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Hacía varios minutos que habían empezado las noticias, sin embargo, comprendió enseguida que se había producido alguna novedad relacionada con el caso de Hesjövallen. Un periodista estaba entrevistando a un criminólogo tan prolijo como grave. Intentó enterarse de qué hablaban.

Después del criminólogo, aparecieron unas imágenes de Líbano. Lanzó una maldición y cambió al teletexto: enseguida supo lo ocurrido.

Lars-Erik Valfridsson se había suicidado. Aunque pasaban a controlarlo cada quince minutos, había tenido tiempo suficiente para rasgar en tiras una camiseta, fabricarse una cuerda y colgarse. Y por mucho que lo hubieran encontrado casi de inmediato, todos los intentos de reanimación fueron en vano.

Birgitta Roslin apagó el televisor. Las ideas se cruzaban en su mente como rayos. ¿Acaso no tuvo fuerzas para vivir con la culpa? ¿O sería un enfermo mental?

«Algo no encaja», concluyó. «Él no pudo cometer todos los asesinatos. Ignoro por qué se ha quitado la vida, por qué confesó y por qué le indicó a la policía el lugar donde hay enterrada una espada de samurai; pero, en el fondo, siempre he tenido la sensación de que no era él.»

Se sentó en el sillón de lectura, con la lámpara apagada. La habitación estaba en semipenumbra. Alguien que pasaba por la calle soltó una risotada. Aquél era su sillón de pensar. Acudía a él cuando necesitaba meditar sobre la sentencia que debía redactar o sobre cualquier otro tema relacionado con un juicio. Y también cuando sentía la necesidad de cavilar sobre su día a día y el de su familia.

Volvió al punto de partida. Las primeras reflexiones que se hizo cuando descubrió que existía un vago parentesco entre ella y todas las personas asesinadas aquella noche de enero. «Era demasiado», se dijo. «Tal vez no para que lo llevase a cabo un hombre solo y decidido y con el objetivo claro, pero sí para un tipo que vive en Hälsingland y sobre el que no pesan más que unas sentencias por agresión. Se ha confesado culpable de algo que no ha hecho. Después le brinda a la policía un arma de fabricación casera, y luego va y se cuelga en su celda. Cabe la posibilidad de que yo esté en un error, pero es indiscutible que aquí hay algo que no encaja. Lo atraparon demasiado rápido. Y, además, ¿qué tipo de venganza podía ser la que adujo como móvil?»

Era más de medianoche cuando se levantó del sillón. Sopesó la posibilidad de llamar a Staffan, pero pensó que tal vez ya estuviese dormido. Se fue a la cama y apagó la luz. Recorrió mentalmente el pueblo, sin poder dejar de pensar en la cinta roja hallada en la nieve, en la imagen del chino ofrecida por la cámara casera del hotel. «La policía sabe algo que yo ignoro, por qué detuvieron a Lars-Erik Valfridsson, y también tiene una idea del posible móvil. Sin embargo, están cometiendo el mismo error de costumbre: se limitan a seguir una sola línea de investigación.»

No conseguía conciliar el sueño y, cansada de dar vueltas en la cama, se levantó, se puso la bata y volvió a la planta baja. Se sentó ante su escritorio con la intención de redactar un resumen de todos los sucesos que ella relacionaba con Hesjövallen. Tardó cerca de tres horas en exponer detalladamente por escrito cuanto conocía, lo que había descubierto y sus vivencias. Mientras escribía la asaltó la creciente sensación de habérsele pasado por alto algo, que se le ofrecía un nexo entre dos cosas y que ella no era capaz de detectarlo. Era como si el bolígrafo fuese un rastrillo y ella tuviese que estar atenta a los cervatillos que quizás aguardasen amparados en el terreno. Cuando se irguió por fin y estiró los brazos, habían dado ya las cuatro de la mañana. Se llevó las notas al sillón de pensar, ajustó la lámpara y empezó a revisarlas desde el principio, intentando en todo momento leer entre sus propias líneas o quizá más bien tras ellas, para ver si había alguna piedra bajo la cual no hubiese mirado, algún vínculo que debería haber intuido con anterioridad. Ella no era policía y, por tanto, no estaba acostumbrada a buscar lagunas en los testimonios o las declaraciones de los sospechosos. Sin embargo, tenía experiencia a la hora de localizar contradicciones, trampas lógicas y, en numerosas ocasiones, había interrumpido en mitad de un juicio para hacerle al acusado una pregunta que, en su opinión, se le había pasado al fiscal.

No obstante, en su memorando, no había nada que, de pronto, la frenase en la lectura. Lo que consiguió fue, tal vez, reafirmarse en la idea de que aquello no podía ser obra de un desquiciado. Estaba demasiado bien organizado, con excesiva sangre fría, como para que lo hubiese ejecutado alguien que no fuese un asesino frío y sereno. Posiblemente, anotó en el margen, cabría preguntarse si el autor del crimen no habría visitado el lugar con anterioridad. Era de noche y estaba oscuro; cierto que podía ir provisto de una buena linterna, pero algunas de las puertas estaban cerradas con llave. Debía de poseer conocimientos precisos de quién vivía en cada casa y, probablemente, tenía las llaves. Y, ante todo, debía de tener un móvil muy claro y firme que le ayudó a no vacilar en ningún momento.

Ya cerca de las cinco de la mañana empezaron a escocerle los ojos. No cabía la menor duda, se decía. El que lo hizo sabía lo que lo aguardaba y no se detuvo ni un instante. Incluso se las arregló para enfrentarse con éxito a una situación inesperada, el niño que se interpuso en su camino. «No se trata de un criminal eventual que va de aquí para allá; su sangre fría tenía un objetivo concreto.»

«No vaciló», pensó. «Y existía la voluntad de causar dolor. Quería que las víctimas tuviesen tiempo de comprender qué les estaba pasando. Todas salvo una, el niño.»

De repente, una idea se cruzó por su mente, algo sobre lo que no había reflexionado con anterioridad. El hombre que había cometido los asesinatos, ¿les habría mostrado el rostro a las personas contra las que alzaba la espada o el sable? ¿Lo reconocieron? ¿Querría él que lo vieran?

«Ésta es una pregunta para Vivi Sundberg», concluyó. «¿Estaba la luz encendida en las habitaciones donde yacían los cadáveres? ¿Se verían cara a cara con la muerte antes de que cayese sobre ellos el arma?»

Dejó a un lado las notas, comprobó el termómetro y vio que la temperatura había descendido a ocho grados bajo cero. Bebió un vaso de agua y se fue a la cama. Pero…, justo cuando estaba a punto de caer vencida por el sueño, su conciencia la hizo emerger de nuevo a la superficie. Se le había pasado por alto algo. Dos de los muertos estaban atados el uno al otro. ¿De qué le sonaba aquella imagen? Se sentó en la cama, a oscuras y completamente despabilada. En algún lugar había leído una descripción similar.

De pronto, le vino a la memoria. Los diarios. En un apartado que sólo había hojeado de pasada leyó un episodio parecido. Fue a la planta baja, colocó todos los diarios sobre la mesa y se aplicó a la tarea de buscar el pasaje, que encontró casi de inmediato.

Año de 1865. El ferrocarril serpentea hacia el este, cada tablón, cada metro de raíl es una tortura. Las enfermedades se ceban en los trabajadores. Mueren como chinches. Pero la afluencia de nueva mano de obra del oeste salva el trabajo, que debe avanzar a marchas forzadas con el fin de que el gigantesco proyecto ferroviario no sufra un colapso financiero. En una ocasión, el 9 de noviembre, para ser exactos, J.A. oye hablar de un barco de esclavos chino procedente de Cantón. Se trata de un viejo velero que sólo se usa para enviar a California chinos secuestrados. El agua y la comida empiezan a escasear durante un largo periodo de calma chicha y se produce un motín a bordo. Para sofocar el motín, el capitán recurre a métodos de crueldad sin parangón. Incluso a J.A., que no duda en utilizar los puños y el látigo para incitar a sus trabajadores, le resulta conmovedor. El capitán selecciona a varios de los amotinados chinos muertos en el motín y los amarra con otros aún vivos. Los deja así atados sobre la cubierta, el uno corrompiéndose poco a poco, el otro muriéndose de hambre. J.A. deja constancia en su diario de que la «medida le parece desmesurada».

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