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Ya Ru alzó los brazos con resignación.

– Siempre estoy rodeado de rumores. Igual que todos los hombres importantes y que todas las mujeres importantes; como tú misma, querida hermana.

– Sólo quiero saber si es cierto que has recurrido al soborno para conseguir los mejores contratos de obra. -Hong Qui dejó la taza sobre la mesa-. ¿Entiendes lo que significa? ¿Corrupción?

De repente, Ya Ru se sintió hastiado ante las preguntas de Hong Qui. Sus conversaciones solían entretenerlo, puesto que Hong Qui era tan inteligente como mordaz a la hora de expresarse. También le divertía tener ocasión de perfilar sus propios argumentos al discutirlos con ella. Su hermana defendía una concepción anticuada de unos ideales que ya carecían de significado. La solidaridad era una mercancía como cualquier otra. El comunismo clásico no había logrado sobrevivir a las presiones de una realidad que los viejos teóricos jamás habían entendido. El que Karl Marx tuviese gran parte de razón sobre la fundamental importancia de la economía en política o que Mao hubiese demostrado que incluso los campesinos pobres podían salir de su miseria no significaba que los grandes retos a los que China se enfrentaba se resolviesen aplicando indiscriminadamente los viejos métodos.

Hong Qui cabalgaba hacia atrás sobre su corcel en dirección al futuro. Y Ya Ru sabía que estaba abocada al fracaso.

– Nosotros nunca seremos enemigos -aseguró-. Nuestra familia fue una de las pioneras cuando nuestro pueblo comenzó su andadura para salir de la ruina. Simplemente, tenemos puntos de vista distintos sobre los métodos que es preciso aplicar. Por supuesto que yo no soborno a nadie, como tampoco me dejo sobornar.

– Tú sólo piensas en ti mismo. En nadie más. Me cuesta creer que digas la verdad.

Por una vez, Ya Ru perdió la compostura.

– ¿Y en qué pensabas tú hace dieciséis años, cuando aplaudías que los viejos políticos de la cúpula del Partido mandasen aplastar con carros de combate a las personas congregadas en la plaza de Tiananmen? Dime, ¿en qué pensabas entonces? ¿No se te pasó por la cabeza que yo podía ser una de aquellas personas? Yo tenía entonces veintidós años.

– Fue necesario intervenir. La estabilidad del país estaba amenazada.

– ¿Por unos miles de estudiantes? Mientes, Hong Qui. Eran otros los que os daban miedo.

Ya Ru se acercó a su hermana y le susurró.

– Los campesinos. Os aterraba que apoyasen a los estudiantes. Y en lugar de cambiar vuestro modo de pensar sobre el futuro de este país echasteis mano de las armas. En lugar de resolver el problema hicisteis lo posible por ocultarlo.

Hong Qui no respondió. Miró a su hermano sin apartar la vista. Ya Ru pensó que ambos procedían de una familia que, varias generaciones atrás, no se habría atrevido a mirar a los ojos a un mandarín.

– No puedes sonreírle a un lobo -sentenció al fin Hong Qui-. Si lo haces, creerá que quieres luchar.

Se levantó al tiempo que dejaba sobre la mesa un paquete anudado con una cinta roja.

– Me da miedo adónde te llevarán tus pasos, hermanito. Y haré cuanto esté en mi mano por que la gente como tú no convierta este país en algo de lo que tengamos que arrepentimos y avergonzarnos. Volverán las grandes luchas entre las clases. ¿De qué lado estarás? Del tuyo, no del lado del pueblo.

– Me pregunto quién es ahora el lobo -dijo Ya Ru.

Intentó besar a su hermana en la mejilla, pero ella apartó el rostro, se dio media vuelta dispuesta a marcharse y se detuvo ante la pared. Ya Ru se acercó al escritorio y apretó el botón que abría la puerta.

Cuando ésta volvió a cerrarse, se inclinó hacia el altavoz.

– Aún espero otra visita.

– ¿Quiere que anote su nombre? -preguntó la señora Shen.

– No, este visitante no tiene nombre -aseguró Ya Ru.

Volvió a la mesa y abrió el paquete que le había dejado Hong Qui. Contenía una cajita de jade en cuyo interior había una pluma y una piedra.

No era infrecuente que él y Hong Qui se intercambiasen regalos que contenían adivinanzas o mensajes ocultos para los demás. Él comprendió enseguida lo que quería decirle. Aludía a un poema de Mao. La pluma simbolizaba una vida despilfarrada; la piedra, una vida y una muerte que habían significado algo.

«Mi hermana me manda una advertencia», se dijo Ya Ru. «O tal vez me exhorta a que me pregunte: ¿qué camino pienso elegir en la vida?»

Sonrió ante el mensaje de su regalo y decidió que, para el próximo cumpleaños de ella, encargaría una hermosa figura de un lobo tallado en marfil.

Sentía respeto por su tozudez; en lo tocante a carácter y voluntad, podía decirse sin reservas que eran hermanos. Hong Qui seguiría combatiéndolo a él y a aquellos miembros del Gobierno que optaban por un camino para ella execrable. Sin embargo, estaba equivocada; tanto ella como quienes se negaban a que China se convirtiese de nuevo en el país más poderoso del mundo.

Ya Ru se sentó ante el escritorio y encendió el flexo. Con sumo cuidado se enfundó un par de finos guantes blancos de algodón. Después volvió a hojear el diario que Wang San había escrito y que había ido pasando de unos descendientes a otros de la familia. Hong Qui también lo había leído, pero no se conmovió como él con su contenido.

Ya Ru abrió la última página del diario. Wang San tenía ochenta y tres años. Estaba muy enfermo y a punto de morir. Sus últimas palabras aluden a su temor de morir sin haber logrado hacer cuanto había prometido a sus hermanos.

«Voy a morir demasiado pronto», escribió. «Aunque viviese mil años, moriría demasiado pronto, puesto que nunca logré reparar la honra de la familia. Hice lo que pude, pero no fue suficiente.»

Ya Ru cerró el diario y lo depositó en un cajón que cerró con llave. Se quitó los guantes y, de otro cajón del escritorio, sacó un grueso sobre. Después pulsó el botón del altavoz. La señora Shen respondió enseguida.

– ¿Ha llegado la visita?

– Aquí esta.

– Dígale que pase.

Se abrió la puerta de la pared. El hombre que entró en el despacho era alto y delgado y caminaba por la gruesa alfombra con pasos suaves y ágiles. Se detuvo y se inclinó ante Ya Ru.

– Ha llegado el momento de que emprendas el viaje -le dijo-. Hallarás cuanto necesitas en este sobre. Te quiero de vuelta en febrero, para la celebración de nuestro Año Nuevo. El mejor momento para llevar a cabo tu misión es a principios del Año Nuevo occidental.

Ya Ru le tendió el sobre al hombre, que se hizo con él inclinándose levemente.

– Liu Xin -le dijo-. Esta tarea que ahora te encomiendo es la más importante de cuantas te he pedido que hagas hasta ahora, se trata de mi propia vida, de mi familia.

– Haré lo que me pides.

– Sé que lo harás, pero si fracasas, te ruego que no vuelvas nunca, pues tendré que matarte.

– No fracasaré.

Ya Ru asintió. La conversación había terminado. Liu Xin cruzó la puerta, que volvió a cerrarse silenciosa. Una vez más, la última de la noche, Ya Ru habló con la señora Shen.

– Acaba de salir un hombre de mi despacho -le dijo Ya Ru.

– Un caballero muy discreto y amable.

– Muy bien, pues nunca ha estado aquí.

– Por supuesto que no.

– La única que ha venido esta noche ha sido mi hermana Hong.

– Sí, no he dejado pasar a nadie más. Tampoco he anotado en el registro ningún otro nombre, salvo el de Hong Qui.

– Ya puede irse, señora Shen. Yo me quedaré aún un par de horas.

Terminó la conversación. Ya Ru sabía que la señora Shen aguardaría allí hasta que él se marchase. No tenía familia ni otra vida aparte del trabajo que hacía para él. Ella era el espíritu que vigilaba ante su puerta.

Ya Ru regresó de nuevo junto a la ventana para contemplar la ciudad durmiente. Ya era mucho más de medianoche. Se sentía feliz. Había sido un buen día de cumpleaños pese a que la conversación con su hermana Hong Qui no había discurrido por donde él habría querido. Ella ya no comprendía qué pasaba en el mundo. Se negaba a ver los nuevos tiempos. La idea de que fuesen apartándose cada vez más lo llenaba de pesar; pero era necesario. Por el bien del país. Ella tal vez llegaría a comprenderlo un día.

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