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Cuando por fin decidió meterse en la cama con su amiga, lamentó haber mostrado la fotografía de Wang Min Hao.

Tenía frío. Estuvo despierta un buen rato. La envolvía el frío de la noche invernal de Pekín.

25

Al día siguiente nevaba levemente sobre Pekín. Karin Wiman se levantó a las seis de la mañana para revisar la conferencia que debía pronunciar aquella mañana. Birgitta Roslin se despertó y la vio sentada junto a la ventana. Aún era de noche y Karin había encendido una lámpara de pie. A Birgitta la invadió una vaga sensación de envidia. Karin había elegido una vida que incluía viajes y encuentros con culturas extrañas. Su existencia, en cambio, se desarrollaba en salas de vistas, el escenario de una lucha sin cuartel entre la verdad y la mentira, la arbitrariedad y la justicia, con un resultado incierto y a menudo poco alentador.

Karin se dio cuenta de que Birgitta se había despertado y la miró.

– Está nevando -le anunció-. Escasamente y en copos pequeños. En Pekín jamás caen copos grandes. La nieve aquí es ligera, pero afilada como la arena del desierto.

– Vaya, qué trabajadora, tan temprano…

– Estoy nerviosa. El auditorio es tan numeroso y tan ávido de detectar algún fallo cuando hable…

Birgitta se sentó en la cama y movió la cabeza con cuidado.

– Aún me duele el cuello.

– Las óperas de Pekín exigen resistencia física.

– Me gustaría asistir a otra representación, pero sin intérprete.

Karin se marchó poco después de las siete. Acordaron verse otra vez por la tarde. Birgitta durmió una hora más y, cuando terminó de desayunar, habían dado las nueve. La desazón del día anterior se había esfumado. El rostro que creyó ver después de la ópera debió de ser fruto de su imaginación, que a veces echaba a volar de forma tan sorprendente que ya debería estar acostumbrada.

Se sentó un rato en la silenciosa recepción donde silenciosos espíritus serviles limpiaban con plumeros las columnas de mármol. La irritaba su ociosidad y decidió buscar un centro comercial en el que comprar un juego de mesa chino. Recordó, además, que le había prometido a Staffan llevarle especias. Un joven recepcionista le dibujó en el plano cómo llegar a un centro comercial en el que podría comprarlo todo, el juego y las especias. Cambió algo de dinero en el banco del hotel antes de salir. El frío se había atenuado. Leves copos de nieve revoloteaban en el aire. Se tapó la boca y la nariz con la bufanda y emprendió el camino.

Después de recorrer unos metros, se detuvo y miró a su alrededor. La gente se movía de aquí para allá por las aceras. Se quedó observándolos, unos estaban inmóviles, fumando, otros hablaban por teléfono o simplemente aguardaban, estáticos. Ninguno de los rostros le resultaba familiar.

Tardó cerca de una hora en llegar al centro comercial, situado en una calle peatonal llamada Wangfuijing Daije. Ocupaba toda la manzana y, cuando entró, tuvo la sensación de acceder a un laberinto gigantesco. Enseguida la envolvió un hormiguero de gente. Se dio cuenta de que la gente la miraba de reojo y comentaba su aspecto y su ropa. En vano buscó algún letrero en inglés. Cuando llegó a las escaleras automáticas, varios vendedores se dirigieron a ella en un inglés precario.

En la tercera planta encontró una sección de libros y papelería donde también vendían juguetes. Se dirigió a una joven dependienta que, a diferencia del personal de hotel, no la entendió. La dependienta dijo algo rápidamente por un teléfono y, un segundo más tarde, un hombre de más edad apareció a su lado sonriendo.

– Busco juegos de mesa -explicó Birgitta-. ¿Dónde puedo encontrarlos?

– ¿Mahjong?

El hombre la condujo a otra planta donde, de pronto, se vio rodeada de estanterías llenas de juegos. Escogió dos, le dio las gracias al hombre y se encaminó a la caja. Con los juegos envueltos y dentro de una gran bolsa de vivos colores, buscó por sí sola la sección de alimentación, donde fue oliendo un montón de especias desconocidas en pequeñas y hermosas bolsas de papel. Después se sentó en una cafetería que había junto a la salida. Pidió un té y una pasta china tan dulce que le costó trabajo comérsela. Dos niños pequeños se le acercaron y se quedaron mirándola un rato, hasta que su madre les gritó algo desde una mesa cercana.

Justo antes de levantarse, volvió a experimentar la sensación de que la estaban observando. Miró a su alrededor, intentó localizar algún rostro conocido, pero ninguno le resultaba familiar. La irritaba sufrir ese tipo de obsesiones y se marchó enojada del centro comercial. Puesto que la bolsa era muy pesada, tomó un taxi hasta el hotel mientras pensaba a qué dedicaría el resto del día. A Karin no podría verla hasta la noche, después de una cena de gala de asistencia obligatoria que Karin no podía eludir, por más que quisiera.

Dejó las compras en el hotel y decidió visitar el museo de arte ante cuyas puertas había pasado el día anterior. Conocía el camino y recordó que había varios restaurantes en cualquiera de los cuales podía comer cuando tuviese hambre. Ya había dejado de nevar y las nubes empezaban a disiparse. De repente se sintió más joven, con más energía que por la mañana. «En estos momentos, soy la piedra que rueda libremente, lo que soñábamos ser cuando éramos jóvenes», se dijo. «Una piedra rodante con dolor de cuello.»

El edificio principal del museo parecía una torre china con pequeños balcones y decoración saliente en el tejado. Los visitantes accedían al interior a través de una puerta gigantesca. Puesto que el museo era enorme, decidió visitar sólo la planta baja, que alojaba una exposición sobre el modo en que el Ejército de Liberación Popular se había servido del arte como arma de propaganda. La mayoría de los cuadros estaban ejecutados de aquella forma idealizada que ella recordaba de los diarios gráficos chinos de los años sesenta. Sin embargo, también había pinturas no figurativas que narraban la guerra y el caos en colores intensos.

Por todas partes se veía rodeada de vigilantes y de guías, en general chicas jóvenes que vestían uniformes de color azul marino. Intentó hablar con alguna de ellas, pero no sabían inglés.

Pasó un par de horas en el museo. Cuando salió a la calle, eran cerca de las tres. Echó una ojeada al hospital y, a su espalda, al elevado edificio de la terraza colgante. Entró en un sencillo restaurante que había junto al museo y en el que, tras señalar varios platos de los que había en las mesas de otros comensales, le asignaron una mesa en una esquina. También había señalado una botella de cerveza y, en cuanto empezó a beber, tomó conciencia de lo sedienta que estaba. Comió demasiado y se tomó dos tazas de té bien cargado para disipar el sopor de la digestión mientras miraba las postales de pintura china que había comprado en el museo.

De repente, sintió que había terminado con Pekín, pese a que sólo llevaba allí dos días. Se sentía inquieta, añoraba su trabajo y pensaba que el tiempo se le escapaba de las manos. No podía seguir deambulan do por Pekín. Ahora que ya había comprado los juegos y las especias, echaba de menos un objetivo. «Un plan», se dijo. «En primer lugar iré al hotel, descansaré y luego pensaré un plan de verdad. Voy a pasar aquí cinco días más y Karin sólo tendrá tiempo para estar conmigo los dos últimos.»

Cuando salió a la calle, el sol había vuelto a desaparecer tras las nubes y hacía más frío. Se cerró bien el chaquetón cruzado y decidió respirar a través de la bufanda.

Un hombre se le acercó con un papel y unas tijeras pequeñas en la mano y, en un inglés bastante torpe, le preguntó si podía recortar su silueta. Dicho esto, le mostró un archivador con fundas de plástico donde guardaba otras siluetas recortadas por él. Su primer impulso fue negarse, pero cambió de idea. Se quitó el gorro, dobló la bufanda y se puso de perfil.

El resultado era de una perfección asombrosa. El hombre le pidió cinco dólares, pero ella le pagó diez.

75
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