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– Yo no puedo salvarte -insistió Hong-. Pero sí darte la posibilidad de que arrastres a otros contigo. Me han concedido treinta minutos para hablar contigo. Pronto habrán pasado. ¿Decías que le siguiese la pista al dinero?

– A veces lo llaman «Mano amarilla».

– ¿A qué se refieren?

– ¿Acaso puede tener más de un significado? Es el intermediario dorado, el que convierte en blanco el dinero negro, el que saca el dinero de China y lo coloca en distintas cuentas sin que el fisco tenga la menor idea de qué sucede. Se lleva el quince por ciento de todas las transacciones que realiza. Y, además, lava el dinero que circula por Pekín; todas las casas y los estadios que se construyen, todos los preparativos que se están haciendo para las Olimpiadas que se celebrarán dentro de dos años.

– ¿Puedes probar algo de eso?

– Hacen falta dos manos -dijo Shen despacio-. La que recibe y también la que está dispuesta a dar. ¿Es normal que condenen a muerte a la otra mano, a la que está dispuesta a ofrecer el maldito dinero para obtener ventajas? Casi nunca lo hacen. ¿Por qué uno comete mayor delito que otro? Por eso te digo que busques el rastro del dinero. Empieza por Chan y Lu, los constructores. Tienen miedo, hablarán para protegerse. Y te contarán cosas asombrosas.

Shen guardó silencio. Hong pensaba en cómo, lejos de las noticias de los diarios, se libraba una batalla entre aquellos que querían conservar el barrio antiguo del centro de Pekín, ahora amenazado por la celebración de los Juegos Olímpicos, y aquellos otros que, con todas sus fuerzas, deseaban derribarlo todo para construir nuevas viviendas. Ella se contaba entre los que defendían con todas sus fuerzas la conservación del barrio antiguo y, en varias ocasiones, había argumentado indignada que no era sólo por razones sentimentales. Desde luego que podían construir nuevas residencias y renovar las existentes, pero no permitir que intereses a corto plazo, como los Juegos Olímpicos, decidiesen cuál había de ser el aspecto de la ciudad.

Los Juegos Olímpicos se inauguraron por primera vez en 1896, recordó Hong. «Hace muy poco tiempo», razonó. «Apenas cien años. Ni siquiera sabemos si es realmente una tradición nueva o si sólo durará unos años, quizás un par de centurias o algo así. Hemos de recordar las sabias palabras de Zhou Enlai cuando le preguntaron cuáles serían las enseñanzas de la Revolución Francesa para nuestro tiempo. Zhou respondió que aún era demasiado pronto para forjarse una opinión definitiva.

Hong comprendió que con sus preguntas había logrado que, por unos minutos, Shen olvidase totalmente que la ejecución estaba cada vez más cerca. El hombre retomó la palabra:

– Ya Ru es un hombre muy vengativo. Dicen que jamás olvida una afrenta, por pequeña que sea. Él mismo me contó que considera a su familia como una dinastía propia cuyo recuerdo debe preservarse; de modo que ten cuidado, procura que no vea en ti a una renegada que traiciona el honor de la familia. -Shen parecía concentrado en ella-. Ya Ru mata a quien le causa problemas. Lo sé. Pero, ante todo, a quien se burla de él. Dispone de unos cuantos hombres a los que recurre cuando es necesario. Aparecen de entre las sombras y se esfuman con la misma rapidez con que llegaron. No hace mucho oí que había enviado a uno de ellos a Estados Unidos. Dicen que los cadáveres seguían en el lugar del crimen cuando él ya había regresado a Pekín. Y también ha estado en Europa.

– ¿Estados Unidos? ¿Europa?

– Eso dicen.

– ¿Y dicen la verdad?

– Los rumores siempre son verdad. Cuando se les limpia de mentiras y de excesos, siempre queda un núcleo de verdad. Y eso es lo que uno debe buscar.

– ¿Y tú cómo lo sabes?

– El poder que no se basa en el conocimiento y en el flujo constante de información a la larga resulta imposible de defender.

– Pues a ti no te ayudó.

Shen no respondió. Hong reflexionaba sobre lo que le había revelado. No salía de su asombro.

Asimismo, recordó lo que la jueza sueca le había contado. Reconoció al hombre de la fotografía que Birgitta Roslin le había mostrado; aunque estaba borrosa, no cabía la menor duda de que se trataba de Liu Xin, el guardaespaldas de su hermano. ¿Existiría alguna relación entre lo que Birgitta Roslin le había contado y lo que acababa de descubrirle Shen? ¿Era posible? En tal caso, Ya Ru había hecho algo sorprendente. ¿Lo dominaba realmente un deseo de venganza tan irrefrenable que ni siquiera podían pararlo los cien años transcurridos?

El vigilante que aguardaba en el pasillo volvió para anunciarle que se había agotado el tiempo. De repente, Shen palideció y le agarró el brazo.

– No me dejes -le suplicó-. No quiero estar solo a la hora de morir.

Hong se zafó de sus manos, pero Shen empezó a gritar. Era como un niño aterrorizado. El vigilante lo arrojó contra el suelo. Hong salió de la celda y se marchó a toda prisa. Los gritos desesperados de Shen la perseguían. Oyó cómo resonaban en su cabeza hasta que regresó al despacho de Ha Nin.

Entonces adoptó por fin una decisión. No dejaría solo a Shen en el último instante de su vida.

Poco antes de las siete de la mañana del día siguiente, Hong se encontraba en el lugar cercado que se utilizaba para las ejecuciones. Según había oído, allí realizaban sus prácticas los militares antes de atacar Tiananmen, hacía ya quince años. Ahora, en cambio, iban a utilizarlo para ejecutar a nueve criminales. Hong se colocó entre los familiares que se lamentaban helados de frío, detrás de la cerca. Un grupo de jóvenes soldados con las armas prestas en la mano los vigilaban. Hong observó al joven que le quedaba más cerca. No tendría más de diecinueve años.

Se preguntó qué estaría pensando el soldado. Tenía la edad de su hijo.

Un camión cubierto con una lona entró en la zona de ejecución. Los nueve condenados bajaron del remolque, acuciados por los impacientes empellones de los soldados. A Hong siempre le había llamado la atención que, en estos casos, todo tuviese que suceder tan deprisa. La muerte en el frío y húmedo descampado no revestía la menor dignidad. Vio a Shen caer de bruces cuando lo obligaron a bajar. Guardaba silencio, pero Hong se dio cuenta de que estaba llorando. En cambio, una de las mujeres gritaba a voz en cuello. Uno de los soldados la reprendió, pero ella siguió gritando hasta que un oficial se acercó y la golpeó en el rostro con la culata de la pistola. Entonces la mujer dejó de lamentarse y la arrastraron hasta su puesto en la fila. Los obligaron a arrodillarse. Los soldados que llevaban los rifles se apresuraron a ocupar sus posiciones detrás de los reos. La boca del rifle quedaba a unos treinta centímetros de sus nucas. Todo sucedió muy deprisa. Un oficial rugió la orden, efectuaron los disparos y los muertos cayeron de bruces hundiendo sus rostros en el frío barro. Cuando el oficial pasó ante ellos para darles el tiro de gracia, Hong volvió el rostro. Ya no necesitaba ver más. «Esos dos disparos se les facturarán a los supervivientes», se dijo. «Las balas mortales han de pagarse.»

Durante los días que siguieron a la ejecución estuvo pensando en lo que Shen le había dicho sobre el deseo de venganza de Ya Ru. Sus palabras no dejaban de resonar en su mente. Sabía que nunca había dudado en recurrir a la violencia. Brutal, casi sádicamente. En alguna ocasión llegó a pensar que su hermano era, en el fondo, un psicópata. Gracias a las confidencias del difunto Shen, tal vez consiguiese averiguar quién era su hermano.

Había llegado el momento. Debía ir a hablar con alguno de los fiscales que se encargaban sólo de casos de corrupción.

Hong no lo dudó un instante. Shen le había dicho la verdad.

Tres días después, ya entrada la noche, Hong aterrizó en una base aérea militar a las afueras de Pekín. Dos grandes aviones de pasajeros de Air China aguardaban a una delegación compuesta por cerca de cuatrocientas personas que iban a visitar Zimbabue.

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