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– Es Natascha -explicó Sture Hermansson-. En realidad, se llama de otra manera, pero yo pienso que Natascha es el nombre más apropiado para una rusa.

De repente, miró a Birgitta visiblemente preocupado.

– No serás policía, ¿verdad?

– No, en absoluto.

– No creo que tenga los papeles en regla, pero supongo que lo mismo sucede con gran parte de la población inmigrante, si no me equivoco.

– No, no creo -objetó Birgitta Roslin-. Pero no te inquietes, no soy policía.

Sture Hermansson empezó a rebuscar entre las cintas de vídeo, marcadas con la fecha.

– Esperemos que mi sobrino no se olvidase de apretar el botón… No he comprobado las grabaciones de primeros de enero, pues entonces apenas teníamos huéspedes.

Tras un intenso trajín, que impacientó a Birgitta hasta el punto de desear arrancarle las cintas de las manos, el hombre encontró la que buscaba y encendió el televisor. La mujer a la que llamaba Natascha pasó por la habitación como una muda sombra.

Sture Hermansson pulsó el botón de reproducción. Birgitta Roslin se acercó a la pantalla con vivo interés. La claridad de la imagen era sorprendente. Al otro lado del mostrador se veía a un hombre con un gran gorro de piel.

– Lundgren, de Järvsö -explicó Sture Hermansson-. Viene aquí una vez al mes para estar en paz y beber tranquilamente en su habitación. Cuando se emborracha, entona salmos. Después, vuelve a casa. Un hombre amable, comerciante de chatarra. Se aloja en mi hotel desde hace casi treinta años. Le hago descuento.

La pantalla parpadeó, y cuando volvió a verse con claridad, mostró a dos mujeres de edad madura.

– Las amigas de Natascha -explicó Sture en tono sombrío-. Vienen de vez en cuando. Prefiero no imaginarme qué hacen en la ciudad, pero en el hotel no les permito recibir visitas. Sin embargo, sospecho que lo hacen de todos modos, mientras yo duermo.

– ¿Ellas también tienen descuento?

– A todo el mundo le hago descuento. No tengo precios fijos. El hotel lleva con pérdidas desde finales de los años sesenta. En realidad, vivo de una pequeña cartera de acciones que tengo. Confío en la madera y en la industria pesada. Es el consejo que siempre les doy a mis amigos de confianza.

– ¿Cuál?

– Acciones de fábricas suecas. Son insuperables.

En la pantalla volvió a verse a alguien y Birgitta Roslin dio un respingo. Se distinguía al hombre perfectamente. Un hombre chino que llevaba un abrigo oscuro. Por un instante, el sujeto alzó la vista hacia la cámara. Fue como si mirase a Birgitta a los ojos. «Joven», se dijo. «Poco más de treinta años, si la grabación no engaña. Toma la llave y desaparece del campo de visión.»

La pantalla quedó a oscuras.

– No veo muy bien -confesó Sture Hermansson-. ¿Es la persona que buscas?

– Sí, eso creo; pero ¿podría comprobar en el registro si se inscribió después de nuestras amigas las rusas?

El hombre se levantó y entró en la pequeña recepción. Entretanto, Birgitta Roslin volvió a pasar varias veces el fragmento de grabación del hombre chino. Detuvo la imagen en el instante en que él miraba a la cámara. «Adivinó que la cámara estaba ahí, filmándolo», se dijo Birgitta Roslin. «Luego bajó la vista y volvió la cara. Incluso cambió de posición para que no se le viese el rostro.» Todo fue muy rápido. Volvió a pasar la cinta para verla una vez más. Y le dio la impresión de que el hombre estaba alerta en todo momento, como buscando la cámara. Volvió a congelar la imagen. Un hombre con el cabello muy corto, mirada intensa y labios apretados. Movimientos rápidos, vigilante. Tal vez mayor de lo que pensó en un primer momento.

En ese instante volvió Sture Hermansson.

– Parece que tenías razón -confirmó-. Dos damas rusas se registraron con nombres falsos, como de costumbre. Y después vino el caballero chino, el señor Wang Min Hao, de Pekín.

– ¿Se podría hacer una copia de esta grabación?

Sture Hermansson se encogió de hombros.

– Puedes llevártela. Total, ¿para qué la quiero? En realidad, yo sólo instalé la cámara de vídeo para entretenerme y suelo regrabar un par de veces al año. Quédatela.

Hermansson guardó la cinta en la funda y se la tendió a Birgitta. Salieron al rellano de la escalera cuando Natascha estaba limpiando las tulipas de las lámparas que iluminaban la entrada del hotel.

Sture Hermansson pellizcó el brazo de Birgitta con amabilidad.

– Tal vez ahora sí puedas contarme por qué te interesa tanto ese chino, ¿no? ¿Te debe dinero?

– No, ¿por qué iba a deberme dinero?

– Todos le debemos algo a alguien. Si preguntamos por alguien, suele ser por cuestiones de dinero.

– Yo creo que este hombre puede responder a algunas preguntas -aclaró Birgitta Roslin-. No puedo decir más, lo siento.

– ¿Y dices que no eres policía?

– No.

– Pero tampoco eres de por aquí, ¿verdad?

– No, no lo soy. Me llamo Birgitta Roslin y soy de Helsingborg. Si volviera a aparecer, te agradecería que me avisaras.

Birgitta anotó su dirección y su número de teléfono y se lo tendió a Sture Hermansson.

Ya en la calle, notó que estaba sudorosa. Los ojos del chino aún la perseguían. Se guardó la cinta de vídeo en el bolso y miró indecisa a su alrededor. ¿Qué tenía que hacer ahora? En realidad, debería estar camino de Helsingborg, de vuelta a casa, pero ya era bastante tarde. Se dirigió a una iglesia que había cerca, entró en el fresco recinto y se sentó en uno de los primeros bancos. Había un hombre arrodillado reparando la junta de escayola de uno de los gruesos muros. Birgitta se esforzó por pensar con claridad. Habían encontrado una cinta roja en Hesjövallen. En la nieve. Por pura casualidad, ella logró localizar su procedencia, el restaurante chino. Un chino había comido allí la noche del 12 de enero. A lo largo de esa noche, o por la mañana temprano, una gran cantidad de personas aparecen muertas en Hesjövallen.

Pensó en las imágenes que había visto en la grabación de Sture Hermansson. ¿Era razonable pensar que aquella matanza fuese obra de un solo hombre? ¿Habría algún cómplice del que ella todavía no tenía noticia? Y la cinta roja, ¿habría ido a parar allí por una razón totalmente distinta, no relacionada con el asunto?

No hallaba respuesta a sus preguntas. Sacó el folleto que había en la papelera de la habitación del chino, que también la hacía dudar de que existiese conexión alguna entre Wang Min Hao y lo acontecido en Hesjövallen. Un asesino tan perverso, ¿dejaría huellas tan evidentes de su presencia?

Había poca luz en la iglesia, se puso las gafas y hojeó el folleto. En uno de los encartes que incluía se veía la imagen de un rascacielos de Pekín entre caracteres chinos. Otras páginas aparecían llenas de columnas de cifras y varias fotografías de chinos sonrientes.

Lo que más le interesaba eran los ideogramas escritos a bolígrafo en la contraportada del folleto, pues le ayudarían a acercarse a Wang Min Hao. Lo más verosímil era que fuesen de su puño y letra, ¿tal vez como recordatorio de algo? ¿Por alguna otra razón?

¿Quién podría ayudarle a descifrar el mensaje? En el preciso momento en que se planteó la pregunta supo la respuesta. En efecto, de improviso le vino a la mente su ya lejana y roja juventud. Salió de la iglesia y, móvil en mano, se dirigió al camposanto adyacente. Karin Wiman, una de sus amigas de Lund, era sinóloga y trabajaba en la Universidad de Copenhague. Karin no respondió, pero Birgitta dejó un mensaje en el contestador pidiéndole que se pusiese en contacto con ella. Después volvió al coche y buscó un hotel del centro de la ciudad, donde le dieron una habitación bastante amplia del último piso. Encendió el televisor y leyó en el teletexto que aquella noche nevaría.

Se tumbó en la cama a esperar que sonase el teléfono. De la habitación contigua se oía la risa de un hombre.

La despertó el timbre del teléfono. Era Karin Wiman, que, un tanto intrigada, le devolvía la llamada. Cuando Birgitta le explicó lo que pretendía, Karin le sugirió que buscase un aparato de fax y le enviase el texto en caracteres chinos.

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