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Interrumpió sus cavilaciones y miró el reloj. Pronto sería medianoche. Su primera visita no tardaría en presentarse. Se acercó al escritorio y pulsó el botón de un altavoz. La señora Shen respondió enseguida.

– Espero visita dentro de unos diez minutos -le advirtió-. Hágala esperar media hora. Después, yo mismo le pediré que entre.

Ya Ru se sentó ante el escritorio. Cuando se marchaba por la noche, lo dejaba vacío. Cada nuevo día debía encontrarse con una mesa limpia sobre la que amontonar nuevos retos.

En aquel momento tenía ante sí un viejo libro desgastado cuya cubierta había sido reparada y pegada. En alguna ocasión se le ocurrió pensar que debería dejarlo en manos de un buen artesano que lo encuadernase; pero al final decidió conservarlo como estaba. Pese a que la cubierta estaba deshecha y las páginas eran muy porosas y delgadas, el contenido se había mantenido intacto durante todos los años transcurridos.

Apartó el libro con cuidado y pulsó un botón que había bajo el tablero del escritorio. Un monitor de ordenador surgió sobre la mesa emitiendo un sordo ronroneo. Luego tecleó varios signos hasta que su árbol genealógico apareció en la brillante pantalla. Le llevó mucho tiempo y le costó una gran cantidad de dinero confeccionar aquella reproducción de las distintas ramas de su familia, o al menos de la parte de la que podía estar seguro. En la cruenta y procelosa historia de China, no sólo se habían perdido tesoros culturales de valor incalculable; lo más terrible era la destrucción total de gran número de archivos. Así, las lagunas que existían en el árbol que ahora contemplaba no podrían llenarse jamás.

Aun así, contenía los nombres más importantes. Y, ante todo, el del hombre que había escrito el diario que tenía sobre la mesa.

Ya Ru quiso encontrar la casa en la que su antepasado había redactada el diario a la luz de una vela, pero nada quedaba ya de ella, pues en el lugar en que Wang San vivió se extendía ahora una inmensa red de carreteras.

San dejó dicho en el diario que escribía para el viento y para sus hijos. Ya Ru no alcanzaba a comprender lo que quería decir con que el viento fuese uno de los destinatarios de su diario. Probablemente, su antepasado San fue, en el fondo de su corazón, un romántico, pese a la brutalidad de la vida que se había visto obligado a llevar y a la necesidad de venganza que nunca lo abandonó. Sin embargo, allí estaban sus hijos. Ante todo, uno llamado Guo Si, nacido en 1882. Perteneció a la cúpula del Partido Comunista y había sido asesinado por los japoneses durante la primera guerra contra China.

Ya Ru pensaba a menudo que San había escrito aquel diario para él precisamente; pese a que había transcurrido más de un siglo desde su redacción hasta la noche en que empezó a leerlo, tenía la sensación de que San le hablaba a él y a nadie más. El odio que sintió entonces su antepasado seguía vivo en Ya Ru. En primer lugar San, después Guo Si y ahora él mismo.

Había una fotografía de Guo Si tomada a principios de la década de 1930. Se encuentra con un grupo de hombres que posan ante unas montañas. Ya Ru la había escaneado en el ordenador. Mientras la observaba, sentía un vínculo muy estrecho con Guo Si, que se encontraba justo detrás de un hombre que sonreía con una verruga en la mejilla. «Estuvo tan cerca del poder absoluto», pensó Ya Ru. «Igual que yo, su descendiente.»

Se oyó un leve carraspeo del altavoz que tenía sobre la mesa. La señora Shen le avisaba discretamente de la llegada de la primera visita; pero Ya Ru pensaba hacerla esperar. Hacía ya mucho tiempo leyó acerca de un líder político que tenía perfectamente ordenados a sus amigos o enemigos políticos según el tiempo que debían esperar antes de verse con él. Así, los visitantes podían comparar el tiempo de espera y concluir si estaban más o menos cerca del favor del mandatario.

Ya Ru apagó el ordenador, que desapareció del tablero con el mismo ronroneo. Se sirvió agua de la jarra en un vaso procedente de Italia, especialmente fabricado para él por una empresa de la que era copropietario gracias a sus muchas filiales.

«Agua y aceite», se dijo. «Estoy rodeado de fluidos. Hoy aceite, mañana quizá derechos sobre el suministro de aguas de ríos y lagos.»

Se acercó de nuevo a la ventana. Era la hora de la noche en que muchas luces empezaban a apagarse. Pronto sólo arrojaría sus destellos sobre la ciudad la iluminación de los edificios oficiales.

Dirigió la mirada a la zona donde se hallaba la Ciudad Prohibida. Le gustaba ir allí a visitar a sus amigos, aquellos cuyo dinero él administraba y hacía crecer. En la actualidad, el trono del emperador estaba desierto; pero el poder seguía alojándose entre los viejos muros de la ciudad imperial. En alguna ocasión, Deng le había dicho que las viejas dinastías imperiales habrían envidiado el poder del Partido Comunista Chino. No existía otro país en el mundo con una base de poder similar. Una de cada cinco personas dependían de las decisiones que tomaban esos líderes políticos poderosos como emperadores.

Ya Ru sabía que había tenido mucha suerte. Nunca lo olvidaba. En el momento en que lo diese por supuesto, perdería su influencia y su bienestar. Él formaba parte de esa élite de poder como una especie de eminencia gris. Era miembro del Partido Comunista, donde contaba con buenos contactos en los círculos donde se adoptaban las decisiones más importantes. Además, era su consejero y se esforzaba sin cesar por detectar con sus tentáculos dónde estaban las trampas y dónde las vías seguras.

Hoy cumplía treinta y ocho años y sabía que le tocaba vivir la época más subversiva de China desde la Revolución Cultural. De ser un país involucionista, pasaría a dirigir su atención al exterior. Pese a que en el seno del estamento político se libraba una dramática lucha por seleccionar la vía correcta para ello, Ya Ru estaba bastante seguro de cuál sería el resultado. China ya no podría cambiar el camino elegido. Cada día que pasaba, sus compatriotas vivían un poco mejor; aunque el abismo entre los habitantes de la ciudad y los campesinos era cada vez mayor, parte del bienestar redundaba incluso en los más pobres. Sería una insensatez intentar cambiar el curso de ese desarrollo en una dirección que recuperase el pasado. De ahí que aumentase sin cesar la búsqueda de nuevos mercados y materias primas.

Observó la sombra de su rostro reflejada en el gran ventanal. Quién sabía si Wang San no tendría exactamente su mismo aspecto.

«Hace más de ciento treinta y cinco años», se dijo Ya Ru. «San no habría podido imaginar jamás la vida que yo llevo hoy; en cambio yo sí puedo figurarme la que vivió él, así como la ira que lo dominó.» Escribió el diario para que sus descendientes no olvidasen jamás las injusticias sufridas por él, por sus padres y hermanos. La gran injusticia que se cernía sobre toda China.

Ya Ru volvió a mirar el reloj e interrumpió el hilo de sus pensamientos. Pese a que aún no había transcurrido la media hora, se acercó al escritorio y pulsó el botón que significaba que la visita podía entrar.

Una puerta invisible en la pared se abrió de pronto. Su hermana Hong Qui entró. Era una mujer muy hermosa. Ciertamente, su hermana derrochaba belleza.

De pie en medio del despacho se besaron en la mejilla.

– Hermanito -comenzó Hong Qui-, hoy eres un poco más viejo que ayer. Un día de estos me darás alcance.

– No -respondió Ya Ru-. No lo haré. Sin embargo, nadie sabe quién de los dos enterrará al otro.

– ¿Por qué hablas de eso hoy, el día de tu cumpleaños?

– El que no es necio sabe que la muerte siempre anda rondando.

La condujo a un sofá que tenía al fondo de la gran sala. Puesto que ella no bebía alcohol le ofreció un té, que le sirvió de una tetera dorada. Él siguió bebiendo agua.

Hong Qui lo miraba con una sonrisa. De pronto, se puso muy seria.

– Tengo un regalo para ti, pero antes quiero saber si es cierto el rumor que he oído.

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