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¿Podrían establecerse similitudes? Tal vez el uno se habría visto obligado a aguardar encadenado al cadáver del otro. Durante una hora o más, o quizá menos… Antes de que el hachazo final acabase con su vida…

«Esto se me pasó por alto», constató para sí. «Ahora la cuestión es si la policía de Hudiksvall hizo otro tanto. En todo caso, dudo mucho que prestasen atención a la lectura de los diarios antes de prestármelos.»

Asimismo, cabía hacerse otra reflexión, por más que, de entrada, no pareciese lógica. ¿Conocería el asesino los sucesos descritos en el diario de J.A.? ¿Estarían ante una conexión extraordinaria más allá del tiempo y el espacio?

Tampoco estaba de más plantearse la cuestión de por qué le habría prestado los diarios Vivi Sundberg. ¿Acaso confiaba en que Birgitta los leyese y le facilitase información si descubría algo importante? No era tan descabellado, puesto que la policía estaba desbordada de trabajo.

«Puede que Vivi Sundberg sea más lista de lo que yo pensaba», se dijo. «Puede que pretenda utilizar a la tozuda jueza que se empeña en mezclarse en la investigación.

»Incluso cabe la posibilidad de que Vivi Sundberg aprecie mi perseverancia. Una mujer que, probablemente, no siempre lo haya tenido fácil entre tantos colegas masculinos.»

Al final se acostó de nuevo. A Vivi Sundberg seguro que le interesaba aquel descubrimiento; en especial ahora que el supuesto asesino se había suicidado.

Durmió hasta las diez, se levantó y, al mirar el horario de Staffan, comprobó que estaría de vuelta en Helsingborg hacia las tres. Acababa de sentarse para llamar por teléfono a Vivi Sundberg, cuando llamaron a la puerta. Fue a abrir y se encontró con un chino de baja estatura que le alcanzaba una bolsa de comida.

– No he hecho ningún pedido -aseguró Birgitta perpleja.

– Es de parte de Li, de Hudiksvall -le explicó el hombre con una sonrisa-. No tiene que pagar nada. Li quiere que la llame. Tenemos una empresa familiar.

– ¿El restaurante Shanghai?

El hombre volvió a sonreír.

– Restaurante Shanghai. Muy buena comida.

El hombre le dejó la bolsa con una leve inclinación y salió por la verja. Birgitta sacó la comida de la bolsa, inspiró disfrutando del aroma y la metió en el frigorífico antes de llamar a Li. En esta ocasión fue un hombre indignado quien atendió la llamada. Birgitta Roslin supuso que sería el famoso y malhumorado padre que solía trabajar en la cocina. Lo oyó llamar a Li, que acudió al teléfono.

– Gracias por la comida -le dijo Birgitta-. Ha sido una sorpresa.

– ¿La has probado?

– Aún no. Esperaré hasta que llegue a casa mi marido.

– ¿A él también le gusta la comida china?

– Mucho. Pero, dime, querías que te llamara.

– Sí, estuve pensando en el farolillo -comenzó la joven-. Y en la cinta roja que falta. Resulta que ahora sé algo que antes ignoraba. He hablado con mi madre.

– A ella no llegué a conocerla, ¿verdad?

– No, ella se queda en casa y sólo viene al restaurante a limpiar de vez en cuando. Pero siempre anota cuándo ha estado aquí. El once de enero vino a limpiar por la mañana, antes de abrir.

Birgitta Roslin contuvo la respiración.

– Me contó que, precisamente ese día, limpió todas las lámparas del restaurante. Y está segura de que no faltaba ninguna cinta. Dice que se habría dado cuenta.

– Podría haberse confundido, ¿no?

– ¿Mi madre? No.

Birgitta Roslin sabía lo que aquello significaba. El mismo día en que el chino venido de fuera cenó en la mesa del restaurante no faltaba ninguna cinta de los farolillos. Y la que se encontró en Hesjövallen desapareció justo aquella noche. No cabía la menor duda de ello.

– ¿Puede ser importante? -quiso saber Li.

– Podría serlo -aseguró Birgitta Roslin-. Gracias por contármelo.

Colgó el auricular, pero el teléfono volvió a sonar de inmediato. En esta ocasión, le trajo la voz de Lars Emanuelsson.

– No cuelgues -dijo el periodista antes de saludar siquiera.

– ¿Qué quieres?

– Conocer tu opinión sobre lo sucedido.

– No tengo nada que decir al respecto.

– ¿Te sorprendió?

– ¿El qué?

– Que Lars-Erik Valfridsson fuese sospechoso.

– Sólo sé de él lo que dicen los periódicos.

– Pero los periódicos no lo dicen todo.

El periodista logró despertar su curiosidad.

– Maltrató a sus dos últimas esposas -le explicó Lars Emanuelsson-. La primera logró huir. Después, Valfridsson conoció a una señora de Filipinas a la que atrajo hasta aquí con un montón de falsas esperanzas. La estaba golpeando hasta casi matarla cuando unos vecinos dieron la alarma. Le valió una condena por malos tratos, pero hizo cosas peores.

– ¿Como qué?

– Homicidio. Ya en 1977, muy joven. En una pelea por una moto. Le dio a un joven en la cabeza con una piedra. La víctima murió en el acto. En el examen de psiquiatría forense al que sometieron a Lars-Erik, el médico dejó claro que era posible que volviese a recurrir a la violencia. Seguramente pertenecía a ese grupo de personas que deben considerarse peligrosas para su entorno. De modo que no es de extrañar que la policía y el fiscal creyesen haber dado con el verdadero asesino.

– Pero, según tú, no fue así, ¿me equivoco?

– Bueno, he hablado con las personas que lo conocían. Lars-Erik había soñado siempre con ser un personaje célebre. Al parecer, iba haciéndole creer a la gente que había sido espía e hijo secreto del rey. La confesión de asesinato le daría la fama que buscaba. Lo único que no acabo de entender es por qué decidió acabar su representación antes de tiempo. Ahí se me derrumba la historia.

– ¿Estás insinuando que no fue él?

– El tiempo lo dirá, pero ya sabes cómo pienso. Date por respondida. Ahora lo que más me interesa es saber a qué conclusiones has llegado tú. Y si coinciden con las mías.

– La verdad es que no le he dedicado al caso más atención que el resto de la gente. Parece mentira que todavía no comprendas que ya hace tiempo que me cansé de tus llamadas.

Lars Emanuelsson no hizo caso de sus palabras.

– Háblame de los diarios. Algo tendrán que ver con esta historia, ¿no?

– Deja de llamarme -dijo Birgitta antes de colgar.

El teléfono volvió a sonar de inmediato, pero ella no respondió. Aguardó cinco minutos y llamó a la comisaría de Hudiksvall. Tardaron en responder, pero, cuando lo hicieron, reconoció la voz de la joven, que sonó nerviosa y cansada. Vivi Sundberg no podía ponerse. Birgitta Roslin dejó su nombre y su número.

– No puedo prometer nada -le dijo la telefonista-. Esto es un caos.

– Lo comprendo. Dile que me llame cuando pueda.

– ¿Es importante?

– Vivi Sundberg sabe quién soy. Tendrás que conformarte con esa respuesta.

Vivi la llamó al día siguiente. El escándalo de la prisión de Hudiksvall acaparaba las noticias. El ministro de Justicia hizo unas declaraciones en las que garantizaba que el suceso se investigaría a fondo y que se pedirían responsabilidades. Tobias Ludwig se zafaba como podía de las preguntas de los periodistas y de las cámaras de televisión. En cualquier caso, todos estaban de acuerdo en que había sucedido algo que se suponía imposible.

Vivi Sundberg parecía agotada. Birgitta Roslin decidió no preguntar sobre la nueva situación después del suicidio. Le habló, eso sí, de la cinta roja y de las reflexiones que había anotado en el margen del resumen que había hecho de los hechos.

Vivi Sundberg la escuchó sin comentar nada. Birgitta oía voces de fondo y pensó que no envidiaba en lo más mínimo la tensión que debía de reinar en la comisaría.

Birgitta Roslin terminó preguntándole si, en las habitaciones donde habían encontrado los cadáveres, las lámparas estaban encendidas.

– Pues, tienes razón -respondió Vivi Sundberg-. Nos extrañó, pero así era, estaban encendidas. Todas, menos una.

– La del niño, ¿verdad?

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