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En ese momento se abrieron las puertas, que dejaron ver a un hombre con una placa en la que se leía Erik Huddén. Birgitta y él se estrecharon la mano. Cuando las puertas volvieron a cerrarse, las alcanzó el reflejo de un flash.

En el pasillo había mucha gente. El ritmo allí era muy distinto al observado en el pueblo de Hesjövallen. Entraron en una sala de reuniones. La mesa estaba llena de archivadores y de listas. Cada archivador tenía escrito un nombre en el lomo. «Ahí es donde reúnen a los muertos», pensó Birgitta Roslin. Erik Huddén le pidió que tomase asiento frente a él. Ella le refirió su historia desde el principio, le habló de su madre, de los dos cambios de nombre y de cómo había descubierto su parentesco. Notó que Huddén estaba un tanto decepcionado al comprobar que su presencia no sería de gran ayuda para el trabajo policial.

– Comprendo que son otros datos los que necesitas -comentó Birgitta Roslin-. Soy jueza y conozco un poco los procesos que se ponen en marcha a la hora de buscar al autor de un crimen complicado como éste.

– Desde luego, te agradezco que te hayas puesto en contacto con nosotros.

Dejó el bolígrafo y la miró con los ojos entrecerrados.

– Pero, dime, ¿de verdad que has venido desde Escania sólo para contarnos esto? Podías haber llamado por teléfono.

– Bueno, tengo algo que decir en relación con la investigación en sí. Pero quiero hablar con Vivi Sundberg.

– ¿Y no podrías hablar conmigo? Ella está muy ocupada.

– Ya empecé una conversación con ella y quiero continuarla.

El policía salió al pasillo y cerró la puerta. Birgitta Roslin tomó el archivador en el que ponía BRITA Y AUGUST ANDRÉN. Lo primero que vio la dejó horrorizada. Eran fotografías tomadas en el interior de la casa. Al verlas comprendió la magnitud de aquel baño de sangre. Se quedó mirando las fotos de los cuerpos acuchillados y abiertos en canal. La mujer resultaba casi imposible de identificar, puesto que le habían cortado la cara en dos mitades. Uno de los brazos del hombre colgaba de algunos tendones.

Cerró el archivador y lo dejó a un lado. Sin embargo, las fotografías seguían allí, nunca se libraría de ellas. Pese a que durante los años que llevaba ejerciendo como jueza se había visto obligada en numerosas ocasiones a enfrentarse a imágenes de violencia sádica, jamás había visto algo comparable a lo que Erik Huddén tenía en aquellos archivadores.

Al cabo de un rato, el policía volvió y le indicó que lo acompañara.

Vivi Sundberg estaba sentada tras un escritorio atestado de papeles. Su arma reglamentaria y su teléfono móvil se hallaban sobre un archivador a rebosar. Sundberg le señaló una silla.

– Querías hablar conmigo -comenzó Vivi Sundberg-. Si no te he entendido mal, has venido desde Helsingborg. Debe de ser porque crees que lo que tienes que contar es importante, puesto que has hecho un viaje muy largo.

En ese momento sonó el teléfono. Vivi Sundberg lo apagó y le dedicó a su visita una mirada desafiante.

Birgitta Roslin le contó lo que sabía sin detenerse en los detalles. En muchas ocasiones, desde su sillón de juez, había considerado para sí cómo debería haberse expresado un fiscal o un abogado defensor, un acusado o un testigo. Ella, en cambio, dominaba ese arte.

– Claro que quizás ya sabíais lo de Nevada -concluyó.

– Nadie lo ha mencionado en ninguna de nuestras reuniones rutinarias, y solemos celebrar dos al día.

– ¿Qué opinas de lo que acabo de contarte?

– No opino nada.

– Podría significar que quien ha hecho esto no es un loco.

– Valoraré la información que me has proporcionado igual que todo lo demás. Literalmente, nos llueve la información. Y es posible que, en todas las llamadas telefónicas, cartas y mensajes de correo electrónico que nos llegan haya un pequeño detalle que resulte fundamental para la investigación. Pero no lo sabemos.

Vivi Sundberg tomó un bloc de notas y le pidió a Birgitta Roslin que se lo contase todo una vez más. Cuando terminó de anotar, se levantó para acompañar a Birgitta a la salida.

De pronto, justo delante de las puertas de cristal, se detuvo.

– ¿Quieres ver la casa en la que tu madre pasó su infancia? Tal vez sea ésa la razón por la que estás aquí…

– ¿Es posible?

– Los cuerpos ya no están, así que puedo dejar que la veas, si quieres. Yo tengo que volver allí dentro de media hora. Pero debes prometerme que no te llevarás nada. Hay gente a la que le encantaría arrancar el suelo de corcho sabiendo que sobre él se ha encontrado el cadáver de una persona acuchillada.

– Ése no es mi estilo.

– Si esperas en el coche, puedes seguirme luego.

Vivi Sundberg pulsó un botón y las puertas se abrieron. Birgitta Roslin salió a la calle antes de que ninguno de los periodistas que seguían abarrotando la recepción le diese alcance.

Ya con la mano en la llave de contacto, pensó que había fracasado. Vivi Sundberg no la había creído. Quizá, más adelante, alguno de los agentes se encargaría de la información sobre Nevada, pero sin entusiasmo.

Tampoco podía reprochárselo a Vivi Sundberg. La distancia entre Hesjövallen y una ciudad de Nevada era excesiva.

Un coche negro sin distintivos de la policía pasó a su lado. Vivi Sundberg le hizo una seña.

Cuando llegaron al pueblo, Vivi Sundberg la guió hasta la casa y le advirtió:

– Quédate aquí, te dejaré sola un rato.

Birgitta Roslin respiró hondo y entró en la casa. Todas las lámparas estaban encendidas.

Fue como si saliese de entre bastidores para entrar en un escenario iluminado. Y en el drama que había que representar, ella estaba totalmente sola.

8

Birgitta Roslin se esforzaba por olvidar a los muertos que la rodeaban. Y, en cambio, trató de evocar la borrosa imagen de su madre en aquella casa. Una mujer joven con un deseo inmenso de marcharse de allí, un deseo que no podía compartir con nadie, apenas reconocérselo a sí misma, sin sentir remordimientos por unos padres tan amorosos y tan llenos de buena voluntad religiosa.

Estaba en el vestíbulo y aguzó el oído. El silencio de las casas vacías no se parecía, se dijo, a ningún otro. Era como si alguien se hubiese ido de allí llevándose consigo todos los sonidos. Ni siquiera se oía el tictac de un reloj.

Entró en la sala de estar y la recibió un ejército de aromas antiguos, de muebles, de tapices y de jarrones de desgastada porcelana que competían por un lugar en las estanterías o entre las plantas. Tocó la tierra de una de las plantas, fue a la cocina a buscar una jarra de agua y regó todas las que vio. Era como un servicio a los muertos. Después se sentó en una silla y miró a su alrededor. ¿Cuántos de los objetos que había en la habitación existían cuando su madre vivía allí? La mayoría, pensó. Todo lo que hay aquí es viejo, los muebles envejecen con aquellos que los utilizan.

La porción de suelo en la que habían yacido los cadáveres aún estaba cubierto de plástico. Subió la escalera hasta el primer piso. En el dormitorio principal, la cama estaba deshecha. Una zapatilla medio oculta bajo la cama. La otra no se veía. En el piso de arriba había otras dos habitaciones. En la que daba al oeste, el papel de la pared tenía unos animales pintados por algún niño. Creía recordar que su madre le había hablado de ese papel en alguna ocasión. Se veía una cama, un escritorio, una silla y un montón de alfombras apiladas contra una pared. Abrió el armario, que estaba revestido por dentro con papeles de periódico. Leyó el año: 1969. Para entonces, su madre llevaba ya más de veinte años lejos de allí.

Se sentó en la silla que había ante la ventana. Ya había oscurecido y no se veían las lomas del bosque junto al lago. En el lindero andaba un policía con un colega que le sostenía la linterna. De vez en cuando se detenía y se agachaba, como si estuviese buscando algo en el suelo.

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