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Le ayudaron a enviarlo en recepción. Después volvió a su habitación. Ya había anochecido y pronto tendría que llamar a casa para avisar de que había cambiado de idea, que el tiempo había empeorado mucho y que se quedaría otra noche más.

Karin Wiman la llamó a las siete y media.

– La caligrafía es muy mala, pero creo que he podido interpretarlo. Birgitta Roslin contuvo la respiración.

– Es el nombre de un hospital. Lo he buscado y he visto que se halla en Pekín. Se llama Longfu y está en el centro de la ciudad, en una calle llamada Mei Shuguan Houije. Cerca del hospital, en la misma calle, se encuentra también el gran museo de arte chino. Si quieres, puedo mandarte un mapa.

– Sí, gracias.

– Y, ahora, ¿por qué no me cuentas para qué querías saber lo que decía el texto? Me muero de curiosidad. ¿Acaso ha resucitado tu antiguo interés por China?

– Tal vez sea eso. Ya te lo contaré más adelante. ¿Podrías mandarme el mapa al mismo número de fax que utilicé antes?

– Lo recibirás en unos minutos, pero te comportas de forma más misteriosa de lo que yo quisiera.

– Ten paciencia, te lo contaré en su momento.

– Deberíamos vernos.

– Lo sé. No lo hacemos casi nunca.

Birgitta Roslin bajó a recepción a esperar el fax. Pocos minutos después recibió un mapa del centro de Pekín. Karin Wiman le había señalado el hospital con una flecha.

Cayó en la cuenta de que tenía hambre, pero en el hotel no había restaurante y fue a buscar su abrigo para salir. Cuando volviese, se aplicaría a examinar el mapa.

Era de noche, pocos vehículos circulaban por las calles y tan sólo se veía a algún que otro peatón. El hombre de la recepción le propuso un restaurante italiano que quedaba cerca. Allí se dirigió, pues, a cenar en el poco concurrido local.

Cuando terminó y salió a la calle, había empezado a nevar. Se puso en marcha camino del hotel.

De repente se detuvo y se dio la vuelta. Sin saber por qué, tuvo la sensación de que alguien la observaba. Sin embargo, cuando miró hacia atrás, no vio a nadie.

Apretó el paso para llegar al hotel y fue directamente a la habitación, cuya puerta cerró con la cadena. Después se situó junto a la ventana para observar la calle.

Como antes, no había nadie. Tan sólo la nieve que caía cada vez más espesa.

20

Birgitta Roslin no durmió tranquila. Se despertó varias veces y se asomó a la ventana. Seguía nevando y el viento levantaba la nieve por las calles vacías. Se despertó del todo hacia las siete, debido al traqueteo de las máquinas quitanieves que pasaban delante del hotel.

Antes de irse a dormir, llamó a casa para explicar en qué hotel se alojaba. Staffan la escuchó pero habló poco. «Lo más probable es que se esté preguntando qué pasa», se dijo. «Desde luego, no dudará de que no le soy infiel pero, en realidad, ¿cómo puede estar seguro de ello? ¿No debería sospechar, como mínimo, que tal vez haya conocido a alguien que se haga cargo de mi vida sexual? ¿O acaso está convencido de que no me cansaré nunca de esperar?»

A lo largo del año, ella se había preguntado en alguna que otra ocasión si sería capaz de tener una relación íntima con otro hombre. Seguía sin saberlo. Tal vez porque no se había cruzado con ninguno que la atrajese lo suficiente.

El hecho de que Staffan no manifestase la menor sorpresa al ver que ella tardaba en volver le causaba tanto enojo como decepción. «Hubo un momento en la vida en que aprendimos a no profundizar demasiado en la vida espiritual del otro. Todos necesitamos un espacio al que nadie más pueda acceder; pero eso no debe conducirnos a la indiferencia. ¿Acaso es eso lo que nos está pasando?», se preguntó. «¿Habremos llegado ya a ese extremo?»

No lo sabía, pero sentía que la necesidad de mantener con Staffan una conversación al respecto se hacía más inminente cada día.

En su habitación había un aparato para hervir agua y se preparó una taza de té antes de sentarse a estudiar el mapa que le había enviado Karin Wiman. La habitación estaba en semipenumbra, tan sólo iluminada por una lámpara que había junto a la silla, y por la luz que despedía la pantalla del televisor encendido con el volumen al mínimo. Aquel mapa no resultaba fácil de interpretar, pues la copia era bastante mala. Buscó la Ciudad Prohibida y la plaza de Tiananmen. Todo aquello le trajo a la memoria un sinfín de recuerdos.

Birgitta Roslin dejó el mapa y pensó en sus hijas, en la edad que tenían. La conversación con Karin Wiman le recordó quién había sido en otro tiempo. «Aún presente y, al mismo tiempo, tan lejana», se dijo. «Ciertos recuerdos se presentan nítidos; otros, más débiles, cada vez más borrosos. Hay personas que significaron mucho para mí en aquella época y cuyo rostro apenas puedo reconstruir mentalmente. Otras, menos significativas, las veo con total claridad. Los recuerdos se superponen, vienen y van, crecen y se encogen, pierden y recobran su importancia.

»Sin embargo, jamás podré negar que fue una época decisiva en mi vida. En medio de todo lo que entonces era un caos de ingenuidad, yo creía que el camino hacia un mundo mejor pasaba por la solidaridad y la liberación. Jamás podré olvidar la sensación de estar en el centro del mundo, justo en el momento en que era posible cambiar las cosas.

«Aun así, nunca llegué a ser consecuente con mis ideas de entonces. En mis peores momentos, pensé como una traidora. Incluso con mi madre, que me animaba a ser contestataria. Al mismo tiempo, si he de ser sincera, mi voluntad política sólo fue una especie de barniz con el que cubrir mi existencia. ¡Un barniz sin brillo cubría a Birgitta Roslin! Lo único que cobró fuerza en mí fue la lucha constante por ser una jueza honrada. Nadie puede quitarme esa satisfacción.»

Se tomó el té mientras planificaba lo que haría al día siguiente. Volvería a llamar a la puerta de la comisaría para comunicarles sus descubrimientos. En esta ocasión, no les quedaría más remedio que escucharla, en lugar de ignorar lo que tenía que contarles. En realidad no habían avanzado lo más mínimo en la investigación. Cuando se registró en el hotel, oyó que algunos de los alemanes que se alojaban allí comentaban los sucesos de Hesjövallen. La noticia había traspasado las fronteras del país. «Una vergüenza para la inocente Suecia», se dijo. «El asesinato masivo no es propio de este país. Esas cosas sólo suceden en Estados Unidos o, alguna que otra vez, en Rusia. Suelen ser locos, sádicos o terroristas. Pero esas cosas nunca sucedían aquí, en un remoto y pacífico bosque sueco.»

Intentó calibrar si le había bajado la tensión. Eso creía, al menos. Le sorprendería que el médico no le permitiese volver al trabajo.

Birgitta Roslin pensó en los juicios que la aguardaban al tiempo que se preguntaba cómo habrían ido aquellos que les habían derivado a sus colegas.

De repente, sintió prisa por volver. Debía regresar a casa, a su vida normal, aunque en muchos aspectos fuese una vida vacía e incluso aburrida. No podía pedir que alguien cambiase la situación si ella misma no se esforzaba de algún modo.

En la oscuridad parcial de la habitación del hotel decidió organizar una gran fiesta para el cumpleaños de Staffan. Por lo general, ninguno de los dos se esforzaba gran cosa por celebrar los aniversarios del otro. Tal vez hubiese llegado el momento de cambiar ese comportamiento…

Al día siguiente, cuando llegó a la comisaría, aún seguía nevando. La temperatura había descendido varios grados. Ante la puerta del hotel comprobó en el termómetro que estaban a siete grados bajo cero. Aún no habían retirado la nieve de las aceras y caminaba despacio para no resbalar.

En la recepción de la comisaría reinaba la calma. Un policía solitario leía el tablón de anuncios. La mujer de la centralita, inmóvil en su silla, tenía la mirada perdida.

Birgitta Roslin sintió como si Hesjövallen, con todos sus cadáveres, fuese un cuento malévolo que alguien se hubiese inventado. Aquel crimen múltiple no se había cometido, era un fantasma ficticio que ya empezaba a difuminarse y a desaparecer.

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