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Un solo punto figuraba en el orden del día de hoy. Dicho punto se había formulado en el mayor de los secretos y cuantos allí se habían congregado habían hecho voto de silencio al respecto. La persona que rompiese aquel voto de silencio podía estar segura de que desaparecería de la vida pública sin dejar rastro.

En una de las salas privadas daba inquietos paseos un hombre de unos cuarenta años de edad. Llevaba en la mano el discurso que había estado preparando durante meses y que debía pronunciar aquella mañana. Sabía que era uno de los documentos más importantes que se habían presentado nunca ante la cúpula del Partido Comunista desde que China se independizó en 1949.

El presidente de China le había encomendado la misión a Yan Ba hacía dos años, cuando, un día, recibió un mensaje en la Universidad de Pekín, donde trabajaba como investigador, según el cual el presidente del país quería hablar con él. El mandatario le encargó el cometido a solas, sin la presencia de ninguna otra persona. Desde aquel día lo liberaron de su tarea docente. Le asignaron un equipo de colaboradores formado por treinta personas. El proyecto debía llevarse a cabo en el mayor de los secretos, siempre vigilado por los servicios de seguridad personales del presidente. El texto del discurso se había redactado en un único ordenador, el que pusieron a disposición de Yan Ba. Y nadie salvo él tenía acceso al texto que ahora sostenía en su mano.

Ningún ruido se filtraba desde fuera por aquellas paredes. Decían que la habitación había sido en otro tiempo un dormitorio, utilizado por Jiang Qing, esposa de Mao Zedong, que después de la muerte del Gran Timonel fue detenida junto con otras tres personas, lo que se llamó «la Banda de los Cuatro», fue juzgada y después se suicidó en la cárcel. Jiang Qing exigía siempre el más absoluto silencio en el lugar donde dormía. Albañiles y pintores viajaban con antelación para insonorizar su dormitorio mientras un equipo de soldados iba eliminando a todos los perros que ladraban en las proximidades del lugar donde iba a alojarse, aunque fuese por una breve temporada.

Yan Ba miró el reloj de pulsera. Eran las nueve menos diez. Debía pronunciar su discurso a las nueve y cuarto en punto. A las siete de la mañana se había tomado una pastilla que le había dado su médico para que se tranquilizase sin quedar aturdido. Y, en efecto, ya empezaba a notar que sus nervios iban cediendo. Si aquello que había escrito en el documento llegaba a hacerse realidad un día, las consecuencias serían tremendas para el mundo entero, no sólo para China. Sin embargo, nadie llegaría a saber nunca que fue él quien sintetizó y dio forma a las propuestas aplicadas. Él, simplemente, volvería a su cátedra y a sus alumnos. Recibiría mejor salario; de hecho, ya se había mudado a un apartamento más amplio, situado en mejor zona, en el centro de Pekín. El voto de silencio que había jurado cumplir lo ataba para toda la vida. La responsabilidad, la crítica y quizá también las alabanzas por lo que sucediese recaerían sobre los políticos responsables que lo gobernaban tanto a él como a todos los ciudadanos chinos.

Se sentó junto a la ventana y se tomó un vaso de agua. «Los grandes cambios no se deciden en el campo de batalla», se dijo. «Se fraguan en salas cerradas en las que personas muy poderosas deciden qué dirección ha de tomar el desarrollo. El presidente de China es, junto con el de Estados Unidos y el de Rusia, el hombre más poderoso del mundo. Ahora se enfrenta a grandes decisiones. Los aquí reunidos son sus oídos. Ellos han de escuchar por él y emitir un juicio. Poco a poco, el resultado irá filtrándose desde las dependencias del Emperador Amarillo hasta el mundo exterior.»

Yan Ba recordaba un viaje que había emprendido hacía unos años junto con un amigo geólogo. Fueron a la lejana región montañosa que albergaba el nacimiento del Yangtsé. Siguieron el sinuoso y cada vez más angosto lecho del río, hasta el punto en que quedaba reducido a finísimos arroyuelos de agua. Una vez allí, su amigo puso el pie de través en la débil corriente y declaró:

– Mira, estoy deteniendo el curso del poderoso río Yangtsé.

El recuerdo de aquel suceso lo había acompañado durante los duros meses que dedicó a preparar su discurso sobre el futuro de China. En efecto, en su mano estaba ahora cambiar el curso venidero del gran río. La gigantesca China empezaría su andadura en otra dirección, distinta del camino marcado durante los últimos decenios.

Yan Ba tomó la lista de los asistentes, que ya empezaban a acudir a la sala. Conocía todos los nombres de ocasiones anteriores y no dejaba de asombrarle el hecho de que justamente él, tan insignificante, reclamase ahora la atención y el tiempo de aquella gente. Era un grupo constituido por las personas más poderosas de toda China. Políticos, algunos militares, economistas, filósofos y, desde luego, los llamados «mandarines grises», que diseñaban las estrategias políticas que se sometían a las pruebas de la realidad. Contaría además con la asistencia de algunos de los principales analistas de asuntos exteriores, así como representantes de las más destacadas organizaciones de seguridad del país. Muchos de los asistentes se reunían periódicamente, otros tenían poco contacto entre sí, o ninguno. No obstante, todos ellos se incluían en la ingeniosa red que constituía el centro del poder del reino chino y sus más de mil millones de habitantes.

La puerta lateral se abrió silenciosa y una sirvienta vestida de blanco entró con la taza de té que había pedido. La muchacha era muy joven y hermosa. Sin pronunciar una palabra, dejó la bandeja y salió de la habitación.

Llegado el momento, Yan Ba contempló su rostro en el espejo y le sonrió a su imagen. Ya estaba preparado para poner el pie y determinar el curso del río.

Yan Ba se sentó en la tribuna en medio del más absoluto silencio. Ajustó el micrófono, ordenó los folios y miró al público que entreveía en la semipenumbra de la sala.

Comenzó a hablar del futuro. La razón por la que estaba allí, por la que el presidente y el Politburó lo habían requerido para explicar los grandes cambios necesarios. Y les reveló lo que le había dicho el presidente cuando le encomendó aquella misión.

– Hemos alcanzado un punto en que es preciso enfrentarse a una nueva y dramática encrucijada. Si no lo hacemos y si no elegimos lo correcto, existe un gran riesgo de que estalle el caos en distintas regiones del país. Ni siquiera la lealtad de los militares podrá detener a cientos de millones de campesinos iracundos cuando éstos decidan rebelarse.

Así era como Yan Ba había entendido su misión. China arrostraba una amenaza que debía encarar con contramedidas inteligentes y audaces. De lo contrario, el país se vería abocado al mismo caos vivido en tantas ocasiones anteriores a lo largo de su historia.

Tras aquellos hombres y aquellas pocas mujeres que asistían sentados a la media luz de la sala se ocultaban cientos de millones de campesinos que esperaban impacientes hacer suya la posibilidad de otra vida, como había hecho la creciente clase media de las zonas urbanas. Su paciencia se agotaba e iba transformándose en una ira inconmensurable expresada en repentinos estallidos en que exigían acción. Había llegado el momento, la manzana no tardaría en caer del árbol y, si nadie la recogía, terminaría pudriéndose.

Yan Ba comenzó su discurso formando con las manos una simbólica encrucijada. «Nos hallamos aquí», declaró. «Nuestra gran revolución nos trajo a un punto que nuestros padres no tuvieron oportunidad de soñar siquiera. Por un instante, podemos detenernos en esta encrucijada y darnos la vuelta. Allá lejos atisbamos la miseria y el sufrimiento del que venimos. No está tan lejos como para que la generación que nos precede no recuerde el dolor de vivir igual que ratas. La época en que los ricos latifundistas veían al pueblo como alimañas sin alma que no servían más que para llevar su carga hasta morir como culis o pobres siervos sin tierra. Podemos y debemos admirarnos de lo que hemos conseguido bajo la dirección de nuestro gran partido y de los distintos líderes que nos han conducido por vías distintas pero siempre acertadas. Sabemos que la verdad es cambiante, que debemos adoptar nuevas decisiones para que sobrevivan las viejas directrices de socialismo y solidaridad. La vida no espera, se nos imponen exigencias siempre nuevas y debemos encontrar nuevos conocimientos y hallar nuevas soluciones a los nuevos problemas. Sabemos que nunca alcanzaremos un paraíso que sea eternamente nuestro. Si nos lo creemos, el paraíso se convertirá en una trampa. No existe realidad sin combate, futuro sin lucha. Hemos aprendido que la oposición entre las clases resurge siempre, del mismo modo en que las circunstancias cambian en el mundo, los países pasan de una posición de fuerza a otra de debilidad antes de volver a la primera. Mao Zedong solía decir que bajo el cielo reinaba un gran desasosiego y sabemos que tenía razón y que nos hallamos en un barco que nos exige navegar por vías marítimas de cuya profundidad nada sabemos de antemano. Pues también el fondo marino se mueve, también en lo invisible existen amenazas contra nuestra existencia y nuestro futuro.»

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