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No obstante, cuando dejó los diarios y puso el teletexto, su interés empezó a despertarse de verdad. Encabezaba la lista de contenidos la noticia de que la policía había hallado la posible arma del crimen. En un lugar desconocido, pero según las indicaciones de Lars-Erik Valfridsson, habían desenterrado el arma. Era de forja casera, una mala imitación de una espada de samurai japonés. Aunque la hoja estaba bien afilada. En esos momentos estaban analizándola, buscando huellas y, ante todo, restos de sangre.

Media hora después encendió la radio para escuchar las noticias. Una vez más oyó la voz pausada de Robertsson. A Birgitta Roslin le pareció que estaba aliviado por el hallazgo.

En cuanto el fiscal acabó su intervención llovieron las preguntas, pero Robertsson se abstuvo de hacer más comentarios y aseguró que, en cuanto surgiese otro dato de interés que comunicar a la prensa, volvería a convocarlos.

Birgitta Roslin apagó la radio y tomó un diccionario enciclopédico de la estantería. Había en él una fotografía de una espada de samurai. Leyó que la hoja podía afilarse tanto como una hoja de afeitar.

La sola idea le dio escalofríos. De modo que, una noche, aquel hombre se dirigió a Hesjövallen y fue de casa en casa hasta matar a diecinueve personas. Tal vez la cinta roja que hallaron en la nieve adornase su espada.

Se quedó pensando en ello, sin poder apartar la idea de su mente. Llevaba en el bolso una tarjeta de visita del restaurante chino, marcó el número y reconoció la voz de la camarera con la que había estado hablando. Birgitta Roslin le explicó quién era. A la camarera le costó varios segundos recordar.

– ¿Has visto los diarios y la foto del hombre que mató a toda esa gente?

– Sí, ¡qué hombre tan horrible!

– ¿Recuerdas haberlo visto alguna vez comiendo en vuestro restaurante?

– Jamás.

– ¿Estás segura?

– Al menos no mientras yo he estado aquí. Claro que hay días en que mi hermana o mi primo me sustituyen. Ellos viven en Söderhamn. Nos vamos turnando. Ya sabes, empresa familiar.

– Hazme un favor, pídeles que miren la foto del periódico. Si lo reconocen, me llamas, ¿de acuerdo?

La camarera anotó su número.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó Birgitta.

– Li.

– Yo me llamo Birgitta. Gracias por tu ayuda.

– ¿No estás en el pueblo?

– Estoy en Helsingborg. Vivo aquí.

– ¿En Helsingborg? Allí también tenemos un restaurante. También de la familia. Se llama Shanghai. Se come igual de bien que aquí.

– Pues iré, pero ayúdame con esto, por favor.

Se quedó junto al teléfono, esperando. Cuando sonó, era su hijo que llamaba para hablar con ella, pero Birgitta le pidió que volviese a llamar más tarde. Li tardó media hora en devolverle la llamada.

– Puede -le dijo la camarera.

– ¿Cómo que puede?

– Mi primo dice que cree que ha estado en el restaurante alguna vez.

– ¿Cuándo?

– El año pasado.

– Pero ¿no está seguro?

– No.

– ¿Puedes decirme su nombre?

Birgitta Roslin anotó el nombre y el número de teléfono del restaurante de Söderhamn y terminó la conversación. Tras un minuto de vacilación, llamó a la comisaría de Hudiksvall y pidió que la pusieran con Vivi Sundberg. Ya contaba con tener que dejarle un mensaje pero, para su sorpresa, la policía contestó personalmente.

– Y los diarios -le preguntó-. ¿Siguen resultándote interesantes?

– Son difíciles de leer, pero dispongo de tiempo. Os felicito por vuestro hallazgo. Si no he entendido mal, tenéis tanto la confesión como el arma del crimen.

– No creo que llames por eso, ¿verdad?

– No, claro que no. Quería, una vez más, hablar del restaurante chino.

Le habló del primo chino de Söderhamn y de que era posible que Lars-Erik Valfridsson hubiese comido en el restaurante de Hudiksvall.

– Eso podría explicar la cinta roja -concluyó Birgitta-. Un cabo suelto menos.

Aquello no pareció despertar el interés de Vivi Sundberg.

– Bueno, en estos momentos, la cinta no nos importa demasiado. Supongo que entiendes por qué.

– Sí, ya, pero quería contároslo. Si quieres, puedo darte el nombre del camarero que quizás haya visto a ese tipo, y su número de teléfono.

Vivi Sundberg tomó nota.

– Gracias por llamar.

Concluida la conversación, Birgitta Roslin llamó a su jefe, Hans Mattsson. Tuvo que esperar un rato hasta que Mattsson atendió el teléfono. Le dijo que contaba con que le dieran el alta en su próxima visita al médico, dentro de unos días.

– Nos ahoga el trabajo -le aseguró el jefe-. O tal vez sea más propio decir que nos asfixia. Cuando se producen reducciones de presupuesto se acaba con los tribunales suecos. Es algo que jamás pensé que me tocaría vivir.

– ¿Qué?

– Que le pusiéramos precio al Estado de derecho. Creía que la democracia no podía valorarse en dinero. Sin un sistema judicial eficaz, se acabó la democracia. Nos arrastramos. Los cimientos de esta sociedad crujen, se retuercen y se quiebran. Te aseguro que estoy muy preocupado.

– Bueno, no creo que yo sola pueda resolver todo eso, pero te prometo volver a hacerme cargo de mis juicios.

– Te recibiremos con los brazos abiertos.

Aquella noche cenó sola, pues Staffan tenía dos servicios y hacía noche en Hallsberg. Siguió hojeando los diarios. Lo único en lo que se detenía con verdadero entusiasmo eran las notas que cerraban el último de ellos. Estaban fechadas en junio de 1892. J.A. era ya un anciano. Vivía en una pequeña casa de San Diego y sufría dolores en las piernas y la espalda. Después de mucho regatear le compró a un viejo indio unas pomadas y unas hierbas que, en su opinión, eran lo único que lo aliviaban. Hablaba de su inmensa soledad, de la muerte de su esposa, y de sus hijos, que se habían mudado a vivir muy lejos, uno de ellos incluso a las tierras salvajes de Canadá. Ya no contaba nada del ferrocarril. Sin embargo, seguía siendo el mismo cuando describía a las personas. Los negros y los chinos continuaban resultándole odiosos. Le preocupaba que los negros o los amarillos se mudasen a una de las casas vecinas, que estaba en venta.

El diario terminaba en medio de una frase. El 19 de junio de 1892. Anota que ha estado lloviendo durante la noche. Le duele la espalda más que de costumbre. Aquella noche, había tenido un sueño.

Y ahí terminaba el relato. Ni Birgitta Roslin ni ninguna otra persona llegaría a saber nunca qué soñó.

Pensó en lo que Karin Wiman le había escrito el día anterior acerca del sendero que serpenteaba por su cabeza hacia un punto en el que, de repente, llegaría a su fin. Así fue aquel día de junio de 1892 en que todos los comentarios de desprecio que J.A. prodigaba sobre las personas de otro color acabaron de forma tan repentina.

Fue hojeando hacia atrás. No había indicios de que sospechase que iba a morir, nada de lo que se leía en sus notas anunciaba lo que sucedería. «Una vida», pensó Birgitta. «A mí podría sobrevenirme la muerte del mismo modo; mi diario, si hubiera escrito uno, también quedaría inconcluso. En realidad, ¿quién tiene tiempo de terminar su historia, de ponerle punto final antes de morir?»

Dejó los diarios en la bolsa de plástico y decidió devolverlos al día siguiente. Seguiría los sucesos de Hudiksvall igual que el resto de la gente.

Sacó de la estantería la lista de los jueces de distrito suecos. El de Hudiksvall se llamaba Tage Porsén. «Será el juicio de su vida», confirmó para sí misma. «Espero que le guste la publicidad.» Birgitta sabía que muchos de sus colegas detestaban e incluso temían enfrentarse a los periodistas y a las cámaras de televisión.

Al menos así eran los de su generación y los colegas de más edad; pero no sabía cómo encajaban la publicidad los jueces jóvenes.

El termómetro que había fuera, junto a la ventana de la cocina, indicaba que la temperatura había descendido. Se sentó ante el televisor para ver las noticias de la noche. Después se iría a dormir. El día que había pasado con Karin fue enriquecedor, pero también la dejó agotada.

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