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Lo más importante de aquella noche era, en cualquier caso, que todos los preparativos, la compleja búsqueda y la investigación habían terminado. Diez años le había llevado a Ya Ru esclarecer el pasado y elaborar un plan. No fueron pocas las ocasiones en que estuvo a punto de abandonar. Demasiada información había quedado oculta con el transcurso de los años. Mas, cuando leyó el diario de Wang San, recuperó la fuerza necesaria. Se contagió de la ira experimentada por San, que ahora ardía tan viva en su fuero interno como cuando todo ocurrió. Y él tenía poder suficiente para hacer lo que San nunca consiguió.

Al final del diario había unas páginas vacías. En ellas escribiría Ya Ru el último capítulo cuando todo hubiese concluido. Había elegido el día de su cumpleaños para enviar a Liu Xin a su viaje por el mundo y hacer lo que había que hacer. Ello le causaba una sensación de liviandad.

Ya Ru permaneció largo rato inmóvil ante la ventana. Después apagó la luz y salió por la puerta trasera que conducía a su ascensor privado.

Cuando se subió a su coche, que aguardaba en el garaje subterráneo, le pidió al chófer que se detuviese junto a Tiananmen. A través de los cristales ahumados pudo ver la plaza desierta, a excepción de la eterna presencia de los militares enfundados en sus verdes uniformes.

Allí proclamó Mao en su día el nacimiento de la nueva república popular. Él ni siquiera había nacido.

Pensó que los grandes sucesos por venir no se harían públicos en aquella plaza del Reino del Centro.

Ese mundo crecería bajo el más profundo de los silencios. Hasta que nadie pudiese evitar lo que iba a suceder.

Tercera parte La cinta roja (2006)

Dondequiera que haya lucha, habrá víctimas

y la muerte es un suceso habitual.

Pero son los intereses del pueblo

lo que nos mueve,

y el sufrimiento de la mayoría,

y morir por el pueblo

es sufrir una muerte digna.

Lo que no significa que debamos hacer lo posible

por evitar víctimas innecesarias.

Mao Zedong, 1944

Los rebeldes

19

Birgitta Roslin encontró lo que buscaba en un recóndito rincón del restaurante chino. A la lamparilla que colgaba sobre la mesa le faltaba una de las cintas.

Se quedó petrificada y contuvo la respiración.

«A esta mesa se sentó alguien», se dijo. «En el rincón más oscuro del restaurante. De aquí se levantó, dejó el establecimiento y se dirigió a Hesjövallen.

»Debió de ser un hombre. No cabe duda de que fue un hombre.»

Miró a su alrededor. La joven camarera le sonrió mientras le llegaban de la cocina voces chillonas hablando en chino.

Pensó que ni ella ni la policía habían entendido nada de lo sucedido. Aquello tenía mucha más envergadura, era más profundo y misterioso de lo que habían imaginado.

En realidad, no sabían nada en absoluto.

Se sentó a la mesa y jugueteó indolente con la comida que había ido a buscar a la mesa del bufé. Seguía siendo la única clienta del restaurante. Llamó a la camarera y le señaló la lamparilla.

– Le falta una cinta -observó.

En un primer momento, la joven no pareció entender lo que quería decir y Birgitta Roslin volvió a señalar. La camarera asintió extrañada. Ella no sabía nada de la cinta que faltaba. Después se agachó y miró debajo de la mesa, por si se hubiese caído allí.

– No está -declaró al fin-. No la he visto.

– ¿Desde cuándo no está la cinta? -quiso saber Birgitta Roslin.

La camarera la miró sin comprender y ella le repitió la pregunta, pues pensó que la joven no la había entendido. Pero la camarera negó impaciente con la cabeza.

– No sé. Si no le gusta esta mesa, puede elegir otra.

Antes de que Birgitta Roslin tuviese tiempo de contestar, la camarera se había marchado para atender a un grupo de clientes que acababa de entrar en el restaurante. Supuso que serían empleados de alguna empresa municipal, pero al oír su conversación comprendió que participaban en un seminario sobre el alto índice de desempleo existente en Hälsingland. Birgitta Roslin continuó picando distraída de su plato mientras el restaurante iba llenándose. La joven camarera estaba sola y tenía demasiado trabajo con tantos comensales. Finalmente, un hombre que salió de la cocina acudió en su ayuda para retirar los platos sucios y limpiar las mesas.

Dos horas después se aplacaron las prisas del almuerzo. Birgitta Roslin no había dejado de juguetear con su comida, pidió una taza de té verde y se dedicó a pensar en lo que había sucedido desde que llegó a Hälsingland. Por supuesto que no conseguía explicarse cómo habría ido a parar la cinta roja del restaurante al suelo nevado de Hesjövallen.

La camarera se acercó a su mesa a preguntarle si quería algo más. Birgitta negó con un gesto.

– Pero me gustaría hacerle varias preguntas.

Aún quedaban algunos clientes en el local. La camarera fue a hablar con el hombre que le había ayudado antes, y luego volvió a la mesa de Birgitta Roslin.

– Si quieres comprar la lámpara, puedo arreglarlo -le dijo con una sonrisa.

Birgitta Roslin le sonrió también.

– No, nada de lámparas -aseguró-. ¿Abristeis en Año Nuevo?

– Siempre tenemos abierto -respondió la camarera-. Una idea de negocio china. Tener siempre abierto, mientras los demás cierran.

Birgitta Roslin pensó que la pregunta que deseaba hacerle era, en realidad, imposible de responder. Pese a todo, la formuló.

– ¿Tú sueles recordar a tus clientes?

– Tú has estado aquí antes -afirmó la camarera-. Sí, recuerdo a los clientes.

– ¿Recuerdas si había alguien aquí sentado en Año Nuevo?

La camarera meneó la cabeza.

– Ésta es una buena mesa. Siempre hay alguien aquí sentado. Hoy estás tú, mañana será otro.

Birgitta Roslin comprendió lo absurdo de unas preguntas tan vagas e imprecisas. Tenía que concretar. Tras vacilar unos minutos, cayó en la cuenta de cómo podía formularla.

– En Año Nuevo -repitió-. Un cliente al que no habías visto nunca antes.

– ¿Nunca?

– Nunca, ni antes ni tampoco después.

Vio que la camarera se esforzaba por hacer memoria.

Los últimos clientes ya salían del restaurante cuando el teléfono que había junto a la caja empezó a sonar. La camarera atendió la llamada y tomó nota de un pedido para llevar. Después, volvió a la mesa. Entretanto, alguien que trabajaba en la cocina había puesto un disco de música china.

– Bonita música -dijo la camarera sonriendo-. Música china. ¿Te gusta?

– Bonita, sí -convino Birgitta Roslin-. Muy bonita.

La camarera dudaba, hasta que al fin asintió, al principio algo insegura, después, cada vez más convencida.

– Un hombre chino -dijo.

– ¿Que se sentó aquí?

– En la misma silla que tú. Vino a cenar.

– ¿Cuándo?

La joven reflexionó un instante.

– En enero. Pero no en Año Nuevo, sino después.

– ¿Cuánto después?

– Nueve o diez días, quizá.

Birgitta Roslin se mordió el labio. «Podría cuadrar», se dijo. «La trágica noche de Hesjövallen fue la del doce al trece de enero.»

– ¿Pudo ser unos días después?

La camarera fue a buscar el libro de pedidos en que anotaban las reservas.

– El doce de enero -afirmó-. Se sentó ahí. No había reservado mesa, pero recuerdo a otros clientes que estuvieron la misma noche.

– ¿Qué aspecto tenía?

– Chino. Delgado.

– ¿Qué dijo?

La camarera respondió tan rápido que a Birgitta le sorprendió.

– Nada. Sólo señaló lo que quería.

– Pero ¿era chino?

– Intenté hablar con él en chino, pero me dijo «Calla», y siguió señalando. Pensé que querría estar en paz. Comió. Tomó sopa, rollitos de primavera, nasi goreng y postre. Tenía mucha hambre.

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