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– En Chinatown. En verano hay mucho ruido en la calle, a veces durante toda la noche, pero prefiero vivir allí. Es una pequeña China en medio de Londres.

Birgitta Roslin se guardó la tarjeta en el bolso. Acompañó a Ho a la estación y se aseguró de que tomaba el tren adecuado.

– Mi marido es conductor de trenes -le explicó Birgitta-. ¿A qué se dedica el tuyo?

– Es camarero -respondió Ho-. También por eso vivimos en Chinatown. Trabaja en el restaurante de la planta baja de nuestro edificio.

Birgitta vio cómo el tren con destino a Copenhague desaparecía en el túnel.

Se marchó a casa, preparó la comida y fue consciente de lo cansada que estaba. Decidió ver las noticias, pero se durmió frente al televisor en cuanto se echó en el sofá. Staffan llamó desde Funchal. La conexión era pésima y tenía que gritar para hacerse entender, pero Birgitta comprendió que todo estaba en orden y que lo estaban pasando de maravilla. De pronto, se interrumpió la conversación. Esperaba que llamasen otra vez, pero no fue así, de modo que volvió a tumbarse en el sofá. El que Hong estuviese muerta le resultaba tan irreal que le costaba asimilarlo. Sin embargo, desde que se lo oyó contar a Ho, tuvo la sensación de que algo no encajaba.

Empezó a lamentar no haberle hecho a Ho más preguntas. Claro que estaba demasiado agotada después de aquel juicio tan complicado y no tenía fuerzas. Ahora era demasiado tarde. Ho iba camino de su casa inglesa en Chinatown.

Birgitta Roslin encendió una vela por Hong y buscó entre los mapas y planos de la estantería hasta localizar uno de Londres. El restaurante estaba junto a Leicester Square. En cierta ocasión, ella estuvo sentada en aquel pequeño parque con Staffan, viendo pasar a la gente. Fue un año, a finales de otoño, y salieron de viaje sin prepararlo de antemano, así, de un día para otro. El caso de la mujer que había maltratado a su madre no era tan complejo como el que había tramitado contra los cuatro vietnamitas, pero no podía permitirse el lujo de estar cansada cuando ocupase su asiento en el tribunal. El respeto que sentía por sí misma se lo impedía. A fin de asegurarse el sueño, se tomó medio somnífero antes de apagar la luz.

El juicio resultó más sencillo de lo que ella esperaba. La mujer acusada cambió de pronto su versión con respecto a lo declarado en los interrogatorios anteriores y confesó sin ambages las circunstancias que expuso el fiscal. La defensa tampoco aportó ninguna sorpresa que prolongase el juicio, de modo que a las cuatro menos cuarto de la tarde Birgitta Roslin dio por finalizada la sesión y anunció la fecha del mes de junio en que se comunicaría la sentencia.

Una vez en su despacho marcó, sin haberlo planeado, el número de la policía de Hudiksvall. Le pareció reconocer la voz de la joven que atendió la llamada. Sonaba menos nerviosa y estresada que aquel día de invierno en que Birgitta llamó.

– Quisiera hablar con Vivi Sundberg. Si es que está.

– Acabo de verla pasar. ¿De parte de quién?

– La jueza de Helsingborg. Eso será suficiente.

Vivi Sundberg acudió enseguida.

– Birgitta Roslin. ¡Cuánto tiempo!

– Se me ha ocurrido llamar, así sin más.

– ¿Algún chino nuevo? ¿Nuevas teorías?

Birgitta percibió la ironía en la voz de Vivi Sundberg y estuvo a punto de responder que tenía montones de chinos nuevos que sacarse del sombrero, pero se limitó a explicarle que llamaba porque sentía curiosidad.

– Seguimos creyendo que el hombre que, por desgracia, logró quitarse la vida era el culpable -aseguró Vivi Sundberg-. Aunque ya no viva, la investigación sigue en marcha. No podemos juzgar a un muerto, pero sí darles a los vivos una explicación de lo que sucedió y, desde luego, de por qué.

– ¿Lo conseguiréis?

– Es demasiado pronto para responder.

– ¿Alguna otra pista?

– No puedo ofrecer detalles al respecto.

– ¿Ningún otro sospechoso?

– De eso tampoco puedo ofrecer detalles. Seguimos inmersos en una intrincada investigación con muchos datos complejos.

– Pero ¿de verdad creéis que fue el hombre al que detuvisteis? ¿Y que él tenía un móvil para matar a diecinueve personas?

– Eso parece. Lo que sí puedo decirte es que hemos contado con todos los expertos, criminólogos, creadores de perfiles, psicólogos y, además, los policías judiciales y técnicos con más experiencia del país. El profesor Persson abriga sus dudas, como es natural. Pero ¿cuándo no ha sido así? Sin embargo, nadie más que él nos ha contradicho. Y aún nos queda mucho camino por andar.

– Y el niño que murió pero que no tenía por qué estar allí, ¿cómo lo explicáis? -quiso saber Birgitta.

– No tenemos explicación, pero sí una idea de cómo sucedió.

– Yo sigo teniendo una duda -prosiguió Birgitta-. ¿Alguna de las víctimas parecía más importante que las demás?

– ¿A qué te refieres?

– Si alguien sufrió un ataque más brutal, por ejemplo. O murió el primero. O quizás el último.

– No tengo respuesta a esas preguntas.

– Al menos, dime si te sorprenden.

– No.

– ¿Habéis encontrado alguna explicación a la cinta roja?

– No.

– Yo estuve en China -explicó Birgitta-. Y fui a visitar la Muralla China. Me asaltaron y pasé un día entero en compañía de unos policías muy estrictos.

– ¡Vaya! -exclamó Vivi Sundberg-. ¿Resultaste herida?

– No, sólo me asustaron, pero me devolvieron el bolso robado.

– En ese caso tuviste suerte, después de todo.

– Sí -respondió Birgitta-. Tuve suerte. Gracias por dedicarme tu tiempo.

Birgitta Roslin se quedó sentada en el despacho después de la conversación. No dudaba de que los expertos a los que habían recurrido habrían reaccionado si hubiesen hallado indicios de que la investigación entraba en un callejón sin salida.

Aquella tarde dio un largo paseo y dedicó unas horas a hojear nuevos folletos de vinos. Anotó algunos tintos italianos que quería comprar y vio en la televisión una película antigua que había visto con Staffan al principio de su relación. Jane Fonda interpretaba a una prostituta, los colores estaban desvaídos y apagados, el argumento era de lo más extraño y Birgitta no pudo por menos de sonreír al ver la ropa tan curiosa y, ante todo, los zapatos con plataforma, tan altos y tan vulgares, que la moda imponía entonces.

Listaba a punto de dormirse cuando sonó el teléfono. El reloj de la mesilla indicaba las doce menos cuarto. Aguardó hasta que dejó de sonar. De haber sido Staffan o alguno de los chicos habrían llamado al móvil. Al cabo de un rato, volvió a sonar y Birgitta se apresuró a coger el teléfono, que estaba en su escritorio.

– ¿Birgitta Roslin? Lamento llamar tan tarde. ¿Sabes quién soy?

Reconocía la voz, pero no fue capaz de atribuirle un rostro. Era un hombre. Un hombre de edad.

– No, no exactamente.

– Sture Hermansson.

– ¿Te conozco de algo?

– Bueno, conocer, lo que se dice conocer, quizá sea demasiado decir, pero viniste a mi pequeño hotel de Hudiksvall hace unos meses.

– ¡Ah, sí! Ya me acuerdo.

– Siento llamar tan tarde.

– Eso ya lo has dicho antes. Me figuro que tienes algún recado que darme.

– Ha vuelto.

Sture Hermansson dijo estas palabras en voz baja. Y Birgitta comprendió de inmediato a quién se refería.

– ¿El chino?

– El mismo.

– ¿Estás seguro?

– Llegó hace unos minutos. No había hecho reserva. Acabo de darle la llave y ahora está en su habitación, la número doce, la misma de la otra vez.

– ¿Estás seguro de que es él?

– Bueno, tú tienes la película, pero a mí me parece que es la misma persona. Al menos utiliza el mismo nombre.

Birgitta Roslin intentó decidir qué debía hacer. El corazón le martilleaba en el pecho.

Sture Hermansson la interrumpió en sus pensamientos.

– Hay una cosa más.

– ¿Qué?

– Ha preguntado por ti.

Birgitta contuvo la respiración. El miedo la invadió de inmediato y la dejó paralizada.

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