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Le costaba decidirse. Antes de mostrar la foto, debía inventar un motivo para preguntar por él. Y, por supuesto, dicho motivo no podía guardar ninguna relación con los sucesos de Hesjövallen. Si le preguntaban para qué lo buscaba, tenía que estar en condiciones de ofrecer una respuesta verosímil.

Un joven se detuvo a su lado y le dijo algo que ella al principio no entendió, hasta que se dio cuenta de que se dirigía a ella en inglés.

– ¿Te has perdido? ¿Necesitas ayuda?

– No, sólo estaba mirando el edificio. Es muy hermoso. ¿Sabes quién es su propietario?

El hombre negó con la cabeza, un tanto sorprendido.

– Soy estudiante de veterinaria -le explicó-. No sé nada de grandes edificios. ¿Necesitas ayuda? Intento mejorar mi inglés.

– Pues no lo hablas mal.

– Lo hablo fatal, pero si practico, mejoraré.

Una cita del pequeño libro rojo de Mao cruzó su mente, pero se le escapó. Algo sobre práctica, capacidad, sacrificios por el pueblo. Ya se tratase de criar cerdos o de aprender una lengua extranjera.

– Hablas demasiado rápido -le explicó Birgitta-. Cuesta captar todas las palabras que dices. Intenta hablar más despacio.

– ¿Mejor así?

– Bueno, ahora quizá vayas demasiado despacio.

El joven volvió a intentarlo. Birgitta comprendió que había aprendido de forma mecánica, sin comprender de verdad el significado de las palabras.

– ¿Y ahora?

– Ahora se te entiende mejor.

– ¿Puedo ayudarte a encontrar el camino?

– No me he perdido. Sólo estoy contemplando ese edificio tan hermoso.

– Sí, es muy hermoso.

Birgitta señaló la terraza colgante.

– Me pregunto quién vivirá allá arriba.

– Alguien con mucho dinero.

De repente, se le ocurrió una idea.

– Oye, me gustaría pedirte un favor. -Sacó la fotografía de Wang Min Hao-. ¿Podrías acercarte a los guardias y preguntarles si reconocen a este hombre? Si te preguntan por qué quieres saberlo, diles que alguien va a encomendarte un mensaje para él.

– ¿Qué mensaje?

– Diles que tienes que ir a buscarlo y vuelve aquí. Te esperaré ante la fachada principal del hospital.

Entonces, el joven le hizo la pregunta que ella se temía.

– ¿Por qué no vas y preguntas tú misma?

– Soy demasiado tímida. Pienso que una mujer occidental y sola no debe andar preguntando por un hombre chino así, sin más.

– ¿Lo conoces?

– Sí.

Birgitta Roslin intentó parecer tan equívoca como le fue posible al tiempo que empezaba a arrepentirse de su ocurrencia y se disponía a alejarse de allí.

– Ah, otra cosa -añadió-. Pregunta quién vive allá arriba, en la última planta. Parece una vivienda con una terraza enorme.

– Yo me llamo Huo -se presentó el joven-. Voy a preguntar.

– Yo Birgitta. Lo único que tienes que hacer es fingir curiosidad.

– ¿De dónde eres? ¿De Estados Unidos?

– De Suecia. En chino creo que se dice Rui Dian.

– No sé dónde está.

– Pues es casi imposible de explicar.

Cuando el joven miró a ambos lados de la calle para cruzar, ella se apresuró a volver a la entrada del hospital.

Ya no estaban las enfermeras. Un anciano con muletas salió por la puerta. De pronto, tuvo la sensación de que se metía en una situación peligrosa. Se tranquilizó al recordar la cantidad de gente que andaba por las calles. Un hombre que había asesinado a tantas personas en un pueblecito sueco podía escapar; pero no alguien que arremete contra una turista occidental que visita el país. A plena luz del día. China no podía permitirse ese tipo de sucesos.

De pronto, el hombre de las muletas se cayó al suelo. Uno de los jóvenes policías que vigilaban la puerta ni se inmutó. Birgitta vaciló un instante, pero al final acudió a socorrer al hombre, de cuyos labios surgió una avalancha de palabras que ella no comprendió; ni siquiera sabía si expresaban gratitud o enojo. El anciano despedía un fuerte olor a especias o a alcohol.

El hombre prosiguió su camino a través del jardín en dirección a la calle. «Tendrá un hogar en algún sitio», se dijo Birgitta. «Una familia, amigos. En su juventud, seguramente, estuvo con Mao y participó en la construcción de este ingente país para que todos tuviesen un par de zapatos. ¿Acaso puede ser mayor la aportación de un ser humano? ¿Mayor que la de procurar que a la gente no se le congelen los pies o que no vaya desnuda o pase hambre?»

Al cabo de un rato volvió Huo. Caminaba despacio, sin mirar a su alrededor. Birgitta Roslin se le acercó.

El joven meneó la cabeza.

– Nadie lo ha visto.

– ¿Nadie sabe quién es?

– No.

– ¿A quién le enseñaste la foto?

– A los guardias. Y a otro hombre que salió del edificio. Llevaba gafas de sol. ¿Lo he pronunciado bien, «gafas de sol»?

– Muy bien. ¿Y quién vive en la última planta?

– Eso no me lo han dicho.

– Pero ahí vive alguien, ¿no?

– Creo que sí. Aunque no les gustó la pregunta.

– ¿Por qué lo dices?

– Me dijeron que me largase.

– ¿Y qué hiciste?

El joven la miró sorprendido.

– Pues irme.

Birgitta sacó del bolso un billete de diez dólares. Al principio, el joven no quería aceptarlos. Le devolvió la foto de Wang Min Hao y le preguntó en qué hotel se alojaba, se aseguró de que encontraría el camino de vuelta al hotel, se inclinó respetuosamente y se despidió de ella.

Por el camino de regreso al hotel volvió a experimentar la vertiginosa sensación de que la muchedumbre podría engullirla en cualquier momento, sin que nadie lograse dar con ella después. Sintió un súbito mareo y se vio obligada a apoyarse en la pared. Muy cerca de donde se hallaba había una casa de té. Entró, pidió una taza y unas galletas y empezó a respirar hondo. Allí estaba otra vez la ansiedad que había venido experimentando durante los últimos años. El vértigo, la sensación de caída. El largo viaje hasta Pekín no la había liberado del desasosiego que la embargaba.

Pensó de nuevo en Wang. «Hasta aquí he podido seguir su rastro, pero sólo hasta aquí.» Dejó caer mentalmente su mazo de jueza sobre la mesa de la tetería y declaró para sí que se había terminado. Un joven que hablaba mal inglés le había ayudado a llegar lo más lejos posible.

Pidió la cuenta, que le pareció excesiva, y volvió a salir al frío viento de la calle.

Aquella noche fueron al teatro que se hallaba en el interior del edificio del gran Qianmen Hotel. Aunque tenían auriculares, Karin Wiman había solicitado los servicios de un intérprete. Durante las cuatro horas que duró, Birgitta Roslin admiró la representación sentada mientras la joven intérprete le susurraba al oído el, en ocasiones, incomprensible resumen de lo que sucedía en escena. Tanto Karin como ella quedaron decepcionadas, pues no tardaron en comprender que la representación se componía de extractos de diversas piezas clásicas de óperas de Pekín, cierto que de primera clase, pero totalmente adaptadas a turistas. Una vez terminada la función, abandonaron el frío local con un terrible dolor en el cuello.

A la puerta del teatro aguardaba un coche que la organización del congreso había puesto a disposición de Karin. A Birgitta le pareció ver, en el trajín de la calle, al joven Huo, el que antes se había dirigido a ella en inglés.

Fue tan rápido que apenas logró captar su rostro, ya lo había perdido.

Cuando llegaron al hotel, miró atrás, pero allí no había nadie. Al menos, nadie cuyo rostro ella reconociese.

Sintió un escalofrío. El pánico la invadió como nacido de la nada. El joven al que había visto al salir del teatro era Huo, estaba segura de ello.

Karin le preguntó si le apetecía tomarse una copa antes de irse a dormir. Birgitta aceptó.

Una hora más tarde, Karin ya dormía. Birgitta contemplaba por la ventana las brillantes luces de neón.

El desasosiego no la abandonaba. ¿Cómo sabía Huo que estaba allí? ¿Por qué la había seguido?

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