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Yan Ba pasó la hoja. Percibía la absoluta concentración reinante. Nadie se movía, todos ansiaban que continuase. Había calculado en cinco horas la duración del discurso. Y eso era también lo que se les había dicho a los asistentes. Cuando informó al presidente de que estaba listo y el discurso preparado, éste le aseguró que no se permitiría ninguna interrupción. Los asistentes debían permanecer en sus puestos las cinco horas.

– Han de ver el todo -observó el presidente-. El todo no puede dividirse. Con cada pausa existe el riesgo de que surja la duda, de que se produzcan grietas en la comprensión global del imperativo que determina lo que hemos de hacer.

Continuó toda la hora siguiente con una revisión histórica de las profundas transformaciones sufridas por China no sólo en la última centuria, sino durante todos los siglos pasados, desde que el emperador Qin sentó las bases de la unificación del país. Era como si el Reino del Centro se hubiese fundido gracias a una larga serie de cargas explosivas colocadas secretamente. Tan sólo los mejores, los dotados de la visión más perspicaz, pudieron prever los instantes en que iban a producirse las voladuras. Algunos de esos hombres, entre los que se contaban Sun Yatsen y, desde luego, Mao, tuvieron lo que el pueblo inculto consideraba casi una capacidad mágica de adivinar el futuro y provocar ellos mismos las explosiones que algún otro -que podemos llamar la Némesis, la divina venganza de la Historia – colocó a lo largo del camino invisible del hombre chino.

Yan Ba se ciñó la mayor parte del tiempo, como es lógico, a Mao y su época, pues era inevitable. En efecto, con Mao se estableció la primera dinastía comunista. Y no es que se utilizase la denominación de dinastía, claro está, pues habría constituido una asimilación repugnante con el precedente imperio del terror, pero todos sabían que bajo esa luz veían a Mao los campesinos pobres que llevaron a cabo la revolución. Mao era un emperador; cierto que permitía que la gente normal y corriente entrase en la Ciudad Prohibida y no la obligaba a apartar la vista cuando él pasaba, por lo que no corrían el riesgo de morir decapitados si miraban al Gran Líder, al Gran Timonel, mientras éste saludaba desde un estrado remoto o nadaba en alguno de los caudalosos ríos. Había llegado el momento, explicó Yan Ba, de retomar a Mao y, con humildad, admitir que tenía razón en sus previsiones de cuál sería el desarrollo, el que ahora se estaba viviendo, pese a que llevaba muerto treinta años exactamente. Su voz seguía viva, tenía la capacidad del adivino, del vaticinador y, ante todo, del científico, para ver el futuro, para arrojar una luz propia al espacio tenebroso en que los decenios venideros, las explosiones venideras, se prepararían con las fuerzas de la historia.

Mas ¿en qué había acertado Mao? También había errado mucho. El líder de la primera dinastía comunista no siempre consideró y trató a su tiempo como debía. Él encabezaba la marcha cuando se liberó el país, aquella primera y larga marcha a través de las montañas que se vio sustituida después por otra marcha muy larga, tan larga y trabajosa como la primera como mínimo: el camino para salir del feudalismo y entrar en una sociedad industrial y una sociedad campesina colectivizada donde hasta el más pobre de los pobres tuviese derecho a unos pantalones, una camisa, un par de zapatos y, por supuesto, a ser respetado y valorado como ser humano. El sueño de la libertad, el verdadero contenido espiritual de la lucha por la liberación, aseguró Yan Ba, consistía en el derecho a que incluso el campesino más pobre pudiese soñar sus propios sueños de un futuro mejor sin correr el riesgo de que un odioso latifundista le cortase la cabeza. Ellos, los latifundistas, serían ahora decapitados; ahora sería su sangre y no la de los pobres campesinos la que regara la tierra.

Pero Mao se equivocó al decir que China sería capaz de dar un gran salto económico en pocos años. Sostenía que las industrias del metal estarían tan cerca unas de otras que las humaredas de sus chimeneas se fundirían unas con otras. El gran salto que llevaría a China al presente y al futuro fue un error de proporciones descomunales. Así, en lugar de trabajar en las grandes industrias, la gente fundía viejas cacerolas y tenedores en primitivos hornos situados en la parte trasera de sus casas. El gran salto no se produjo, cayó el listón, porque se había colocado demasiado alto. Nadie podía negar ya, por más que los historiadores chinos debiesen aplicar mesura a la hora de tratar ese periodo, que millones de personas murieron de hambre. Fue un periodo en que la dinastía de Mao empezó a asemejarse, durante unos años, a las viejas dinastías imperiales. Mao se encerró en sus dependencias de la Ciudad Prohibida, jamás aceptó el fracaso del gran salto, nadie podía hablar de ello. Sin embargo, nadie sabía tampoco qué pensaba el propio Mao. En los escritos del Gran Timonel había siempre un tema que brillaba por su ausencia, él escondía sus más hondos pensamientos, nadie sabe si Mao se despertaba a las cuatro de la madrugada, a la hora más solitaria, preguntándose por el desastre que había ocasionado. Durante esa hora de vigilia, ¿vería las sombras de aquellos que morían de hambre sacrificados en el altar de un sueño imposible, el sueño del gran salto?

Lo que sucedió, en cambio, fue que Mao emprendió el contraataque. ¿El contraataque contra qué?, Yan Ba formuló en este punto aquella pregunta retórica, y tardó unos segundos en responder. El contraataque contra su propia derrota, su propia política errónea, y el peligro de que en algún lugar, en las sombras, se engendrase entre murmullos un golpe. La gran contrarrevolución, el reto de Mao de «bombardear el cuartel general», una nueva carga explosiva, podría decirse, eso fue la reacción de Mao a lo que veía a su alrededor. Movilizó a la juventud, como suele hacerse en estados de guerra. No había diferencia alguna entre el modo en que Mao utilizó a la juventud y el modo en que Francia, Inglaterra y Alemania movilizaron a la de sus países cuando emprendieron la marcha al campo de batalla de la primera guerra mundial, donde ellos morirían y sus sueños se ahogarían en el blando barro. De la Revolución Cultural no había mucho que decir, fue el segundo error de Mao, una venganza casi personal contra las fuerzas sociales que lo retaban.

Por aquel entonces, Mao había empezado a envejecer y la cuestión de la sucesión siempre ocupaba el primer lugar en su orden del día. Cuando Lin Biao, el elegido, resultó ser un traidor y se estrelló en el avión en el que huía a Moscú, Mao empezó a perder el control. Pero hasta el último momento estuvo advirtiendo de los retos a aquellos que habían de sobrevivirle. Surgirían nuevas luchas de clase, nuevos grupos que buscarían privilegios a costa de otros. En palabras de Mao, siempre repetidas como un mantra, «lo uno se vería sustituido por lo opuesto, como de costumbre». Tan sólo el necio, el ingenuo, aquel que se negase a ver lo que todos veían, podría creer que el camino futuro de China estaba determinado de una vez para siempre.

Ahora, prosiguió Yan Ba, Mao, nuestro gran líder, lleva treinta años muerto. Resulta que tenía razón, pero él no pudo definir la naturaleza de las luchas que él anunció que se producirían. Tampoco lo intentó, pues sabía que era imposible. La historia no es capaz de dar información exacta sobre el futuro, sino que más bien nos muestra que nuestra capacidad de prepararnos para los cambios es limitada.

Yan Ba notó que el auditorio seguía escuchando sus palabras muy concentrado. Ahora, una vez terminada la introducción histórica, sabía que serían más sensibles a su discurso. Muchos ya habrían intuido lo que diría. Eran personas inteligentes con un profundo conocimiento de los grandes retos y amenazas que encerraban las fronteras de China. Pero ahora iba a definirse la política de los dramáticos cambios que aguardaban al país. Yan Ba era consciente de estar pronunciando uno de los discursos ejemplares más importantes de la historia de la nueva China. Un día, el presidente repetiría sus palabras.

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