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– Debo tomar el avión para volver a casa -explicó Birgitta-. Dentro de dos horas, mi amiga y yo dejaremos el hotel para ir al aeropuerto. Ya he recuperado el bolso y la policía ha actuado de forma impecable. Incluso podría escribir un artículo en la revista de los abogados suecos acerca de mis experiencias en este país, expresando mi agradecimiento. Pero no puedo señalar a ningún supuesto autor del robo.

– Nuestra solicitud de colaboración no es desproporcionada. Según las leyes de este país, usted tiene el deber de ponerse a disposición de la policía para facilitar el esclarecimiento de un delito grave.

– Pero tengo que volver a casa. ¿Cuánto tardaremos?

– No más de veinticuatro horas.

– Imposible.

Hong se había acercado sin que Birgitta se percatase de ello.

– Por supuesto, te ayudaremos a cambiar los billetes de avión -le aseguró.

Birgitta Roslin dio una palmada sobre la mesa.

– Yo vuelvo a casa hoy mismo. Me niego a prolongar mi estancia aquí veinticuatro horas.

– Chan Bing es un alto cargo policial. Se hará lo que él diga. Tiene poder para retenerte en el país.

– En ese caso, exijo hablar con mi embajada.

– Por supuesto.

Hong le dio un teléfono móvil y una nota con un número de teléfono.

– La embajada abre dentro de una hora.

– ¿Por qué me obligáis a hacer esto?

– No queremos castigar a un inocente, pero tampoco permitir que un delincuente quede libre.

Birgitta Roslin la miró fijamente y comprendió que no le quedaba otro remedio que permanecer en Pekín un día más. Habían decidido retenerla. Lo mejor sería aceptar la situación, pensó resignada. «Pero nadie me obligará a señalar a un delincuente al que no he visto nunca.»

– Tengo que hablar con mi amiga -declaró-. ¿Qué será de mi equipaje?

– La habitación seguirá a tu nombre -le respondió Hong.

– Supongo que ya lo habéis arreglado. ¿Cuándo decidisteis retenerme aquí? ¿Ayer? ¿Anteayer? ¿Anoche?

Nadie le respondió. Chan Bing encendió otro cigarrillo y le dijo algo a Hong.

– ¿Qué dice? -preguntó Birgitta.

– Que debemos darnos prisa. Chan Bing es un hombre muy ocupado.

– ¿Quién es exactamente?

Hong le respondió mientras salían al pasillo.

– Chan Bing es un investigador criminal con mucha experiencia. Es responsable de los delitos que afectan a personas como tú, a los turistas que visitan nuestro país.

– Pues no me ha gustado.

– ¿Por qué?

Birgitta Roslin se detuvo.

– Si he de quedarme, exijo que tú estés conmigo. De lo contrario, dejaré el hotel antes de que abra la embajada y haya podido hablar con ellos.

– Me quedaré contigo.

Continuaron hasta llegar al comedor. Karin Wiman estaba a punto de levantarse cuando las vio entrar. Birgitta le explicó la situación. Karin la observaba atónita.

– ¿Por qué no me dijiste nada? De haberlo hecho, habríamos podido prever el inconveniente de que tuvieses que quedarte aquí un día más.

– Ya te lo he dicho, no quería que te preocuparas. Y tampoco quería preocuparme yo. Creía que todo había pasado. Incluso había recuperado el bolso. Pero, en fin, el caso es que tengo que quedarme hasta mañana.

– ¿Es absolutamente necesario?

– El policía con el que acabo de hablar no parece el tipo de persona que cambia de idea una vez ha tomado una decisión.

– ¿Quieres que me quede contigo?

– No, vete. Yo saldré pasado mañana. Llamaré a casa y les contaré lo ocurrido.

Karin seguía dudando. Birgitta la acompañó hasta la salida.

– Venga, vete. Yo me quedo y lo soluciono. Al parecer, según las leyes de este país, no puedo marcharme sin haberles prestado antes mi ayuda.

– ¡Pero si dices que no viste a quien te atacó!

– Sí, y en eso me mantendré. Anda, vete ya. Cuando llegue a casa, quedamos para enseñarnos las fotos de la Muralla.

Birgitta vio cómo Karin se alejaba hacia el ascensor. Puesto que había bajado al comedor con el abrigo, estaba lista para partir.

Se subió al coche con Hong y Chan Bing. Varias motos con las sirenas en marcha iban abriéndole paso al vehículo entre el denso tráfico. Dejaron atrás Tiananmen y continuaron por una de las amplias avenidas centrales hasta que giraron para entrar en una cochera vigilada por policías. Subieron en ascensor al décimo cuarto piso y recorrieron un pasillo custodiado por policías que la miraban curiosos. Chan Bing y no Hong caminaba ahora a su lado. «En este edificio, ella no es la importante», concluyó Birgitta. «Aquí el señor Chan Bing es quien manda.»

Llegaron a la antesala de un gran despacho donde dos policías se levantaron de inmediato poniéndose firmes. La puerta se cerró a sus espaldas cuando entraron en lo que supuso sería el despacho de Chan Bing. En la pared, detrás de su escritorio, había colgado un retrato del presidente del país. Vio que Chan Bing tenía un ordenador muy moderno y varios teléfonos móviles. El alto cargo policial le señaló una silla junto al escritorio. Birgitta Roslin se sentó. Hong aguardaba en la antesala.

– Lao San -comenzó Chan Bing-, así se llama el hombre al que pronto verá para identificarlo junto con otros nueve.

– ¿Cuántas veces tendré que repetir que no vi a los que me asaltaron?

– En ese caso, tampoco puede saber si fueron uno o dos o quizá más.

– Tuve la sensación de que eran más de uno. Demasiados brazos a mi alrededor.

De repente se asustó. Demasiado tarde cayó en la cuenta de que tanto Hong como Chan Bing sabían que ella había estado buscando a Wang Min Hao. Ésa era la razón por la que ahora ocupaba aquella silla en el despacho de un alto cargo policial. De algún modo que se le escapaba, su persona se había convertido en una amenaza. La cuestión era, ¿para quién?

«Ambos lo saben», pensó. «Y Hong no ha entrado porque ya sabe de qué va a hablar conmigo Chan Bing.»

Aún llevaba la fotografía en el bolsillo del abrigo. Dudó si sacarla y explicarle a Chan Bing lo que la había llevado al lugar en que le robaron, pero algo la disuadió de mostrar la instantánea. En aquel momento era Chan Bing quien marcaba el son al que ella debía bailar.

Chan Bing atrajo hacia sí unos documentos que había sobre la mesa, no para leerlos, según pudo ver Birgitta, sino para decidir qué iba a decir.

– ¿Cuánto dinero? -le preguntó.

– Sesenta dólares americanos. Algo menos en moneda china.

– ¿Bisutería, joyas, tarjetas de crédito?

– No se llevaron nada.

Uno de los móviles que había sobre la mesa empezó a zumbar. Chan Bing respondió, escuchó y dejó el aparato donde estaba.

– Bien -dijo poniéndose de pie-. Ahora podrá ver al hombre que la atacó.

– ¿No me dijo que eran varios?

– De los dos que la atacaron, el único al que aún podemos interrogar.

«Es decir, que el otro ha muerto», concluyó Birgitta embargada de un intenso malestar. En aquel momento, lamentaba haberse quedado en Pekín. Debería haber insistido en regresar a su país en compañía de Karin Wiman. Al quedarse, había caído en una especie de trampa.

Recorrieron un pasillo, bajaron una escalera y pasaron por una puerta a un lugar donde había poca luz. Un policía montaba guardia junto a una cortina.

– La dejaré sola -anunció Chan Bing-. Como comprenderá, el sujeto no puede verla a usted. Si quiere que alguno dé un paso al frente o se ponga de perfil, dígalo por el micrófono.

– ¿A quién le hablo por el micrófono?

– A mí. Tómese su tiempo.

– Es absurdo. No sé cuántas veces tendré que decir que no les vi la cara a las personas que me atacaron.

Chan Bing no respondió. Retiraron la cortina. Birgitta estaba sola en la sala. Al otro lado del espejo había una serie de hombres de unos treinta años, con vestimenta muy sencilla y extremadamente delgados. Sus rostros le eran desconocidos, no reconocía a uno solo de ellos, aunque por un instante pensó que el último de la fila por la izquierda se parecía al que había filmado la cámara de Sture Hermansson en Hudiksvall. Pero no era él, el rostro de aquel hombre era más redondo y tenía los labios más carnosos.

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