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De vez en cuando, el día en que recibía un ejemplar del diario gráfico China, la llenaban de admiración las personas de aspecto saludable que, con encendidas mejillas y ojos brillantes, alzaban los brazos hacia aquel dios que había descendido de los cielos, el Gran Timonel, el Eterno Maestro y todo lo demás, el misterioso Mao. Sin embargo, ya había dejado de ser tan misterioso, según se había demostrado después. Fue un político que comprendió con una perspicacia asombrosa lo que estaba sucediendo en el gran imperio chino. Hasta la independencia en 1949 fue uno de esos líderes únicos que la Historia da a luz de vez en cuando. Más tarde, su ejercicio del poder supuso mucho sufrimiento, caos y desconcierto; pero nadie podía negarle el haber sido quien, como un emperador moderno, sentó las bases de la China que en la actualidad se convertía en una potencia mundial.

Y allí, ante el reluciente hotel de pórtico de mármol y sus elegantes recepcionistas de inglés impecable, Birgitta se sentía como si la hubiesen transportado a un mundo del que no había tenido noticia nunca. ¿Era aquélla, en verdad, la sociedad en que el auge del movimiento campesino había supuesto tan gran acontecimiento?

«Ya han pasado cuarenta años», constató. «Más de una generación. Entonces me atrajo una especie de secta que prometía la salvación, igual que la miel atrae a las moscas. No nos exhortaban al suicidio colectivo porque el día del juicio ya estaba cerca, sino a renunciar a nuestra identidad a favor de un delirio colectivo en el que un librito rojo había sustituido cualquier otro tipo de conocimiento. En él se encontraba toda la sabiduría, las respuestas a todas las preguntas, la expresión de todas las visiones sociales y políticas que el mundo necesitaba para pasar del estadio en que entonces se hallaba a, de una vez por todas, crear el paraíso en la tierra, en lugar de en el cielo remoto. Lo que no comprendimos, no obstante, fue que el texto se componía, de hecho, de palabras vivas. Las citas no estaban grabadas en piedra. Describían la realidad. Las leíamos sin entender su alcance, sin interpretarlas; como si el librito rojo fuese una catequesis muerta, una liturgia revolucionaria.»

Echó un vistazo al plano y empezó a caminar calle arriba. Ignoraba cuántas veces se había imaginado a sí misma en aquella ciudad. Aunque entonces, en su juventud, se veía marchando junto con otros miles como ella, un rostro anónimo engullido por un colectivo al que ninguna fuerza capitalista fascistoide podría oponerse. Ahora, en cambio, caminaba por ella como una jueza sueca de mediana edad, de baja médica a causa de la presión sanguínea. ¿Había llegado tan lejos que sólo le faltaban unos kilómetros para alcanzar la meca soñada en su juventud, el gran espacio desde el que Mao saludaba a las masas y, al mismo tiempo, a unos estudiantes que participaban en el encuentro multitudinario sentados en el suelo de un apartamento de Lund? Por más que aquella mañana se sintiese desconcertada ante una imagen que en modo alguno se correspondía con sus expectativas, era como el peregrino que por fin alcanza el objetivo soñado. Hacía un frío seco y cortante y caminaba encogida para protegerse de las ráfagas de viento que, de vez en cuando, le azotaban el rostro mezcladas con arena. Llevaba el plano en la mano, pero sabía que, para llegar al lugar deseado, lo único que tenía que hacer era seguir derecho toda aquella gran avenida.

Pero esa mañana pululaba en su cabeza otro recuerdo. Su padre había estado en China en una ocasión, mientras trabajó de marinero antes de perecer en las corrientes del golfo de Gävle. Y Birgitta recordaba la figurilla de Buda que le había traído a su madre. Ahora estaba sobre una mesa en casa de David, que se la pidió en una ocasión. Durante sus años de estudiante, su hijo contempló el budismo como una posible salida de una crisis juvenil provocada por la sensación de que nada tiene sentido. Salvo en aquella ocasión, jamás le había oído a David manifestar interés alguno por la religión, pero seguía conservando la figurilla de madera. En realidad, Birgitta no sabía quién le había contado que procedía de China y que la había traído su padre. Quizá su tía, cuando ella aún era muy pequeña.

De improviso, mientras caminaba por la calle, sintió muy próxima la figura de su padre, pese a que no creía que hubiese visitado Pekín, sino más bien alguna de las grandes ciudades portuarias del país durante una de las travesías en que no sólo transitaba el Báltico.

«Somos como una diminuta e invisible procesión de roedores», se dijo. «Mi padre y yo, en esta gélida mañana y en este Pekín gris y extraño.»

Le llevó más de una hora llegar a la plaza de Tiananmen. Era la más grande que había visto en su vida. Se accedía a ella por un camino peatonal que discurría bajo Jiangumennei Daije. Rodeada de miles de personas, empezó a caminar por la plaza. Por todas partes se veía gente haciendo fotografías y blandiendo banderitas y vendedores de agua y de tarjetas postales.

Se detuvo y miró a su alrededor. El cielo estaba brumoso, faltaba algo… Tardó un rato en caer en la cuenta.

Pajarillos. O palomas. No había ni rastro; sin embargo, sí había gente por todas partes, gente que advertía tan escasamente su presencia como notaría su repentina desaparición.

Recordaba las imágenes de 1989, cuando los estudiantes manifestaron sus exigencias de mayor libertad de pensamiento y de expresión, y el desenlace, cuando los carros de combate entraron rodando en la plaza masacrando a muchos de los manifestantes. «Aquí hubo una vez un hombre con una bolsa de plástico blanca en la mano», se dijo. «Todo el mundo lo vio por televisión, conteniendo el aliento. Se colocó ante un carro de combate y se negó a retirarse. Como un pequeño e insignificante soldado de plomo, su figura concretaba toda la oposición que un ser humano es capaz de concitar. Cuando intentaban pasar a su lado, el hombre se cambiaba de sitio. Birgitta no sabía qué sucedió al final, pues jamás vio esa imagen. Sí sabía, en cambio, que cuantos habían muerto aplastados por los carros de combate o por los disparos de los soldados eran personas de carne y hueso.

En su relación con China, esos sucesos eran el otro punto de partida. Desde su época de rebelde, en la que, en nombre de Mao Zedong, sostenía la absurda opinión de que la revolución ya había empezado en Suecia entre los estudiantes en la primavera del 68, hasta la imagen del joven ante el carro de combate se comprendía una gran parte de su vida, que abarcaba un largo espacio de tiempo de más de veinte años durante los que pasó de ser una joven idealista a madre de cuatro hijos y, después, jueza. Siempre había tenido presente la idea de China. Al principio, como un sueño; después, como algo que no entendía en absoluto, por su magnitud y sus contradicciones. Con sus hijos tuvo la oportunidad de vivir una concepción del todo distinta de China. Allí estaban para ellos las grandes posibilidades de futuro, igual que el sueño de América había marcado la generación de sus padres y la suya propia. David la sorprendió no hacía mucho al contarle que, cuando tuviese niños, pensaba buscarles una niñera china, para que aprendieran el idioma desde pequeños.

Paseó por Tiananmen, observando a la gente haciéndose fotos, a los policías, siempre presentes. Al fondo se alzaba el edificio desde el que Mao proclamó la república en 1949. Empezó a sentir frío y emprendió el camino de regreso al hotel. Karin le había prometido no asistir a uno de los almuerzos organizados y comer con ella.

Había un restaurante en la última planta del rascacielos en el que se alojaban. Les dieron una mesa con vistas, desde donde podían admirar la inmensa ciudad. Birgitta le habló de su paseo hasta la gran plaza y compartió con ella parte de sus reflexiones.

– ¿Cómo podíamos creer en aquello?

– ¿En qué?

– En que Suecia estaba al borde de una guerra civil que conduciría a la revolución.

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