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– ¿Bebió algo?

– Agua y té.

– ¿Y no dijo nada durante toda la cena?

– Quería estar tranquilo.

– ¿Qué ocurrió después?

– Pagó. Con moneda sueca. Y se fue.

– ¿Y no volvió por aquí?

– No.

– ¿Fue él quien se llevó la cinta roja?

La camarera se echó a reír.

– ¿Por qué iba a hacer algo así?

– ¿Significan esas cintas algo especial?

– Son simples cintas rojas, ¿qué iban a significar?

– ¿Sucedió algo más?

– ¿Como qué?

– Me refiero a después de que se marchase.

– Haces unas preguntas muy raras. ¿Eres de Hacienda? Ese hombre no trabaja aquí. Y nosotros pagamos los impuestos. Todos los que trabajan aquí tienen sus papeles en regla.

– No, es sólo curiosidad. De modo que no volviste a verlo más, ¿no?

La camarera señaló la ventana del restaurante.

– Se fue hacia la derecha. Estaba nevando. Y desapareció para siempre. No lo he vuelto a ver más. ¿Para qué quieres saberlo?

– Puede que lo conozca -respondió Birgitta Roslin.

Pagó y salió a la calle. El hombre que había estado sentado a aquella mesa se dirigió a la derecha al salir. Ella hizo lo mismo. En el cruce, miró a su alrededor. Había unas tiendas y un aparcamiento a un lado. La perpendicular que iba en otra dirección desembocaba en un callejón sin salida. Había un pequeño hotel con el cartel luminoso resquebrajado. Volvió a mirar a su alrededor y posó nuevamente la mirada en el cartel luminoso del hotel. Una idea empezó a forjarse en su mente.

Regresó al restaurante chino. La camarera estaba sentada fumándose un cigarro y se sobresaltó cuando ella abrió la puerta. Apagó el cigarrillo de inmediato.

– Tengo otra pregunta que hacerte -dijo Birgitta Roslin-. El hombre que ocupó esa mesa, ¿llevaba ropa de abrigo?

La camarera reflexionó unos minutos.

– Pues no, lo cierto es que no -respondió-. ¿Cómo lo sabías?

– No lo sabía. Sigue fumándote el cigarro. Gracias por tu ayuda.

La puerta del hotel estaba estropeada. Alguien había intentado forzarla y la reparación era provisional. Subió media planta, hasta una recepción que no se componía más que de un mostrador abatible. Estaba vacía. Llamó, pero nadie acudió. Vio que había una campanilla, tiró y se sobresaltó cuando, de repente, descubrió que había alguien a su espalda. Un hombre casi esquelético, como un enfermo terminal. Llevaba unas gafas de lentes muy gruesas y olía a alcohol.

– ¿Desea una habitación?

Birgitta Roslin detectó un leve residuo dialectal en su forma de hablar, como de Gotemburgo.

– No, sólo quería hacer un par de preguntas; sobre un amigo mío que estuvo aquí alojado.

El hombre fue arrastrando las zapatillas de casa hasta que apareció detrás del mostrador. Con mano temblorosa, logró sacar el libro de registro. Birgitta jamás se habría imaginado que aún existiesen hoteles como aquél. Tenía la sensación de haber viajado hacia atrás en el tiempo, como en una película de la década de 1940.

– ¿Cómo se llama el huésped?

– Sólo sé que es chino.

El hombre apoyó lentamente el registro sobre el mostrador mientras la miraba sin dejar de mover la cabeza. Birgitta Roslin supuso que tendría Parkinson.

– Por lo general, uno sabe el nombre de sus amigos. Aunque sean chinos.

– Bueno, es amigo de un amigo. Un chino.

– Sí, de eso ya me he enterado. ¿Cuándo se supone que se alojó aquí?

«¿Cuántos huéspedes chinos has tenido?», pensó Birgitta. «Si se alojó aquí, debes recordarlo.»

– A principios de enero.

– Por entonces yo estaba ingresado en el hospital. Un sobrino mío se hizo cargo del hotel entretanto.

– ¿Podrías llamarlo por teléfono?

– Pues no, porque está de crucero por el Ártico.

El hombre se puso a escrutar el registro con ojos miopes.

– Vaya, aquí tenemos a un huésped chino -dijo de pronto-. Un tal señor Wang Min Hao, de Pekín. Se alojó aquí una noche. Entre el doce y el trece de enero. ¿Es la persona que buscas?

– Sí -respondió Birgitta incapaz de ocultar su excitación-. Es él.

El hombre le dio la vuelta al registro para que ella pudiese leerlo. Birgitta Roslin sacó del bolso un trozo de papel y anotó los datos que figuraban en el libro. Nombre, número de pasaporte y algo que, supuso, sería una dirección de Pekín.

– Gracias -le dijo al hombre-. Has sido de gran ayuda. ¿Se dejó algo olvidado en el hotel?

– Me llamo Sture Hermansson. Mi mujer y yo hemos llevado este hotel desde 1946. Ahora está muerta. Y yo no tardaré en morir. Éste es el último año que tengo el hotel abierto. Van a derribar el edificio.

– Es una lástima.

Sture Hermansson lanzó un gruñido displicente.

– ¿Qué es una lástima? La casa está hecha una ruina. Y yo también. Es normal que muera la gente mayor. En fin, lo cierto es que creo que el chino ese se dejó algo aquí.

Sture Hermansson entró en la habitación que había detrás del mostrador. Birgitta Roslin aguardaba impaciente.

Ya empezaba a preguntarse si no se habría muerto allí dentro, cuando por fin volvió a salir con una revista en la mano.

– Cuando volví del hospital, esto estaba en una papelera. Tengo una rusa que viene a limpiar. Como sólo dispongo de ocho habitaciones, se las arregla sola, pero no es muy concienzuda. Así que, cuando volví del hospital, lo repasé todo. Y hallé la revista en la habitación del chino.

Sture Hermansson le pasó la revista, llena de caracteres chinos y de fotografías con exteriores y personas chinas. Intuyó que se trataba de una publicación de presentación de alguna empresa, no una revista propiamente. En la contraportada habían garabateado con bolígrafo algo en caracteres chinos.

– Puedes llevártela si quieres -le dijo Sture Hermansson-. Yo no sé chino.

Birgitta se la guardó en el bolso, dispuesta a marcharse.

– Gracias por tu ayuda.

Sture Hermansson le sonrió.

– De nada. ¿Te ha servido?

– Bastante.

Ya se dirigía a la salida cuando oyó a su espalda la voz de Sture Hermansson.

– ¡Ah! Quizá tenga algo más para ti. Aunque parece que tienes prisa y tal vez no puedas esperar.

Birgitta Roslin volvió al mostrador. Sture Hermansson sonrió y señaló un punto detrás de su cabeza. Birgitta Roslin no sabía qué quería mostrarle. Allí no había más que un reloj y un almanaque de un taller de coches que prometía un servicio rápido y eficaz en todos los modelos de Ford.

– No entiendo a qué te refieres.

– En ese caso, tienes peor vista que yo -aseguró Sture Hermansson.

Sacó una varilla que tenía debajo del mostrador.

– Este reloj se atrasa -le explicó-. Y utilizo la varilla para colocar bien las agujas. No es bueno subirse a una escalera con estos temblores.

Dicho esto señaló con la varilla hacia la pared, junto al reloj. Birgitta sólo veía una válvula, y seguía sin comprender lo que pretendía mostrarle. De pronto, cayó en la cuenta de que no era una válvula, sino una abertura en la pared, tras la que se ocultaba una cámara.

– Quizá podamos averiguar cómo es ese hombre -declaró Sture Hermansson claramente satisfecho.

– ¿Es una cámara de vigilancia?

– Exacto. Que instalé yo mismo. Resulta carísimo contratar a una empresa para que instale su equipo en un hotel tan pequeño. ¿A quién se le ocurriría la absurda idea de venir a robarme a mí? Sería tan necio como robarle a alguno de los tristes sujetos que se dedican a emborracharse en los parques de la ciudad.

– En otras palabras, que tienes fotografiados a todos los que se alojan en el hotel, ¿no es eso?

– Los filmo. Ni siquiera sé si es legal, pero debajo del mostrador puse un botón para empezar a grabar, y así los filmo. -Hermansson la miró divertido-. Ahora, por ejemplo, acabo de filmarte a ti -explicó-. Además, te has colocado de modo que la película quedará estupenda.

Birgitta Roslin lo acompañó detrás del mostrador hasta una habitación donde, evidentemente, tenía tanto el despacho como el dormitorio. A través de una puerta entreabierta vio una antigua cocina en la que una mujer fregaba los platos.

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