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– Ése eres tú -le dijo-. De allí vienes y allí regresarás algún día.

La idea de proceder de una estrella lo asustó, pero no dijo nada, puesto que su madre parecía alegrarse mucho de ello.

San pensó en los violentos sucesos que los habían obligado a él y a sus hermanos a huir precipitadamente. Uno de los nuevos capataces del latifundista, un hombre llamado Fang, que tenía las paletas muy separadas, llegó con la queja de que sus padres habían descuidado sus tareas diarias. San sabía que su padre sufría terribles dolores de espalda y que no había terminado a tiempo el pesado trabajo que tenía asignado. Su madre le había ayudado, pero aun así iba con retraso. Así que allí estaba Fang, ante la choza de adobe de su familia y con la lengua asomando entre sus paletas como si de una peligrosa y amenazadora serpiente se tratase. Fang era joven, casi de la misma edad que San, pero procedían de mundos distintos. Fang miraba a los padres de San como si fueran insectos que pudiese aplastar en cualquier momento, mientras que ellos se inclinaban ante él con los sombreros de paja en la mano y las cabezas gachas. Si no cumplían con sus obligaciones diarias, los expulsarían de la choza y se verían obligados a vivir como mendigos.

Por la noche, San los oyó murmurar. Era frecuente que tardaran en dormirse y San los escuchaba a hurtadillas. Sin embargo, no entendió lo que se decían.

Por la mañana, halló vacía la alfombra trenzada en la que dormían sus padres. Él se asustó enseguida. En su reducida vivienda, todos solían levantarse al mismo tiempo, es decir, que sus padres debían de haber salido sin hacer ruido para no despertar a sus hijos. Se levantó despacio y se puso los harapientos pantalones y la única camisa que poseía.

Cuando salió de la choza, aún no había amanecido. El horizonte ardía en tonos color de rosa. En algún lugar se oyó cantar a un gallo. La gente del pueblo empezaba a despertar. Todos, menos sus padres, que se habían colgado del árbol que les daba sombra en la época más calurosa del año. Sus cuerpos se mecían lentos al compás de la brisa matinal.

Lo que sucedió después no podía recordarlo más que de forma vaga e imprecisa. Él no quería que sus hermanos viesen a sus padres colgados de las cuerdas, con las bocas abiertas, de modo que las cortó con la guadaña que su padre utilizaba en el campo. Sus cuerpos cayeron pesadamente sobre él, como si quisieran llevárselo consigo a la muerte.

Los vecinos llamaron al anciano del pueblo, el viejo Bao, que tenía la vista nublada y temblaba de tal modo que no podía mantenerse derecho. Él se llevó a San a un lado y le dijo que lo mejor que los tres hermanos podían hacer era marcharse. Fang se vengaría sin duda, los encerraría en los calabozos de su hacienda. O quizá los ejecutaría. No había juez en el pueblo y sólo imperaba la ley del latifundista; en cuyo nombre hablaba y actuaba el propio Fang.

Se marcharon antes de que los féretros de sus padres hubiesen terminado de arder siquiera. Y allí estaba ahora, bajo las estrellas, en compañía de sus hermanos que dormían a su lado. Ignoraba qué les depararía el futuro más inmediato. El viejo Bao le dijo que huyesen hacia la costa, a la ciudad de Cantón, para buscar trabajo. San intentó averiguar qué clase de trabajo había allí, pero el viejo Bao no supo contestarle; simplemente señalaba hacia la costa con su mano trémula.

Caminaron hasta que los pies se les llenaron de ampollas y se les secó la boca debido a la sed. Los hermanos lloraron por la muerte de sus padres y por el miedo que les inspiraba el futuro incierto. San intentaba consolarlos al tiempo que los animaba a apresurarse. Fang era peligroso. Y tenía caballos sobre los que cabalgar, hombres con lanzas y afiladas espadas que aún podían darles alcance.

Siguió admirando las estrellas. Pensaba en el latifundista, el cual vivía en un mundo totalmente distinto donde los pobres jamás podrían poner un pie. Jamás aparecía por el pueblo, sino que se mantenía como una sombra amenazante, inseparable de las tinieblas.

Finalmente, también San cayó vencido por el sueño. Las tres cabezas cortadas poblaron sus ensoñaciones. Sentía la fría punta de la espada contra su garganta. Sus hermanos ya estaban muertos, sus cabezas rodaban por la arena mientras que la sangre manaba a borbotones de sus gargantas abiertas. Una y otra vez se despertaba, como para liberarse del sueño, que retornaba en cuanto volvía a dormirse.

Reemprendieron la marcha por la mañana temprano, tras beberse los últimos sorbos del cántaro que Guo Si llevaba de una correa atada al cuello. Tendrían que encontrar agua durante el día. Caminaban deprisa por el pedregoso camino. De vez en cuando se cruzaban con gente que venía de los campos o que llevaba pesadas cargas sobre los hombros y la cabeza. San empezó a preguntarse si no sería aquél un camino infinito. Tal vez no existiese el mar. Ni una ciudad llamada Cantón. Sin embargo, no les dijo nada a Guo Si ni a Wu, pues eso entorpecería el ritmo de sus pasos.

Un perro pequeño y negruzco con una mancha blanca bajo el hocico se unió a los caminantes. San no se dio cuenta de dónde había salido el animal. De repente estaba allí, con ellos. Intentó espantarlo, pero siempre volvía a su lado. Entonces empezó a lanzarle piedras para que fuese a buscarlas, pero el perro no tardaba en alcanzarlos otra vez.

– Se llamará Duong Fui, «La gran ciudad al otro lado del mar» -decidió San.

A mediodía, cuando el calor resultaba más insoportable, se tumbaron a descansar bajo un árbol en un pueblecito del camino. Los habitantes del lugar les dieron agua con la que llenar su cántaro. El perro jadeaba tumbado a los pies de San.

San observó atentamente. Aquel perro tenía algo extraño. ¿Lo habría enviado su madre como mensajero desde el reino de la muerte? ¿Un mensajero capaz de moverse entre los vivos y los muertos? No lo sabía, siempre le había costado creer en todos aquellos dioses que los habitantes del pueblo y sus padres adoraban. ¿Cómo podían rezarle a un árbol, incapaz de contestar, que no tenía oídos ni boca? ¿O a un perro sin dueño? Si los dioses existían, era ahora cuando él y sus hermanos necesitaban su ayuda.

Prosiguieron su peregrinar después del mediodía. El camino seguía serpenteando sin fin ante sus ojos.

A los tres días de camino empezaron a unírseles cada vez más personas. Los adelantaban carretas con altas cargas de caña y sacos de grano, mientras que otras rodaban vacías en la dirección contraria. San se armó de valor y le preguntó a un hombre que estaba sentado en uno de los carros vacíos.

– ¿Cuánto falta para el mar?

– Dos días. No más. Mañana empezaréis a sentir el olor de Cantón, es inconfundible.

El hombre se echó a reír mientras reemprendía la marcha. San se quedó mirándolo, ¿qué habría querido decir con «el olor de Cantón»?

Aquella misma tarde atravesaron un denso enjambre de mariposas. Eran transparentes y amarillentas y su aleteo recordaba al crujido del papel. San se detuvo admirado en medio de la nube de mariposas. Era como si hubiese accedido a una casa cuyas paredes estuviesen construidas de alas. Se dijo que le gustaría quedarse allí. «Me gustaría que esta casa tuviese una puerta, claro. Me quedaría aquí escuchando el aleteo de las mariposas hasta que llegase el día en que cayese muerto a tierra.»

Sin embargo, allí estaban sus hermanos. No podía dejarlos. Se abrió paso con las manos entre la cortina de mariposas y les sonrió: no pensaba abandonarlos.

Una noche más se tumbaron a descansar bajo un árbol, después de haber comido algo de arroz. Cuando se echaron a dormir, los tres continuaban hambrientos.

Al día siguiente llegaron a Cantón. El perro seguía con ellos. San se reafirmaba en su convicción de que era un enviado de su madre, un emisario del más allá con la misión de protegerlos. Él nunca había creído en esas cosas, pero ahora que se hallaba a las puertas de la ciudad, empezó a considerar si no serían reales, a pesar de todo.

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