, pero sobrevivió. Bueno, quizá ni siquiera iba en el coche. La verdad es que desconozco los detalles.

Birgitta se quedó muda mirando a Ho, procesando la información, intentando comprenderla. El flamante colorido de la primavera quedó de pronto ensombrecido por la noticia.

– ¿Cuándo sucedió?

– Hace varios meses.

– ¿En África?

– La querida Hong formaba parte de una delegación que viajó a Zimbabue. Nuestro ministro de Comercio, el señor Ke, hizo al país africano una visita que se consideraba de capital importancia. El accidente ocurrió durante un viaje a Mozambique.

Dos de los borrachos empezaron a gritarse y a golpearse.

– Vámonos -dijo Birgitta al tiempo que se levantaba del banco.

Fueron a una pastelería que quedaba cerca y donde apenas si había clientes. Birgitta le pidió a la joven camarera que bajase el volumen de la música.

La joven obedeció. Ho pidió una botella de agua mineral y Birgitta tomó café.

– Cuéntame -rogó Birgitta-, con todo lujo de detalles y despacio, todo lo que sepas. Durante los pocos días que tuve oportunidad de conocer a Hong, se convirtió en algo así como una amiga. Pero ¿quién eres tú? ¿Quién te ha enviado desde tan lejos, desde el mismo Pekín? Y, ante todo, ¿por qué?

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