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– ¿Dónde te alojas? -le preguntó-. ¿En qué hotel? Debo volver al trabajo.

– Sanderson.

– Sé dónde está. ¿Habitación?

– Ciento treinta y cinco.

– ¿Podemos vernos mañana?

– ¿Por qué tan tarde?

– No podré faltar a mi trabajo hasta entonces. Esta noche tengo una reunión a la que debo asistir.

– ¿En serio?

Ho tomó la mano de Birgitta.

– Sí -afirmó-. Una delegación china ha venido para hablar de negocios con varias grandes empresas británicas. Si no asisto, me despiden.

– En estos momentos sólo puedo contar contigo.

– Llámame mañana por la mañana. Intentaré tomarme un rato libre.

Ho se perdió en medio de la lluvia con su impermeable amarillo aleteando al viento. Birgitta Roslin se quedó sentada, víctima de un inmenso cansancio. Permaneció allí un buen rato antes de regresar al hotel, que, claro está, no era el Sanderson. Aún no confiaba en Ho, como no confiaba en ningún asiático.

Aquella noche fue al restaurante del hotel. Después de la cena cesó la lluvia y Birgitta decidió salir y acercarse un rato al banco en que se sentaron un día Staffan y ella, antes de que cerrasen la verja del parque.

Observaba pasar a la gente que iba y venía, unos jóvenes que descansaban en el mismo banco se abrazaban a su lado. Al cabo de unos minutos se marcharon y ocupó su lugar un hombre de edad que llevaba en la mano el periódico del día anterior, recién sacado de una papelera.

Una vez más, intentó llamar a Staffan, que seguía en alta mar cerca de Madeira, pese a que sabía que sería inútil.

Los visitantes del parque empezaron a ser cada vez más escasos y, finalmente, se levantó con la intención de regresar al hotel.

Entonces lo vio. Salió de uno de los senderos de detrás del banco donde ella había estado sentada. Iba vestido de negro, no podía ser otro que el hombre de la fotografía que sacó de la cámara de vigilancia de Sture Hermansson. Caminaba derecho hacia donde ella se encontraba y llevaba en la mano un objeto reluciente…

Birgitta lanzó un grito y dio un paso atrás. Él estaba cada vez más cerca, ella cayó hacia atrás y se golpeó la cabeza contra uno de los cantos de hierro del banco.

Lo último que vio fue el rostro de aquel hombre, como si, con su mirada, hubiese tomado otra fotografía de aquel individuo.

Y eso fue todo. Después, se sumergió en una oscuridad muda e inmensa.

37

Ya Ru amaba las sombras. Allí podía hacerse invisible, igual que los depredadores que admiraba tanto como temía. Pero había otros con la misma capacidad. A menudo pensaba que vivía en un mundo en que los jóvenes empresarios estaban accediendo al poder sobre la economía y que, por tanto, llegaría el día en que exigirían ocupar un puesto en la mesa donde se tomaban las decisiones políticas. Todos creaban sus propias sombras, desde las que vigilar a los demás sin ser vistos.

Sin embargo, las sombras tras las que él se ocultaba aquella noche en la lluviosa Londres tenían otro objetivo. Observaba a Birgitta Roslin sentada en un banco del pequeño parque de Leicester Square. Se había colocado de forma que sólo le veía la espalda, pero no se atrevía a arriesgarse a que lo descubriera. Ya se había dado cuenta de que estaba alerta, vigilante como un animal inquieto. Ya Ru no la subestimaba. Si Hong había confiado en ella, debía tomársela en serio.

Había estado siguiéndola todo el día, desde que apareció por la mañana ante la casa de Ho. Le divertía pensar que él era propietario del restaurante en el que trabajaba Wa, el marido de Ho. Claro que ellos lo ignoraban, Ya Ru rara vez ponía algo a su nombre. El restaurante Ming era de Chinese Food Inc., una sociedad anónima registrada en Liechtenstein, donde Ya Ru tenía registradas todos los restaurantes que poseía en Europa. Controlaba los balances anuales y los informes trimestrales que le presentaban jóvenes talentos chinos reclutados en las principales universidades inglesas. Ya Ru odiaba todo lo inglés. Jamás olvidaría la historia. Y se alegraba de arrebatarle al país a algunos de los brillantes hombres de negocios que habían estudiado en las mejores universidades.

Ya Ru jamás había comido en el restaurante Ming. Y tampoco era ésa su intención aquella noche. En cuanto hubiese cumplido su cometido, volvería a Pekín.

Hubo una época de su vida en que entraba en los aeropuertos con un sentimiento casi religioso. Eran las instalaciones portuarias de la era moderna. Antes, jamás viajaba a ningún lugar sin llevar consigo un ejemplar de los viajes de Marco Polo. El arrojo y la voluntad de aquel hombre habían constituido para él un modelo. Ahora, en cambio, los viajes se le antojaban más bien un tormento, aunque él tenía su propio avión y no dependía de horarios, además de no tener que esperar casi nunca a que le dieran pista en los desolados y embrutecedores aeropuertos. La sensación de que también el cerebro se revitalizaba con aquellos desplazamientos tan rápidos, la embriagadora felicidad de cruzar zonas horarias y, en los casos más extremos, de llegar a un destino incluso antes de partir entraba en conflicto con todo aquel absurdo tiempo que la gente pasaba esperando despegar o el equipaje. Los centros comerciales iluminados de neón de los aeropuertos, las cintas mecánicas, las jaulas de cristal cada vez más reducidas donde los fumadores tenían que apretujarse para compartir el cáncer o las enfermedades cardiovasculares no eran lugares donde uno podía dedicarse a nuevos pensamientos, a nuevos razonamientos filosóficos. Pensó en la época en que la gente iba en tren o en barco de vapor. En aquel tiempo y en esas circunstancias, las discusiones sesudas eran una obviedad, tanto como el lujo y la indolencia.

De ahí que hubiese mandado decorar el Gulfstream, el avión del que ahora era propietario, con algunos muebles antiguos en los que guardaba lo más importante de la literatura china y extranjera.

Se sentía como un pariente lejano, sin otros lazos de sangre que los míticos, del capitán Nemo, que viajaba como un solitario césar sin imperio, con una gran biblioteca y un odio aniquilador contra la humanidad que había destrozado su vida. Se consideraba que Nemo tenía como modelo a un príncipe indio desaparecido. Aquel príncipe se había opuesto al Imperio Británico y, por esa razón, Ya Ru se sentía emparentado con él. Pero, en cualquier caso, a quien sí se sentía unido de verdad era al sombrío y exasperado capitán Nemo, el genial ingeniero y el sabio filósofo. Llamó al Gulfstream en el que viajaba Nautilus II, y la pared que había junto a la entrada a la cabina de los pilotos estaba adornada con una ampliación de uno de los grabados originales del libro en el que el capitán Nemo aparece con sus involuntarios visitantes en la gran biblioteca del Nautilus.

En cualquier caso, ahora se hallaba en la sombra. Bien escondido para observar a placer a la mujer a la que tenía que matar. Al igual que el capitán Nemo, también él creía en la venganza. El imperativo de la venganza era un leitmotiv a lo largo de la historia.

Muy pronto, todo habría terminado. Ahora que se encontraba en Chinatown, en Londres, con las gotas de lluvia discurriéndole por el cuello del chaquetón, se le ocurrió que resultaba interesante que el final de aquella historia tuviese lugar en Inglaterra. En efecto, los dos hermanos Wang emprendieron desde allí el regreso a China, aunque sólo uno de ellos pudo volver a ver su país.

A Ya Ru le gustaba esperar cuando era él mismo quien controlaba su espera. Al contrario de lo que sucedía en los aeropuertos, donde eran otros quienes tenían el control. Aquello causaba sorpresa entre sus amigos, que, por lo general, consideraban que la vida era demasiado corta, creada por un dios que se parecía a un viejo mandarín cascarrabias que no quería que la alegría de la vida durase demasiado. En una conversación con esos amigos, que ahora estaban haciéndose con toda la China moderna, Ya Ru aseguró que, al contrario, el dios que creó la vida sabía muy bien lo que hacía. Si se permitía a los hombres vivir demasiado, sus conocimientos crecerían de tal manera que serían capaces de saber lo que pensaban los mandarines y, quizás, optar por destruirlos. La brevedad de la vida impide muchas rebeliones, sostenía. Y sus amigos se mostraban de acuerdo, como de costumbre, pese a que no siempre comprendían sus razonamientos. Incluso entre aquellos jóvenes privilegiados, Ya Ru destacaba de la mayoría. Ninguno cuestionaba a aquel que estaba por encima de todos ellos.

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