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– Uno cree cuando sabe poco. Como nosotras entonces. Y, además, nos alimentamos de las mentiras que nos contaban quienes nos engañaron. ¿Recuerdas a aquel español?

Birgitta se acordaba de él perfectamente. Uno de los líderes del movimiento rebelde era un español muy carismático que había estado en China en 1967 y que había visto la marcha de la Guardia Roja. Nadie se habría atrevido a rebatir el relato de un testigo presencial como él.

– ¿Qué fue de él?

Karin Wiman meneó la cabeza.

– No lo sé. Cuando el movimiento quedó aplastado, desapareció. Oí que terminó en Tenerife vendiendo sanitarios. Puede que ya haya muerto o que se hiciera religioso, que es lo que en realidad era entonces. Creía en Mao como se cree en Dios. Quién sabe, quizá sentó la cabeza en su trabajo político. Podría decirse que brilló durante unos pocos meses y alteró gravemente las vidas de muchas personas movidas por su buena voluntad.

– Yo tenía siempre tanto miedo… A no dar la talla, a no saber lo suficiente, a dar opiniones poco meditadas, a verme obligada a la autocrítica.

– Como todos. Menos el español, quizá, pues él era el infalible. Era el hijo que Dios envió a la Tierra con el libro de Mao en la mano.

– Pero tú te enterabas más que yo. Tú recapacitaste después y entraste en un partido de izquierdas, un partido con los pies en la tierra.

– Bueno, no era tan sencillo. Allí tenían otro catecismo. Aún dominaba la visión de la Unión Soviética como una especie de ideal social. Y no tardé mucho en sentirme extraña allí también.

– Ya, puede, pero fue mejor que retirarse del todo, como hice yo.

– Nos separamos, simplemente. Aunque no sé por qué.

– Supongo que no teníamos nada de qué hablar. Se nos escapó el aire. Durante unos años, yo me sentí como una cáscara vacía.

Karin alzó la mano.

– Alto, no empecemos a despreciarnos a nosotras mismas. Después de todo, nuestro pasado es el que tenemos y no todo lo que hicimos fue negativo.

Degustaron una serie de platos chinos y terminaron con un té. Birgitta sacó el folleto con los caracteres escritos a mano que Karin había interpretado como el nombre del hospital Longfu.

– Pensaba invertir la tarde en visitar ese hospital -le dijo.

– ¿Por qué?

– Siempre está bien ponerse un objetivo cuando uno deambula por una ciudad extraña. En realidad, no importa cuál. Si vas sin un plan, los pies terminan agotándose. No tengo a nadie a quien visitar y nada que de verdad desee ver; pero puede que encuentre un letrero con estos caracteres. Entonces te diré que tenías razón.

Se despidieron al salir del ascensor. Karin iba con prisa para llegar a tiempo a su seminario. Birgitta se quedó un rato en su habitación de la décima novena planta y se echó a descansar un momento.

Ya durante el paseo matinal había experimentado un desasosiego que no era capaz de abarcar. Rodeada de todas aquellas personas que se apretujaban por las calles, o sola en el anónimo hotel de la gran ciudad de Pekín, se sentía como si su identidad empezase a difuminarse. ¿Quién la echaría de menos allí si se perdiese? ¿Quién se percataría siquiera de su existencia? ¿Cómo podía vivir la gente cuando se sabía sustituible?

Esa misma sensación la había vivido con anterioridad, de muy joven. Cesar de repente, perder el hilo de su identidad.

Se levantó impaciente y se colocó junto a la ventana. Allá abajo, la ciudad, la gente, con sus sueños, desconocidos para ella.

Echó mano de la ropa de abrigo que había dejado por la habitación, salió y cerró la puerta. Una gran excitación se apoderó de ella y la precipitó a una desesperación cada vez más difícil de domeñar. Necesitaba moverse, sentir la ciudad. Karin le había prometido llevarla a ver una representación de la ópera de Pekín.

Según había comprobado en el plano, el hospital Longfu estaba lejos; pero tenía tiempo, nadie requería su presencia en ningún lugar. Siguió las calles rectas y al parecer interminables hasta que llegó al hospital, después de dejar atrás un gran museo de arte.

Longfu se componía de dos edificios. Contó hasta siete plantas, todo en gris y blanco. Las ventanas de la primera planta tenían rejas. Las persianas estaban echadas. En las ventanas había macetas viejas llenas de hojas mustias. Los árboles que rodeaban el hospital estaban desnudos y el seco césped quemado. Su primera impresión fue que Longfu parecía más una prisión que un hospital. Entró en el jardín. Pasó una ambulancia y, enseguida, una más. Junto a la entrada principal vio los caracteres chinos plasmados en una columna. Los comparó con los escritos en el folleto y comprendió que había llegado al lugar adecuado.

Un médico con bata blanca fumaba ante la entrada mientras hablaba a gritos por el móvil. Lo tenía tan cerca que pudo verle los dedos amarillos por la nicotina. «Otro fragmento de la Historia», se dijo. «¿Qué me separa del mundo en el que vivía entonces? Fumábamos sin parar, en todas partes, sin pensar en que había personas a las que les sentaba mal el humo; pero no teníamos teléfono móvil. No siempre sabíamos dónde estaban los demás, los amigos, la familia. Mao fumaba y, por tanto, nosotros también. Librábamos una batalla sin fin por encontrar cabinas telefónicas que funcionasen, que no tuviesen la ranura atascada o los cables colgando. Aún recuerdo las historias de los envidiados elegidos que habían viajado a China como miembros de distintas delegaciones. China era un país sin delincuencia. Si alguien se olvidaba el cepillo de dientes en un hotel de Pekín y partía hacia Cantón, se lo enviaban. Y todos los teléfonos funcionaban.»

Era como si en aquella época hubiese vivido con la nariz pegada a un cristal. En un museo viviente donde el futuro se formaba detrás de dicho cristal pero, al mismo tiempo, ante sus ojos.

Volvió a la calle y paseó sin rumbo por entre los grandes edificios. Las aceras estaban llenas de ancianos que movían las fichas en sus tableros de juego. Hubo un tiempo en que ella aprendió a dominar uno de los juegos chinos más comunes. ¿Se acordaría Karin de las reglas? Decidió buscar un tablero con fichas para llevárselo a Suecia.

Cuando regresó al punto de partida, emprendió la vuelta al hotel. Apenas había caminado unos metros cuando se detuvo. Había notado algo que, no obstante, no registró. Se dio la vuelta despacio. Allí estaba el hospital, los tristes jardines, la calle, otros edificios. La sensación se intensificaba por momentos, no eran figuraciones suyas. Algo le había pasado inadvertido. Empezó a desandar el camino, de vuelta al hospital. El médico que fumaba y hablaba por el móvil se había marchado y en su lugar había unas enfermeras que aspiraban ansiosas el humo de sus cigarrillos.

En la esquina del gran parque cayó en la cuenta de qué era lo que había llamado su atención sin pensar. Al otro lado de la calle había un rascacielos que parecía muy lujoso y de reciente construcción. Sacó del bolsillo el folleto con el texto chino manuscrito. El edificio fotografiado en el folleto era el mismo ante el que ahora se encontraba, no le cabía la menor duda. En la última planta tenía una terraza como no había visto antes. Sobresalía como la proa de un buque elevado a las alturas. Observó el edificio, cuyas fachadas eran de cristal oscuro. Ante la enorme puerta de entrada vigilaban unos guardias armados. Probablemente sería un bloque de oficinas, no de viviendas. Se colocó al abrigo de un árbol para protegerse del cortante y gélido viento. Unos hombres salieron por las altas puertas, que parecían de cobre, y se metieron deprisa en unos coches negros que los aguardaban. Se le ocurrió una idea muy tentadora. Rebuscó en el bolsillo por ver si llevaba la fotografía de Wang Min Hao. Si el chino tenía algo que ver con aquel edificio, existía la posibilidad de que alguno de los vigilantes lo hubiese visto. Sin embargo, ¿qué iba a decirles si ellos le confirmaban que estaba allí? Birgitta seguía teniendo el presentimiento de que el chino estaba involucrado de algún modo con los asesinatos de Hesjövallen. Por más que la policía siguiese creyendo en la culpabilidad de Lars-Erik Valfridsson.

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