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Aquel día no comieron, salvo los restos de verduras sucias que yacían pisoteadas en la calle del mercado. Bebieron agua de un surtidor rodeado de personas hambrientas. Una noche más, durmieron enroscados en el muelle. San no podía conciliar el sueño. Se clavaba los puños en el estómago para aplacar la sensación de hambre que lo corroía. Pensó en el enjambre de mariposas que le envolvieron. Era como si todas las mariposas hubiesen entrado en su cuerpo y le arañasen los intestinos con sus afiladas alas.

Transcurrieron otros dos días sin que lograsen encontrar a quien, junto a algún muelle de carga, les hiciese una señal y les dijese que necesitaba sus espaldas. Hacia el final del segundo día, San sabía que no aguantarían mucho más. No habían comido nada desde que encontraron las verduras pisoteadas y ya sólo se mantenían a base de agua. Wu tenía fiebre y yacía en el suelo temblando a la sombra de una pila de bidones.

San tomó la decisión al empezar el ocaso. Tenían que comer algo, pues de lo contrario sucumbirían. Se llevó a sus hermanos y al perro a un lugar despejado en el que los pobres se acurrucaban alrededor de hogueras para comer cualquier cosa que hubiesen logrado encontrar.

Ya sabía por qué su madre les había enviado al perro. Cogió una piedra y le aplastó la cabeza al animal. Las personas que había en torno a uno de los fuegos se acercaron. Un hombre le prestó a San un cuchillo, con el que éste despiezó al perro antes de poner los trozos en una marmita. Tenían tanta hambre que no pudieron esperar a que la carne estuviese bien cocida. San repartió los trozos de modo que cuantos había alrededor del fuego recibiesen la misma cantidad.

Después de comer, se tumbaron en el suelo y cerraron los ojos. Tan sólo San se quedó sentado contemplando las llamas. Al día siguiente ya no tendrían ni siquiera un perro que comer.

Vio ante sí a sus padres, colgados del árbol. ¿Estaba tan lejos la soga de su propio cuello? No lo sabía.

De repente tuvo la sensación de que alguien lo observaba. Aguzó la vista para ver si lo distinguía en la oscuridad. En efecto, allí había alguien, sus ojos relucían en la noche. El hombre avanzó hacia la hoguera. Era mayor que San, pero no muy mayor. Sonreía. San pensó que debía de ser uno de los afortunados que no andaban siempre hambrientos.

– Me llamo Zi. He visto cómo os comíais al perro.

San no respondió. Aguardaba, un tanto a la defensiva. Había algo en aquel desconocido que le infundía inseguridad.

– Me llamo Zi Quian Zhao. ¿Y tú?

San miró nervioso a su alrededor.

– ¿Acaso he invadido tus tierras?

Zi rompió a reír.

– En absoluto. Sólo quiero saber quién eres. La curiosidad es una virtud humana. A aquellos que no tienen ambición de saber, rara vez los espera una buena vida.

– Soy Wang San.

– ¿De dónde eres?

San no estaba acostumbrado a que le hiciesen preguntas y empezó a desconfiar. ¿Y si el hombre llamado Zi pertenecía a los elegidos que gozaban del derecho a interrogar y castigar? Tal vez él y sus hermanos hubiesen contravenido alguna de las muchas leyes y reglas tácitas que rodean a un pobre.

San señaló vacilante hacia la oscuridad.

– De por allí. Mis hermanos y yo hemos caminado durante muchos días. Hemos cruzado dos grandes ríos.

– Es excelente tener hermanos. ¿Qué hacéis aquí?

– Buscamos trabajo. Pero no encontramos nada.

– Es difícil. Muy difícil. Son muchos los que acuden a la ciudad como las moscas a la miel. No resulta fácil ganarse el sustento.

San tenía una pregunta en la punta de la lengua, pero optó por tragársela. Zi pareció leerle el pensamiento.

– ¿Te preguntas de qué vivo yo, puesto que no visto harapos?

– No quiero parecer curioso ante personas que son superiores a mí.

– A mí no me importa -respondió Zi al tiempo que se sentaba-. Mi padre tenía sampanes y trajinaba por el río con su pequeña flota mercante. Cuando murió, uno de mis hermanos y yo nos quedamos con el negocio. El tercero y el cuarto de mis hermanos emigraron al país que hay al otro lado del mar, América. Allí han hecho fortuna lavando la ropa sucia de los hombres blancos. América es un país muy extraño. ¿En qué otro lugar podría uno hacerse rico con la suciedad ajena?

– Yo había pensado en eso -confesó San-. En viajar a ese país.

Zi lo observó con interés.

– Para eso hace falta dinero. Nadie atraviesa gratis un gran océano. Bueno, buenas noches. Espero que logréis encontrar trabajo.

Zi se levantó e hizo una leve inclinación antes de perderse en la noche. Y pronto desapareció. San se tumbó preguntándose si aquella breve conversación no habrían sido figuraciones suyas. ¿Habría estado hablando con su sombra? ¿El sueño de ser alguien totalmente diferente?

Los tres hermanos persistieron en su inútil búsqueda de trabajo y comida dando largos paseos por la bulliciosa ciudad. San había dejado de atarse a sus hermanos y pensó que era como un animal con dos crías que caminaban siempre pegadas a él entre la gran muchedumbre.

Buscaron trabajo en los muelles y en los populosos callejones. San les advertía a sus hermanos que se irguiesen ante cualquier persona con autoridad que pudiese darles trabajo.

– Hemos de parecer fuertes -les decía-. Nadie le da trabajo a una persona que no tiene fuerza en los brazos y las piernas. Aunque estéis cansados y hambrientos, debéis dar la impresión de gran fortaleza.

La única comida que ingerían era la que otros desechaban. Cuando peleaban con los perros por un hueso, San pensaba que estaban transformándose en animales. Su madre le había contado un cuento sobre un hombre que se convirtió en un animal de cuatro patas, sin brazos, pues era perezoso y no quería trabajar. Sin embargo, en su caso, no era por culpa de la pereza.

Continuaron durmiendo en el muelle, expuestos al húmedo calor de la ciudad. A veces, por las noches, el mar arrastraba sobre la ciudad nubes cargadas de lluvia. Entonces buscaban refugio bajo el muelle, entraban gateando por entre los troncos mojados, pero se empapaban de todos modos. San notó que Guo Si y Wu empezaban a desesperar. Sus ganas de vivir menguaban con el paso de los días, de cada día de hambre, de lluvia, de la sensación de que nadie los veía y nadie los necesitaba.

Una noche, San vio que Wu, encogido, murmuraba oraciones desesperadas a los dioses de sus padres. Por un instante se sintió indignado. Los dioses de sus padres jamás les habían ayudado. Sin embargo, no dijo nada. Si Wu hallaba consuelo en sus plegarias, no tenía derecho a arrebatárselo.

San empezaba a ver Cantón como una ciudad horrible. Cada mañana, cuando comenzaban sus interminables periplos por la ciudad en busca de trabajo, encontraban personas muertas en el arroyo. A veces, las ratas habían roído los rostros de los muertos. Todas las mañanas temía acabar su vida en alguno de los numerosos callejones de Cantón.

Tras un día más de calurosa humedad, también San empezó a perder la esperanza. Tenía tanta hambre que sentía vértigo y le costaba pensar con claridad. Mientras yacía en el muelle junto con sus hermanos, que dormían, pensó por primera vez que tal vez fuese mejor dejarse vencer por el sueño y no despertar jamás.

No había nada a lo que despertar.

Durante la noche soñó nuevamente con las tres cabezas. De repente se pusieron a hablarle, aunque él no las entendía.

Al alba, cuando abrió los ojos, vio a Zi fumando en pipa sentado en un bolardo. Al ver que San despertaba, le sonrió.

– Tienes un sueño inquieto -observó-. He visto que soñabas con algo de lo que querías liberarte.

– Soñaba con cabezas cortadas -aclaró San-. Puede que una fuese la mía.

Zi lo observó reflexivo antes de contestar.

– Quienes pueden elegir, lo hacen. Ni tú ni tus hermanos parecéis especialmente fuertes. Está claro que pasáis hambre. Nadie que necesite a una persona para cargar, o para arrastrar o tirar de un carro elegirá a otra que esté hambrienta. Al menos, no mientras haya recién llegados que aún conserven las fuerzas y algo que comer en la bolsa.

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