En ese momento sonó el teléfono. Birgitta se acercó a la ventanilla y aguardó hasta que la telefonista hubo pasado la llamada.
– Hola, buscaba a Vivi Sundberg.
– Está reunida.
– ¿Y Erik Huddén?
– También.
– ¿Están todos reunidos?
– Todos. Menos yo. Si es muy importante, puedo hacerles llegar el recado, pero tendrás que esperar un buen rato.
Birgitta Roslin reflexionó durante un instante. Claro que lo que tenía que decirles era importante, tal vez incluso decisivo.
– ¿Cuánto durará la reunión?
– Eso nunca se sabe. Con todo lo que ha sucedido, las reuniones duran a veces todo el día.
La recepcionista le dio paso al policía que estaba leyendo el tablón de anuncios.
– Creo que se ha producido alguna novedad -dijo en voz muy baja-. Los investigadores llegaron esta mañana a las cinco. Y el fiscal también.
– ¿Qué ha pasado?
– No lo sé, pero sospecho que tendrás que esperar un buen rato. Eso sí, recuerda que yo no te he dicho nada…
– No, claro.
Birgitta Roslin se sentó a hojear un periódico. De vez en cuando, un policía salía o entraba cruzando la puerta de cristal. Empezaron a aparecer periodistas y cámaras de televisión. Sólo faltaba que también llegase Lars Emanuelsson.
Dieron las nueve y cuarto y Birgitta Roslin cerró los ojos y apoyó la cabeza en la pared. Al oír una voz conocida dio un respingo. Era Vivi Sundberg. Parecía muy cansada y tenía los ojos marcados por profundas ojeras.
– Me han dicho que querías hablar conmigo.
– Si no es molestia.
– Lo es, pero doy por sentado que lo que te trae aquí es importante. A estas alturas, ya sabes cuáles son las condiciones para que nos prestemos a escuchar.
Birgitta Roslin cruzó con ella la puerta de cristal en dirección a un despacho vacío en ese momento.
– No es el mío -explicó Vivi Sundberg-, pero podemos hablar aquí.
Birgitta Roslin se sentó en la incómoda silla destinada a las visitas mientras que Vivi Sundberg permanecía de pie, con la espalda apoyada contra una estantería atestada de archivadores de color rojo.
Birgitta Roslin se armó de valor mientras pensaba que aquélla era una situación absurda. Vivi Sundberg ya había decidido que lo que ella tuviese que contarle carecería de toda relevancia para la investigación.
– Creo que he descubierto algo -comenzó-. Algo que quizá podríamos llamar una pista.
Vivi Sundberg la observó con rostro inexpresivo. Birgitta Roslin sintió que lo hacía para provocarla. Después de todo, ella era jueza y no ignoraba qué podía ser un dato pertinente e interesante para un policía inmerso en una investigación criminal.
– Es posible que lo que tengo que decir sea tan importante que quizá deberías llamar a algún colega más.
– ¿Por qué?
– Estoy segura de ello.
Su tono fue tan convincente que surtió el efecto deseado. Vivi Sundberg salió al pasillo y, tras unos minutos, volvió con un hombre que no cesaba de toser y que se presentó como el fiscal Robertsson.
– Soy el jefe de la investigación previa. Según Vivi, tienes algo importante que contarnos. Si no lo he entendido mal, eres jueza en Helsingborg, ¿cierto?
– Así es.
– ¿Sigue allí el fiscal Halmberg?
– Ya se ha jubilado.
– Pero ¿sigue viviendo en la ciudad?
– Creo que se ha ido a vivir a Francia, a Antibes.
– ¡Qué suerte! Tenía una debilidad casi infantil por los buenos habanos. En las salas en las que pasaba los recesos de los juicios, los miembros de los jurados solían desmayarse. Salían ahumados. Cuando se prohibió fumar, empezó a perder sus causas. Decía que se debía a la tristeza y a la añoranza que sentía por sus cigarros.
– Sí, he oído esa historia.
El fiscal se sentó junto al escritorio. Vivi Sundberg volvió a apoyarse en la estantería. Y Birgitta Roslin empezó a dar detallada cuenta de sus descubrimientos. Sobre cómo reconoció la cinta roja y localizó su procedencia, y, más tarde, cómo averiguó que un chino había estado de visita en la ciudad. Dejó sobre la mesa la cinta de vídeo junto con el folleto chino y les dio la traducción del mensaje garabateado en caracteres chinos.
Cuando terminó, nadie dijo una palabra. Robertsson la observaba con interés, Vivi Sundberg se escrutaba las manos. Después, Robertsson tomó la cinta y se levantó.
– Echémosle un vistazo. Ahora mismo. Suena absurdo, pero quizás un asesinato absurdo exija una explicación absurda.
Se encaminaron a la sala de reuniones donde una mujer de piel oscura recogía las tazas de café y bolsas de papel. Birgitta Roslin reaccionó ante la rudeza con que Vivi Sundberg le dijo que se marchase. Con cierto esfuerzo y tras varias maldiciones, Robertsson logró poner en marcha el reproductor de vídeo y el televisor.
Alguien llamó a la puerta. Robertsson dijo en voz alta que los dejasen en paz. Se entrevió a las rusas, que no tardaron en desaparecer, la imagen parpadeó y Wang Min Hao apareció en escena, miró a la cámara y dejó de verse. Robertsson rebobinó y congeló la imagen en el instante en que Wang miraba a la cámara. También Vivi Sundberg se mostraba ahora interesada. Cerró las persianas de las ventanas más próximas para que la imagen se viese más nítida.
– Wang Min Hao -declaró Birgitta Roslin-. Si es que ése es su verdadero nombre. Aparece en Hudiksvall el doce de enero como salido de ninguna parte. Pasa la noche en un pequeño hotel después de llevarse una cinta del farolillo de papel de un restaurante. Más tarde, esa cinta es hallada en Hesjövallen. Ignoro de dónde vino o adónde fue.
Robertsson se había inclinado sobre la pantalla del televisor pero enseguida fue a sentarse. Vivi Sundberg abrió una botella de agua mineral.
– Curioso -declaró Robertsson-. Supongo que te habrás asegurado de que la cinta roja es, en efecto, del restaurante.
– Las he comparado.
– Pero ¿qué está pasando aquí? ¿Acaso llevas una investigación privada paralela a la nuestra? -preguntó airada Vivi Sundberg.
– No era mi intención molestar -confesó Birgitta Roslin-. Sé que tenéis mucho que hacer. Resulta casi una misión imposible. Peor que la de aquel desquiciado que mató a un montón de gente en Mälarångare a principios del siglo xx.
– John Filip Nordlund -dijo Robertsson ufano-. Un criminal de la época. Era como uno de nuestros jóvenes hooligans de cabeza rapada. El diecisiete de mayo de mil novecientos, mató a cinco personas en un barco que cubría la travesía entre Arboga y Estocolmo. Lo decapitaron. Algo que, desde luego, no les sucede a nuestros camorristas. Ni tampoco a la persona que ha cometido las atrocidades de Hesjövallen.
Vivi Sundberg no parecía impresionada por los conocimientos históricos de Robertsson y salió al pasillo.
– He pedido que traigan el farolillo del restaurante -dijo cuando regresó.
– No abren hasta las once -aclaró Birgitta Roslin.
– Éste es un pueblo pequeño -observó Vivi Sundberg-. Irán a buscar al propietario y tendrá que abrir.
– Pero procura que los sabuesos de la prensa no se enteren -le advirtió Robertsson-. ¿Te imaginas los titulares? UN CHINO RESPONSABLE DE LA MASACRE DE HESJÖVALLEN. SE BUSCA LOCO ORIENTAL.
– No lo creo, sobre todo después de la conferencia de prensa de esta tarde -objetó Vivi Sundberg.
«O sea, que la joven de la centralita tenía razón», constató Birgitta Roslin para sí. «Hay algo que piensan presentar hoy. De ahí que no muestren demasiado interés en mi historia.»
Robertsson sufrió un violento ataque de tos que le encendió el rostro.
– El tabaco -explicó-. He fumado tantos cigarrillos en mi vida que, si los pusiéramos en fila, cubriríamos el trayecto desde el centro de Estocolmo hasta el sur de Södertälje. A partir de Botkyrka, más o menos, eran con filtro, aunque eso no mejora mucho la situación.
– Bien, reflexionemos un poco -propuso Vivi Sundberg al tiempo que tomaba asiento-. Tú has provocado cierta inquietud e irritación en la comisaría.