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La jueza

5

Una mariposa emergió de las tinieblas y aleteó nerviosa alrededor del flexo. Birgitta Roslin dejó el bolígrafo y se acomodó en la silla mientras observaba los vanos intentos de la mariposa por atravesar la tulipa de porcelana. El sonido de las alas le recordó otro sonido, de su infancia, aunque no supo decir cuál.

Su memoria solía estar más receptiva cuando se sentía cansada, como en aquel momento. Del mismo modo en que durante el sueño un sinfín de recuerdos emergían a la superficie como venidos de ninguna parte.

Como la mariposa nocturna.

Cerró los ojos y se masajeó las sienes con la yema de los dedos. Pasaban unos minutos de la medianoche. En dos ocasiones había oído el eco de los pasos de los vigilantes al hacer su ronda por los locales vacíos de los juzgados. Se imaginó que la sala de juicios era un gran escenario. Quedaban indicios en las paredes, voces susurrantes que subsistían después de todo el drama que se había desarrollado en sesiones pasadas. Allí habían condenado a asesinos, violadores, ladrones. Y a muchos hombres que habían jurado ser inocentes en interminables y tristes procesos de reconocimiento de paternidad. Otros fueron absueltos y recuperaron su dignidad, que se había puesto en duda.

Cuando Birgitta Roslin solicitó el puesto en el juzgado de primera instancia y le ofrecieron el de secretaria de juzgado en Värnamo, tenía la intención de convertirse en fiscal. Sin embargo, mientras ejercía de secretaria empezó a decantarse por lo que finalmente sería su carrera. Aquel cambio dependió en gran medida del viejo juez Anker, que había dejado en ella una huella indeleble. Aquel hombre escuchaba con la misma paciencia a un joven que, con evidentes mentiras, pretendía liberarse de la responsabilidad de su paternidad, como a violentos delincuentes que no lamentaban ninguno de sus terribles delitos. Con esa actitud, el viejo juez supo infundirle un respeto por la justicia que hasta entonces había dado por supuesto. Sin embargo, con él lo había vivido de cerca no sólo en la teoría, sino también en la práctica. La justicia era acción. Cuando dejó la ciudad, lo hizo con el firme propósito de dedicarse a la judicatura.

Se levantó de la silla y se acercó a la ventana. En la calle, un hombre orinaba en la fachada de una casa. Durante el día había estado nevando en Helsingborg y una fina capa de nieve en polvo se arremolinaba transportada por la brisa a lo largo de la calle. Mientras observaba al hombre distraída, su cerebro trabajaba sin cesar en el texto que estaba redactando. Se había dado de plazo hasta el día siguiente, pero para entonces tenía que estar listo.

El hombre de la calle desapareció. Birgitta Roslin volvió a su escritorio y tomó el bolígrafo. En repetidas ocasiones había intentado redactar las sentencias en el ordenador, pero jamás lo consiguió. Era como si las teclas ahuyentasen sus ideas. Siempre volvía al bolígrafo. Una vez redactada y corregida, la plasmaba en la pantalla, que, con un sordo zumbido, aguardaba surcada de peces de colores.

Se inclinó sobre los folios llenos de tachones y añadidos. Era un caso sencillo, con pruebas irrefutables, y, pese a todo, la sentencia le había supuesto un problema.

Quería dictar una sentencia que incluyese sanción, pero no podía.

Un hombre y una mujer se habían conocido en uno de los restaurantes de Helsingborg. La mujer era joven, poco más de veinte años, y había bebido mucho. El hombre, que tenía unos cuarenta, le había prometido llevarla a su apartamento, y, una vez allí, ella le permitió que entrara a tomarse un vaso de agua. La joven se quedó dormida en el sofá y, allí mismo, el hombre la violó sin que ella se despertase. Luego se marchó. Por la mañana, la mujer recordaba sólo vagamente lo sucedido en el sofá durante la noche. Se puso en contacto con el hospital, la examinaron y le confirmaron que había sido violada. El hombre fue acusado tras una investigación policial ni más ni menos exhaustiva que tantas otras de casos similares. Un año después de la violación se celebró el juicio. Birgitta Roslin observaba a la joven desde su sillón. En la documentación de la investigación del caso había leído que la mujer se ganaba la vida como cajera suplente en diversos supermercados. Según su juicio personal, era evidente que bebía demasiado. Además, se la había acusado de hurto y había sido despedida por negligencia de uno de esos trabajos.

El acusado era, en muchos aspectos, su opuesto. Trabajaba como agente inmobiliario especializado en locales comerciales y su reputación era buena. Estaba soltero, tenía un buen salario y no aparecía en ningún registro policial. No obstante, Birgitta Roslin tenía la sensación de estar viéndolo tal como era, pese a su costoso e impecable traje. En efecto, a ella no le cabía la menor duda de que había violado a la joven mientras ésta dormía en el sofá. De hecho, mediante el análisis de ADN había comprobado que había mantenido relaciones sexuales con ella. Sin embargo, él negaba que hubiese recurrido a ningún tipo de violencia o agresión. Ella había consentido en todo momento, sostenían tanto él como su abogado de Malmö, del que Birgitta Roslin sabía de sobra que era capaz de defender a un cliente con todo tipo de cinismos imaginables. Aquello era como un callejón sin salida. La palabra de uno contra la del otro, un agente inmobiliario intachable contra una cajera ebria que, de hecho, le había permitido entrar en su apartamento a medianoche.

La indignaba no poder condenarlo. Por más que ella defendiese el principio básico de que, en caso de duda, era preferible declarar inocente que condenar, no podía por menos de pensar que, en ese caso en concreto, el culpable quedaría absuelto de una de las peores agresiones que un individuo podía cometer contra otra persona. Como no existía ningún espacio legal al que pudiese recurrir, ningún modo de interpretar la acusación y aportación de pruebas del fiscal, el hombre debía ser declarado inocente.

¿Qué habría podido hacer el razonable juez Anker? ¿Qué consejos habría podido ofrecerle? «Él habría estado de acuerdo conmigo», se dijo Birgitta Roslin. «Un culpable sale libre. El viejo Anker estaría tan indignado como yo. Y habría guardado silencio, igual que yo. Es la maldición de los jueces, hemos de obedecer la ley, aunque sepamos que un criminal queda libre sin castigo.» La mujer, que tal vez no fuese la más inocente criatura de Dios, tendría que vivir el resto de sus días con aquella humillante injusticia.

Se levantó de la silla y fue a sentarse en el sofá que tenía en su despacho. Lo había pagado de su bolsillo y lo había sustituido por el incómodo sillón que ofrecía la Dirección Nacional de Administración de Justicia. Del viejo juez había aprendido a reflexionar con un llavero en la mano y descabezar un sueñecito. Cuando se le caía el llavero, era hora de despertarse. Necesitaba descansar un rato, por poco que fuese. Después terminaría la sentencia, se iría a casa a dormir y la pasaría a limpio al día siguiente. Había revisado cuanto podía revisar y no cabía otra resolución que la declaración de inocencia.

Se durmió y soñó con su padre, del que no tenía prácticamente ningún recuerdo. Había sido maquinista de barcos. El vapor Runskär se hundió durante una terrible tormenta a mediados de enero de 1949, con toda la tripulación, en el golfo de Gävle. Jamás encontraron su cadáver. Birgitta Roslin no había nacido cuando sucedió la tragedia y la imagen que tenía de su padre procedía de las fotografías que había en su casa. Ante todo, de la instantánea en que se lo veía junto a la falca de un buque, con el cabello revuelto y la camisa arremangada. Está sonriéndole a alguien que se encuentra en el muelle, un segundo de a bordo que hace de fotógrafo, según le había contado su madre. Sin embargo, Birgitta Roslin siempre se había imaginado que era a ella a quien miraba, pese a que la fotografía había sido tomada antes de que ella hubiera nacido siquiera. En sus sueños solía evocar aquella imagen. Así, su padre le sonreía ahora exactamente igual que en la foto, pero desapareció enseguida, como si una nube de bruma se lo hubiese llevado envolviéndolo de tal manera que no se viera.

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